El gimnasio se llama Modelest y no es exactamente un gimnasio, es un “centro de estética integral”. Un tercer piso. Pasas directamente, no te atiende nadie, pero doblando un pasillito está Laura, la profe. Una morocha cuarentona de metro sesenta que, ni bien quise hablar (explicar lo del Groupon, decir mi nombre, aclarar el turno que había reservado), me mandó a cambiarme y “empezar, mi valiente”. Se ve que lo del entrenamiento tiene un significado de lucha. Lucha contra el sobrepeso, como cuando la China puso ese tuit “A entrenar” porque había comido muchas hamburguesas y se espantaron todos por lo anoréxica que estaba.

Cuando salí del vestuario me di cuenta que mi calza de arabescos comprada en el Coto no iba mucho con la onda de las otras chicas. Llevan ropa de hacer deporte. Son más grandes que yo. Trabajan en oficinas del Estado o en bancos. Van a cenar a un lugar que se llama Kansas. Tratan de cuidarse de los hidratos pero a todas les gusta tomar alcohol. Lo sé por lo que hablan mientras estamos tiradas en las camas de Pilates. Unos mentirosos cincuenta minutos de andar enredándote entre esos fierros y poleas. ¡Qué alivio, mi espalda!

Son como la una y media de la tarde y algo de comer me empieza a hacer falta. Salí de Pilates, Sarmiento y Florida, y de ahí la oferta hasta Alem. A la derecha, pegados, uno atrás del otro: Norba D’ Oro, “sabores de Italia”; Vianda Express, ¿estás muy apurado?, Subway y Pekín, comida por kilo. Entro a Pekín. El kilo sale 125 pe, 15 más que en la otra cuadra. Es porque estos chinos tienen uniforme, el local está mejor pintado: eso es plata. El de la otra cuadra no tiene ni nombre, es oscuro, las chicas que pesan cambian reseguido, siempre buscan bachero: seguro pagan mal. Muero ahí, como siempre. Adiós chau fan, arrolladitos primavera, adiós. Ensalada y milanesa de pollo. Tampoco voy a tentarme con el Jorgito de chocolate de cada día. Bien ahí. Me siento cumpliendo.

Me crucé con la chica que hace el cuarto piso mientras salía del chino. No había vuelto a verla desde la vez que nos entrevistaron. Ya tenía el uniforme puesto. Es horrible. Qué mal queda. ¿Por qué sale con el uniforme? Me da bronca. Se para a hablar y no quiero. No es que no quiera hablar, es que me da vergüenza. Que no me vean las de Pilates, que no me vea nadie. Le digo que estoy llegando tarde, que se enfría la comida y escapo casi corriendo por la bajada hasta Alem. Nunca me cayeron bien los uniformes. Dan ese aire de grandulones en la escuela. Tapan cualquier cosa que uno elija. Cubren. Cuando empecé la secundaria pensé que había zafado para siempre de los uniformes y acá estoy, con el aliento a ajo de los 380 gramos de chino frío que comí, calzándome de nuevo este pantalón bordó con manchas y esta casaca que en la espalda tiene bordado un nombre enorme que significa “chica que limpia”.