Nadie puede fingir demencia. En las redes sociales de grupos bolsonaristas se indicaba con precisión cómo se iba a realizar el asalto a los edificios del Palacio del Planalto, del Congreso Nacional y de la Corte Suprema. Sin embargo, la Policía Militar no intervino. Las fuerzas de seguridad brillaron por su ausencia y explicitaron su complicidad con el golpismo. Las hordas terroristas vandalizaron y robaron todo a su paso.

La celeridad con la que actuó el presidente Lula, reafirmando la autoridad presidencial, conjuró la intentona con el decreto de intervención de las fuerzas de seguridad federal en Brasilia. “Todas las personas que hicieron esto serán encontradas y castigadas. Todo el mundo sabe que hay discursos del expresidente Bolsonaro estimulando lo ocurrido y él es responsable”, dijo el mandatario.

También fue veloz la actuación del Supremo Tribunal Federal al destituir por un plazo de 90 días al gobernador del Distrito Federal, Ibaneis Rocha, aliado de Bolsonaro. “Son circunstancias que solo podían ocurrir con el consentimiento, e incluso la participación efectiva, de las autoridades competentes para la seguridad pública y la inteligencia, ya que la organización de las supuestas manifestaciones era un hecho notorio y conocido, que fue difundido por los medios de comunicación brasileños”, justificó el ministro Alexandre de Moraes. Rocha trató de evitar la sanción pero ya era tarde: “Quiero dirigirme en primer lugar al presidente Luiz Inácio Lula da Silva para pedirle disculpas por lo ocurrido hoy (por el domingo) en nuestra ciudad, al presidente del Tribunal Supremo (…) Lo que ha ocurrido hoy en nuestra ciudad es sencillamente inaceptable. Son verdaderos vándalos, verdaderos terroristas que me harán luchar eficazmente para que sean castigados”. Terminará perdiendo su cargo.

Desde que Lula ganó la segunda vuelta el 30 de octubre de 2022, grupos bolsonaristas cortaron rutas, se apostaron en la puerta de los cuarteles pidiendo por una intervención militar, atacaron a militantes lulistas, socavaron los cimientos de la democracia sin ser castigados. Incluso un seguidor de Bolsonaro pretendió poner una bomba en el aeropuerto de Brasilia; fue interceptado antes que ocurriera una tragedia. Su líder, Jair Messias Bolsonaro, quien se encuentra en Estados Unidos y se negó a traspasar la banda presidencial a Lula, incentivó claramente a este movimiento antidemocrático. Respecto al asalto de este domingo, tardó 21 horas en pronunciarse y se negó a condenar de manera contundente el asalto.

En Estados Unidos ya hay repercusiones: el congresista Joaquín Castro solicitó al Departamento de Seguridad interna la deportación de Bolsonaro: “Estoy con Lula y el gobierno elegido democráticamente de Brasil. No se puede permitir que los terroristas y fascistas usen el manual de Trump para socavar la democracia. Bolsonaro no debe recibir refugio en Florida, donde se está escondiendo para no rendir cuentas por sus crímenes”.

Insólitamente, recién el lunes la justicia ordenó la retirada de los campamentos de la extrema derecha frente a los cuarteles. Como señala O Globo: “La principal razón por la cual el ejército no retiró la semana pasada a los bolsonaristas de las guarniciones militares de Brasil, como querían Lula y su ministro de Justicia, Flávio Dino, es que buena parte de los radicales que estaban acampando eran militares retirados o familiares de militares en actividad”.

Sin duda, ante la magnitud de lo ocurrido y la condena de casi todo el arco político (incluso Waldemar Costa Neto, presidente PL, el partido de Bolsonaro, sostuvo: “El movimiento del domingo en Brasilia es una vergüenza para todos nosotros”), los terroristas serán encontrados y acusados (el Ministerio de Justicia puso a disposición un correo electrónico para ayudar en la identificación de los golpistas y está recibiendo 11 denuncias por minuto. Ya hay 1.500 detenidos). Pero el verdadero desafío es qué hacer con estas Fuerzas Armadas y policiales, que claramente no creen en la democracia, que cumplieron un rol central en el gobierno de Bolsonaro (ocuparon 8.000 cargos públicos), y que deben ser reformadas con urgencia.

La invasión a Brasilia no fue gratis y el sostenimiento de los campamentos tuvo recursos cuantiosos de empresarios de peso. Los financiadores también deben ir presos. Y por supuesto, Bolsonaro, sus hijos y los dirigentes de este clan fascista, que son los cabecillas de este atentado contra la democracia.

El problema viene de raíz: Bolsonaro jamás debería haber sido candidato a la presidencia ni haber ocupado cargos de elección popular. Sencillamente, porque añora y reivindica las dictaduras y el golpe de 1964. Una de las razones por las cuales la extrema derecha ha crecido de manera exponencial en Brasil (y en el mundo) es la normalización de estos discursos de odio y apologéticos del terrorismo de Estado.

Prohibido olvidar: durante el impeachment ilegal contra Dilma Rousseff en 2016, el entonces diputado Bolsonaro brindó su voto a “la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra”, el torturador de la expresidenta durante la dictadura militar (1964-1985). A su lado, su hijo Eduardo Bolsonaro imitaba con sus manos el gesto de una ametralladora disparando sobre la bancada del Partido de los Trabajadores (PT). Para ellos torturar y matar al enemigo es normal. Eso no tuvo sanción.

Tras el ataque, Lula verificó los daños ocasionados y se reunió con las autoridades del Congreso y el Tribunal Supremo. El mensaje es contundente: la democracia funciona, aquí estamos los tres poderes del Estado cumpliendo nuestros roles desde los lugares que los terroristas quisieron asaltar.

A diferencia de lo que ocurrió con Donald Trump, que será candidato en las próximas elecciones a pesar de alentar el asalto al Capitolio, Bolsonaro debe ser condenado por sus actos golpistas y ser declarado inelegible.

Frente a las invasiones bárbaras, más democracia; pero también todo el peso de la ley.