La cancha es un lugar para olvidarse de uno mismo. En esas caras concentradas que cantan, murmuran y gritan mientras miran, no hay lugar para otra cosa que no sea FUTBOL. Después de encontrarme con Rodrigo, la única persona fuera de ese estado de absoluta concentración fui yo; había quedado petrificada. Mientras todos pasaban los primeros 45 minutos parados con la mirada fija y cantando, yo apenas me movía. ¿Me miraba? ¿Cómo me quedaba el short? ¿El pelo? ¿Tenía chicles? Me di vuelta un par de veces para verlo. Estaba dos escalones arriba en la tribuna con una remera de Lanús que le ajustaba el cuerpo. Más bronceado, los ojos parecían más claros y el pelo muy corto. Tenía un tatuaje, seguramente señal de la comunidad granate, pero el sol que daba de frente no me dejó verlo bien.
“¡¡Sabía que te conocía, Jessi!!”. Había terminado el primer tiempo y estaba sentado al lado mío, apoyados los codos en las rodillas. Me había visto cuando entraba con el Ruso, lo conocía por Plasma que era amigo suyo del barrio. Se paró para buscar cigarros en el bolsillo y tuve una vista de las piernas oscuras y atléticas, de los bermudas cayéndole por la curva de la cola, del tatuaje que era efectivamente el escudo de Lanús. Tensó el cuerpo encogiendo los hombros para encender el cigarrillo mientras ponía la cara para un costado. La luz del último sol, el rapado de la nuca, el hecho de no verlo uniformado, la pose, todo hacía que lo viera más hermoso que nunca. Y que él estuviera tan lindo hacía que a mí me costara encontrar una postura, digamos, normal. Cruzaba los brazos para un lado, para el otro, las piernas, ¡uffff!
“Desde que me echaron que no veo a ninguno de los de Impecable. Quedamos en llamarnos, pero… “. Se sentó. “¿Dónde van después?”. “No sé, el Ruso había planeado quedarnos a comer una pizza por acá”. “Genial, me puedo cambiar y volver”. “Ah… está bien”, le dije como si no me importara mientras quisiera que alguien saque una foto de ese que es mi momento en el mundo. ¿Saco el celu y selfie? Mejor no. Empezó el segundo tiempo y la propuesta de Tamy, que hasta cuando salimos del Jagüel era una alternativa tranca para pasar sábado, voló y puso todo en órbita perfección. Terminó el partido. Lanús ganó 1 a 0. Un gol que hizo que él me abrace, que todos se abracen, que se saque la remera para cantar y revolearla.
Nos juntamos todos para ver qué onda. El plan era que mientras nosotros íbamos bajando las gradas, saliendo de la cancha, llegando hasta la plaza de Güidi y 9 de Julio, Rodrigo iba a bañarse. “Voy a cambiarme y vuelvo, ¿me esperan?”. Desapareció corriendo. Tardamos más de media hora en llegar y sentarnos a tomar una birra. El quiosco era un caos. Mi “cita” con Rodrigo empezó a las diez, cuando llegó vestido lindo y caminamos lento para el lado de la estación hablando mientras los otros se adelantaban a los gritos: las novedades del trabajo, la coincidencia de amigos, las risas acordándonos del peinado del supervisor, su nuevo laburo, ganaba más, estaba contento, los horarios del tren a Capital, tenía las tardes libres.
Íbamos a comer en Las Palmas, una pizzería histórica que queda en la estación. Teníamos hambre: ¿con morrón, con jamón? Teníamos sed: Stella nunca Quilmes. Yo sentía en el aire que se iba abriendo un universo, que cada dato de su vida se acomodaba en un espacio nuevo al que toda mi alma se iba a orientar. Hambre y sed de cada pieza que lo traiga delante de mí cada vez que lo piense. Cuando llegamos al local, que quedaba en una esquina y tenía dos entradas, una en cada calle, fui al baño con Tamy. Ni bien cerramos la puerta se empezó a reír y me dijo “Boluda, ¡¡¡te encanta mal!!!”. Yo vi mi cara sonriente como nunca en el espejo y me dije “¡¡¡Te encanta mal!!!”.