Nacido en Buenos Aires en 1978, Martín Rodríguez es escritor y periodista, colaborador de diversos medios gráficos y radiales. Fundador y coeditor de la revista digital Panamá, actualmente es además editor de la revista digital La Nación Trabajadora. Publicó desde fines de los noventa varios libros de poesía, y en 2014 el volumen de ensayos Orden y progresismo. Este año, junto al politólogo Pablo Touzon, publicó La grieta desnuda. El macrismo y su época, ensayo dedicado a la Argentina actual, la de las últimas dos décadas y sus pugnas y tensiones políticas y culturales. A propósito de este libro y a partir de su lectura, conversamos con Martín sobre algunas de sus hipótesis y análisis, en relación al macrismo, la política y sus actores, la confrontación de clase, el peronismo como persistencia y el contexto actual de crisis económica.

Martín Rodríguez

Al desplegar en el libro el análisis de la grieta que caracterizó la última década (2008-2018), ustedes hacen un parangón entre macrismo y kirchnerismo en relación con ciertas características: la vocación rupturista, la mediación delegada a una nueva “militancia” alejada de las organizaciones intermedias más canónicas, la fetichización de la gestión de Estado. Esta lectura, de “el sistema de un tiempo a esta parte es así”, ¿no provoca repensar, o negar incluso, la idea de grieta en cuanto separación?

La crisis de 2001 políticamente tuvo dos hijos: el kirchnerismo y el macrismo. No al mismo tiempo y no auto-percibidos automáticamente como hijos de ese acontecimiento. Pero las trayectorias políticas y los relatos que fueron elaborando son así. En el caso del kirchnerismo, eso ya está contado: Duhalde era el tutor o jefe de maestranza que le dio una transición al país y Kirchner fue el primer político después de la crisis. Nadie sabía quién era, de una provincia lejana, lo que ya hemos dicho muchos sobre el kirchnerismo. El macrismo es un hijo más inmaduro en el comienzo. En las biografías de ellos –hay un libro colectivo que se llama Estamos, de 2013–, donde todos se cuentan un poco en torno a la crisis, hay un eje biográfico que repite cada uno, aparece el 2001 como el momento donde elaboran un involucramiento en lo público. Aunque sean muchos tipos que ya estaban de antes, como se sabe, empezando por Larreta. Digamos que el peñismo funda esa idea de que “en 2001 y 2002 fuimos a dar una mano a la política, nos salimos de nuestras vidas, nuestras carreras profesionales, nuestros estudios en el exterior para ofrecerle al país lo que tenían para dar”. O sea, esa filiación con 2001 está. No es estática, se va reelaborando y es interesante, por ejemplo, como al final en Cambiemos se produce una identificación con el De la Rúa víctima del peronismo. Durante años, De la Rúa fue un gran camello, nadie lo nombraba. ¿Quién se hacía cargo de De la Rúa? Y aparece ahí, ahora, como una especie de nuevo Illia, una nueva estatua.

A la vez, esos dos hijos del 2001 se hicieron cargo de los restos de la política del 2001. Tanto del peronismo como del radicalismo. El kirchnerismo es eso: la estructura de poder del peronismo y la estructura de sentimiento del kirchnerismo, en una dialéctica al infinito. Mientras Cambiemos es algo de eso, es la renovación de la tradición liberal republicana cuya fuente natural es el radicalismo, con las garantizas mínimas territoriales e institucionales que suele dar la UCR.

Así que de algún modo hay algo de revivir el viejo y tradicional bipartidismo argentino, expresado con las formas y las condiciones de la política que dejó el 2001. Lo que, por un lado, significa bucear en nuevas formas de organización –el kirchnerismo con los movimientos sociales, el macrismo con las ONGs–y, por otro lado, desconfiar de la vieja argentina corporativa. Ese también es un rasgo intuitivo que comparten kirchnerismo y macrismo.

Notamos que existe en el análisis del libro cierto reduccionismo del peronismo a la clase política peronista, que comienza a desarrollarse durante el menemismo y culmina su formación durante el kirchnerismo. ¿Cómo piensan al peronismo por fuera de la clase política? Ampliando ese sentido, y abuzando de la elasticidad: ¿hay posibilidad de lectura de la política por fuera de la lectura del poder?

Nosotros describimos los años sesenta como la década sociológicamente peronista. Una década donde el poder obrero, encarnado un núcleo duro en la figura de Vandor, ocupaba un lugar central en la conversación política, donde la vida pública y económica del país era muy igualitaria. Una década sociológicamente peronista, pero no políticamente. El peronismo había sido desalojado del país, y hasta fines de los sesenta no se hablaba a ciencia cierta de la posibilidad concreta de la vuelta del peronismo al poder. La radicalización de la juventud y el encuentro de esa juventud con la tradición peronista hicieron parte de ese retorno.

Esta división que marcamos entre el peronismo social y el peronismo político en parte también está en el libro, sobre todo en la descripción que hacemos –que de subrayarla tanto puede leerse como una forma de romantización– de la protesta de las empeladas domésticas en Nordelta el año pasado. La caracterizamos como parte de ese peronismo social. Ahí vemos la herencia del peronismo, más que en el peronismo institucional que gobierna y que tiende a ser una elite, a burocratizarse, que tiende en general a lo que tiende la política.

Sin cuestionar tu lectura sobre el reduccionismo, para nosotros el peronismo está presente, más allá de la clase política, en varias lecturas que hacemos sobre el sindicalismo en general, en los conflictos. La herencia del peronismo, su semilla, está ahí en la sociedad. Porque, de hecho, para nosotros el peronismo justamente no fue un PRI, no fue un partido institucionalizado, no fue que fusionó el partido con el Estado, aunque muchas veces lo haya hecho con sus gobiernos. Sino, por el contrario, y más que lo que no le pueden quitar a la política, el peronismo es lo que no le pueden quitar a la sociedad.

