Hace cuatro horas estamos esperando con mi papá el avión a Madrid. Nos íbamos a ir todos juntos de viaje, como todos los años, a la costa o a Brasil. Pero pasó algo de último momento entre mis viejos y nos separamos: mi papá y yo nos vamos a trabajar/pasear a Europa y mi hermano y mi mamá se van a la casa de mis abuelos en Miramar. Mi hermano se debe estar muriendo de envidia de que decidieron mandarme a mí a Europa. Pero bueno, él ya fue dos veces y yo, una. Me toca.

Este año las vacaciones se retrasaron un poco. En general, no terminamos de comer el pan dulce de navidad que ya estamos subidos a un micro, avión o auto para salir de viaje. Esta vez era 6 de enero y todavía no sabíamos qué íbamos a hacer. En enero en Buenos Aires hace tanto calor que parece otra ciudad. Vas caminando por Alberdi y sentís que las zapatillas se hunden en el pavimento y que nunca vas a poder llegar a cruzar la calle a tiempo para subirte al 126 que viene a fondo.

Desde el aeropuerto de San Pablo, veo mi vida en Buenos Aires con menos definición. Como cuando el internet anda lento y las imágenes se empiezan a pixelar. Me acuerdo de todo lo que pasó antes de irme y es una consecución de escenas que no puedo ordenar en fila; se me vienen de golpe, me agarra un dolor de cabeza. Vuelvo a acostarme cruzada, ocupando la fila de tres asientos de la sala de espera.

 

Pasamos año nuevo en casa los cuatro. Mi hermano estaba volando de fiebre y ni siquiera podía moverse del sillón del living para ver los fuegos artificiales. Como la noche fue un embole, me animé a preguntarle a mi mamá si después de las doce podía ir a lo de uno de los chicos del cole porque iban todos. Fue a preguntarle a mi papá. Él hizo un gesto como de “hagan lo que quieran pero me parece una locura” y se fue a mirar la tele a la cocina.

Romi me pasó a buscar con su familia a eso de la una menos cuarto. No sabíamos bien a dónde íbamos. Supuestamente, para año nuevo se juntan todos en los bares de directorio llegando a José María Moreno, cortan el tránsito y sacan los parlantes a la calle. Así nos había dicho Luke que le había contado las chicas del club.

Por suerte, cuando nos dejaron los papás de Romi sobre Directorio todavía no habían cortado la calle. Nos bajamos del auto en la mitad de la cuadra; Romi se hizo la que saludaba a alguien que estaba adentro de Malabar.

 

Mi papá viene del Free Shop con una bolsita. Me parece que compró un perfume. Cree que tengo los ojos cerrados y que no lo veo. Guarda la bolsa en la mochila y se sienta donde terminan mis pies. Saca el celular, lo desbloquea y lo vuelve a bloquear. Se queda mirando la pantalla a la espera de novedades sobre nuestro vuelo. Tendríamos que haber salido hace tres horas. Pero en San Pablo hay un viento tremendo y nadie se anima a despegar. Desde acá parece como si las alas de los aviones estacionados temblaran con las corrientes de viento.

 

Cuando entramos al bar no vimos a nadie conocido. Fuimos a la barra y Romi pidió dos shots de tequila. El tipo que nos atendió parecía un patovica. Tenía una cresta rubia llena de gel y un piercing en la ceja. La miró a Romi, se rió y le pidió el documento. Romi sacó el documento vencido de la hermana de una chica del club. El barman nos dio los tequilas. Cuando estábamos por la tercera vuelta, aparecieron unos chicos que entrenan después de nosotras en las canchas de El Andén. Vino el rubio que siempre me mira entrenar con cara de pajero atrás de las rejas y me empezó a preguntar cosas. Yo estaba muy cansada y mareada, no podía contestarle. Quise ir al baño y me tropecé con las piernas de alguien; me caí al piso. Me ayudaron a levantarme y quedé tirada sobre tres asientos que estaban a un costado de las mesas del bar.

Cuando me desperté –para mí habían pasado como tres horas–, Romi ya no estaba. Encontré a algunos de los chicos del grupo de El Andén. Me dijeron que ella se había ido a hace rato con el de gorrita. Me parecía muy raro que se hubiera ido sin mí, pero capaz estaba tan en pedo como yo y tampoco se dio cuenta. Agarré mi carterita y mi buzo y salí a buscar un taxi. No venía ni medio.

Me quedé parada en el medio del carril esperando que apareciera algo. Ahí fue cuando vino el rubio en moto y me dijo: “¿Ey, para dónde vas?” Para Flores, le dije, para el lado de las canchitas, pero del otro lado de la estación. Sabía que no tenía que subirme a su moto. Se me venían a la cabeza las miles de veces que me dijeron que no me subiera al auto o moto de alguien en pedo. Pero tenía sueño y quería estar en mi cama durmiendo. Me subí, apoyé firme los pies y me agarré con fuerza de las manijas de atrás. La moto empezó a volar por la avenida casi vacía. El viento me quemaba las piernas. El rubio y yo éramos los protagonistas de Need for Speed pero en moto. Éramos dos halcones volando en contra del viento.

 

Mi viejo me vino a despertar después de un rato. “Despertate, Paula, hay que ir a hacer esa fila y no quiero que nos perdamos acá adentro”. “Bueno, ya voy”, le dije. Y me fui arrastrando los pies hasta la fila de LATAM.