“Si preguntan quién soy,
qué llevo, a dónde voy,
soy de tierra santa.
Soy de donde nací,
donde voy a morir,
mi tierra santa.”
Hace una semana estábamos extasiados celebrando en las calles la Copa del Mundo, la tercera estrella para el fútbol argentino, y desde aquel instante entramos en un festival de emociones y felicidad que no se termina. Recién hoy pude sentarme a escribir algo, y quienes me conocen saben de mi pasión por el fútbol volcada en blogs (propios y ajenos), radios, redes y donde me dejen, y seguramente mucho de lo que lean en estos apuntes ya se haya dicho. También aviso que voy a ser autorreferencial, y debo serlo porque este Mundial lo vivimos entre todos, construimos colectivamente esta sensación maravillosa de felicidad que comenzó mucho tiempo antes; es como si de algún modo nos hubiéramos preparado para ganarlo. Lo hicimos con canciones (¿fue tal vez el Mundial más cantado de la historia? Wos, La Mosca, Trueno, Fito, La T y La M, solo algunas), con frases (“Elijo creer”), con cábalas, camisetas y banderas, con el documental Sean eternos para aumentar la manija en la previa, y también con el alma y con la piel. Y si algo podemos aportar sobre este gran Mundial que ganó la Argentina es nuestra propia mirada de un hito deportivo, histórico, pero también personal.
Llegué a este mundo el día que se jugaba la final del Mundial 70, el mismo domingo que Brasil ganaba su tercera copa y me gusta creer que tal vez por eso puedo recordar cada uno de esos eventos futboleros de frecuencia cuatrienal que fueron pasando. Aunque en rigor de verdad sea algo que nos pasa a muchos, yo incluso suelo relacionar el recuerdo de cosas puntuales, con algo más de precisión, porque sucedieron el año de tal o cual Copa del Mundo, o la energía con momentos como mi casamiento durante Francia 98, mi separación y comienzo de nueva relación en Corea-Japón 2002, y así con muchas otras. La importancia de estos megaeventos mundiales –y nada más mega que el fútbol– que impactan de manera única en nuestras vidas es tan fuerte que hasta tiene lógica que se intente aprovechar o moldear sus efectos en busca de llevar agua para nuestros molinos.
Y en ese sentido hubo en Qatar 2022 mucha tela para cortar: desde periodistas panqueques hasta un expresidente como Macri que, por su función en la Fundación FIFA, buscó sin éxito una puesta en escena mundialista, una cercanía con el equipo en medio del paisaje qatarí, pero terminó casi absurdamente envuelto en una polémica con usuarios de redes por chistes sobre su supuesta capacidad de mufar a la selección y declaraciones mediáticas en torno a la superioridad de cierta raza. El seleccionado estaba fuerte en sus objetivos y como equipo no iba a ser botín de nadie. Algo de esto tal vez pudo pesar en las decisiones en torno a los festejos el día de su llegada al país, y hasta puede ser entendible. Por último, su relación con el periodismo deportivo vernáculo estaba ya en crisis desde la Copa América 2021, pero con la aparición de nuevos formatos de comunicación, que se dieron cita como nunca en la experiencia qatarí, sufrió una suerte de golpe mortal y con final anunciado. La prensa y la selección ya venían de varios desencuentros desde que Scaloni tomó, a fines de 2018, primero el interinato y luego la dirección técnica oficial. Y ni los éxitos en el certamen continental y la Finalíssima contra Italia aplacaron algunas críticas.
Aunque hubo algo que ya había cambiado sustancialmente: la relación del equipo nacional con el público. La gente sí había comenzado a creer en este grupo y a sentirse identificada con la Scaloneta. La derrota en el partido contra Arabia en el debut en Qatar fue una demostración contundente de ese pacto silencioso, aunque no tanto si se observaba la relación entre jugadores e hinchas en redes sociales. Hubo tristeza, pero no decepción ni agresiones como en Rusia 2018. La confianza se mantenía: hubo nervios en el segundo partido definitorio con México –siempre los hay–, pero no dudas acerca de la capacidad de revertir situaciones. De allí en más, el camino fue todo cuesta arriba, clasificación, más triunfos y el final inmejorable: Campeones del Mundo.
Campeones del Mundo de nuevo por cuatro años y hasta el próximo Mundial. No alcanzan los abrazos, las risas ni las lágrimas para celebrar, pero hay algo que colisiona y hace ruido con toda esta alegría indescriptible que estamos viviendo desde el domingo, eso que algunos vienen repitiendo hace un tiempo en redes y algunos medios, esas dos palabras tan irónicas como lapidarias: “país inviable”. La épica de la Scaloneta hizo implosionar esa muletilla cargada de negatividad, y ahora, por más que la usen o intenten usarla, no pueden darle a la sentencia el mismo efecto inmediato, al menos no en estos días. Con esto no quiero decir que todo está bien, ni que la Copa y Messi solucionan nuestros problemas. Creo, sin embargo, que lo que nos pasó y lo que estamos viviendo colectivamente –casi seis millones de personas en las calles y autopistas para celebrar algo que nunca había pasado en la historia ni en el mundo– es algo tan grande y trascendente que tal vez estén apareciendo nuevas experiencias y viabilidades alternativas, no desde algo ideológico, sino más bien comunitario. Porque podemos ver que parece fácil conducir el odio y la bronca contra un supuesto enemigo, pero, como me dijo una amiga en estos días, ¿quién puede conducir tanto amor? No sé si se puede, pero tal vez de eso se trata nomás por ahora, de respondernos de a poco y sinceramente algunas preguntas y también de seguir preguntando.
Antes de terminar –y de nuevo disculpas por la autorreferencia, inevitable en estos días–, solo una cosa corregiría de este guion casi perfecto del campeón mundial y de la final soñada: que no haya podido vivirlo mi viejo. El mismo que celebró su primer día del padre aquel domingo de la final del 21 de junio de 1970, el que me llevó de su mano a celebrar el Mundial 78 y el que nos compró en cuotas la TV color para ver México 86, porque nos decía convencido que íbamos a ser campeones de nuevo.