En La grieta desnuda hay, por un lado, una crítica al macrismo respecto a su negacionismo histórico de clase. Por otro, una crítica al kirchnerismo y su militancia progresista que pareciera tener cada vez más dificultades para desbordar la representación de una clase media blanca, correcta e ilustrada. ¿Existe en ese sentido la posibilidad de que el peronismo recupere la representación de los sectores populares?

No estoy tan seguro de que sean exactamente así esas dos críticas. En el macrismo sí, en el libro hay un capítulo que le dedicamos directamente a la relación del macrismo con la Historia. Uno de los ejes de ese capítulo es que tal vez la negación de la Historia sea, para este “gobierno de clase”, la negación de su propia historia. La negación de la historia de su clase.

En el caso del kirchnerismo, uno podría decir que hay críticas por etapas. De hecho, el calificativo “blanco” no creo que esté en el libro. Tampoco la crítica al “progresismo” del kirchnerismo. De hecho, postulamos que hoy el peronismo, y cualquier alternativa, no puede sacarse el progresismo de encima. ¿Qué sería entonces? Te diría que en la fórmula de la pregunta no está contenida la exacta crítica que nosotros tenemos hacia el kirchnerismo.

Con respecto al despojamiento de los sectores populares de la política, sí es un fenómeno que tiene algo de continuidad. Eso sí lo vemos: una línea de continuidad. Porque hay una continuidad de clase y una idea más tecnocrática, que quita el ingrediente plebeyo que tuvo la política. Básicamente, hablo de correr a los morochos del sistema de decisiones. Esto sí fue un proceso que probablemente se dio en el cristinismo final y en el macrismo, en una línea de continuidad entre sus juventudes ilustradas y de vanguardia. Entre el Nacional Buenos Aires y el Newman. Pero no contiene esa crítica la experiencia de doce años del kirchnerismo.

El gobierno refuerza mucho lo que sería la vinculación de cualquier organización popular con la palabra “mafia”, estigmatiza así la organización social. El problema es que para la militancia “emancipadora” la Argentina es un país paradójico: las capas medias militantes desean un pueblo “popular” y la mayoría de los argentinos desea ser de clase media.

Pensando en la misma perspectiva que ustedes analizan el ingreso del macrismo en la escena política, ocupando el espacio de la coalición de Cavallo, ¿hay macrismo después de Macri o queda un espacio vacante de “la clase” dentro del peronismo?

Para mi hay macrismo después de Macri porque hubo pueblo macrista antes de Macri. Me parece que este pueblo nace en el conflicto del 2008 como antikirchnerismo. La pasión política que primero nace y que desata todo es el antikirchnerismo, el odio visceral a la figura de Cristina, que es un rejunte de cosas. Cuando un chacarero al borde de la ruta escribe un cartel que dice “Yegua montonera” nace una época, con todo lo del arrastre del pasado que tiene sumándose a las “novedades”. En ese cartel está la síntesis de lo que viene: el lugar de lo histórico en la política, el lenguaje crudo de redes sociales que impregna la política, las nuevas cacerolas de 2008 que parecieran ser la conciencia para sí de las cacerolas de 2001. En fin: el conflicto de las retenciones es un quiebre tectónico en la política. El primer gobierno de Kirchner era un gobierno cauto, astuto, con los mandatos de gobernabilidad exasperantes que dejó la crisis y que Néstor cumplió a rajatabla: oído atento sobre el humor de las capas medias y oído absoluto sobre el runrún del Conurbano. Kirchner fue un presidente en helicóptero: no lo usó para huir sino para llegar urgente a Tres de Febrero o a La Matanza cuando hiciera falta. Para Kirchner era más importante Hugo Curto que el rey de España. Lo que crujió en 2008 fue la sociedad por dentro. Ahí nació esta grieta.

Y vuelvo a la pregunta: si pierde el macrismo, queda el pueblo macrista, que es esa especie de extraña alianza entre capas medias y campo, la Argentina productiva, el relato de una Argentina verde y rentable que se quiere sacar al Estado de encima. La sociedad individualizada. Todo eso queda. Y habrá que ver cómo sería el fin del macrismo para saber en qué condiciones políticas queda o en todo caso en disponibilidad para qué.

En el contexto de crisis económica actual, ¿todavía es posible trasladar aquel esquema de “volver a gobernar la economía para introducir el consenso de la política social”? ¿Cómo imaginás los próximos cuatro años argentinos en el escenario global?

Uno de los temas que sobrevuela la política es esa idea de que no se pueden generar consensos. Es uno de los grandes ítems republicanos, el gobierno lo retoma –siempre sin fuerza– como una especie de apelación melancólica que extraña un viejo orden, una vieja normalidad argentina que nunca se puede terminar de ubicar en el tiempo pero que se supone que alguna vez existió.

Lo que sí se podría decir de este gobierno es que paradójicamente rompió consensos. Los consensos estaban; lo que pasa es que eran opacos: los consensos tensos que nacieron en esa “segunda transición democrática”, la del 2002 –o, mejor, entre 2001 y 2003–, Duhalde-Kirchner y por debajo la figura de Alfonsín. Un consenso en torno a las retenciones, un consenso sobre las políticas sociales y un consenso sobre cierto desarrollo de la industria y el mercado interno. Un consenso regional, también, y el consenso de los derechos humanos. Ese núcleo de consensos dio un orden y te diría que el macrismo quiso ir por cada uno de esos puntos a probar suerte. Salvo el de las políticas sociales, que es el que no tocó.