La obscena demora de las empresas encargadas de brindar los resultados preliminares y la falta de datos por parte del Tribunal Supremo Electoral (TSE) generaron suspicacias. La frase latente –“No dieron un golpe para devolvernos el poder al año”– se hizo carne en muchos. El secretismo inadmisible ratificó también lo que era un secreto a voces, cada vez más estridente, ya que el sistema de conteo implementado por el Movimiento Al Socialismo-Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) vaticinaba una victoria arrolladora y en primera vuelta. El vocero Sebastián Michel exigió con firmeza en una entrevista televisiva: “No hay para qué dilatar más. Es fundamental que las empresas pongan su aporte esta noche a la democracia. Los medios ya tienen los datos”.

Fue así que tres horas y media después de la hora estipulada Ciesmori-Unitel publicó el esperado boca de urna, que marcó un 52,4% para Luis Arce contra un 31,5% para Carlos Mesa. Dos horas después lo hizo la Fundación Jubileo, que marcó 53% contra 30,8% (el margen de error es de dos puntos y el conteo oficial definitivo se conocerá recién el miércoles). Un número mágico para el movimiento, ya que con el 53% Evo Morales se convirtió en el primer presidente indígena de la historia de Bolivia en diciembre de 2005. Asimismo, la incógnita del elevado porcentaje del 17% de indecisos no se decantó mayoritariamente como se especulaba por el voto útil (Mesa, único candidato con posibilidades de alcanzar valores que permitan una segunda vuelta), sino por el voto oculto (apoyo al MAS no declarado en las encuestas). Incluso si la derecha hubiese acordado un frente único con una sola candidatura no hubiese podido detener la implacable victoria del MAS, que con ese porcentaje queda automáticamente declarado ganador de la elección en primera vuelta. Arce ganó en seis de los nueve departamentos (Mesa se llevó dos y Camacho uno), en el voto en el exterior con el 68% y tendrá mayoría en ambas cámaras, con un interesante renovación en sus filas. Fue tan abrumadora la victoria que la propia Jeanine Añez la tuvo que reconocer en su cuenta de Twitter.

En una jornada de votación calma pero masiva, en la que se respetaron los protocolos de bioseguridad por el coronavirus y el 87% del padrón concurrió a las urnas, el MAS ganó porque supo reconstruirse a pesar de la cruenta represión estatal –y paraestatal– y apostar a ganar las elecciones a pesar del exilio forzado de su líder histórico Evo Morales, quien fungió desde Buenos Aires como jefe de campaña, arropado él y los cientos de militantes y dirigentes forzados al destierro por el gobierno de Alberto Fernández, centrales sindicales y movimientos sociales.

Constituyó un acierto la conformación del binomio con los dos exministros de Evo que más tiempo ocuparon sus cargos: Luis Arce como candidato a presidente, reconocido por su labor al frente del Ministerio de Economía para construir el exitoso modelo boliviano; y David Choquehuanca como vicepresidente, la cara indígena del proceso de cambio desde el Ministerio de Relaciones Exteriores y líder de la poderosa base aymara altiplánica.

En la primera quincena de noviembre asumirá el nuevo gobierno. El margen holgado de la victoria le otorga un plus que no se esperaba hace apenas 48 horas. Se trata de un ejercicio inédito tras catorce años de Evo Morales y Álvaro García Linera al frente del Ejecutivo. En estos doce meses, el gobierno de facto deja una economía destrozada con una caída del PBI de 11 puntos, 12% de desempleo y un millón de nuevos pobres, más una pésima gestión de la pandemia de Covid-19 con más de 8.000 muertos, según datos oficiales. El desafío será domar esta crisis, en un contexto regional hostil. Arce ya afirmó que solo cumplirá un mandato, haciéndose eco de las principales críticas al MAS y entendiendo que esta coyuntura marca el inicio de ciclos más cortos en el poder.

El resultado también demostró el error de persistir en un cuarto mandato. Esto generó un clima generalizado de crispación que se materializó con virulencia en las elecciones del año pasado. Lo que vino después es conocido: la declaración de fraude electoral sin pruebas por parte de la OEA, las revueltas en diversos puntos del país, la violencia contra militantes y dirigentes del MAS y el golpe de Estado que obligó a huir del país al presidente en funciones por amenazas contra su vida. El 12 de noviembre se dio una sucesión inconstitucional propiciada por las Fuerzas Armadas, la Policía y la derecha más recalcitrante, representada por la propia Añez, cuyo partido en octubre había sacado el 4% de los votos, y por el empresario cruceño Luis Fernando Camacho, quien irrumpió Biblia en mano e incendiando wiphalas en el Palacio Quemado para exorcizar a los “demonios indígenas” que lo poblaron durante catorce años.

Añez y su facineroso ministro de Gobierno Arturo Murillo –quien ya dejó su cargo– iniciaron una “cruzada” para desaparecer a los “salvajes masistas”. Tal fue la virulencia del quiebre institucional que la represión, el asesinato y el exilio forzado se convirtieron en moneda corriente. Los organismos de derechos humanos denunciaron violaciones sistemáticas y la Defensoría acusó al gobierno de facto “de crímenes de lesa humanidad” y contabilizó 37 muertos producto de la violencia golpista, incluidas las masacres de Sacaba y Senkata.

El MAS, en el año más duro de su existencia, ha demostrado que es el único partido de alcance nacional, con estructura, organización y capacidad de movilización de las que carecen las otras fuerzas. Complementariamente, las elites bolivianas no han aprendido la lección de la historia: siguen subestimando a esas mayorías históricamente sojuzgadas. Un dato de color: el Malku Felipe Quispe, referente duro del mundo aymara y opositor acérrimo a Morales, llamó a votar por el MAS.

La miopía impidió a las elites blancoides ver la amplia base social que sustentó el liderazgo de Morales y que se transfirió aún con más fuerza a Arce. Este interregno tenebroso obvió que el MAS no es un partido tradicional, sino un instrumento político de sectores populares, campesinos e indígenas dispuesto a gobernar nuevamente a Bolivia.

El MAS apostó a la democracia y ganó. La del domingo ha sido una jornada histórica para Bolivia y para América Latina. En el sur de continente, Argentina y Venezuela ya no estarán tan solas. En los próximos catorce meses se celebrarán diez elecciones en la región que pueden equilibrar el tablero ideológico hoy inclinado hacia la derecha dura.

Como dijo Evo Morales: “Hemos vuelto millones”.