La desaparición forzada de personas es parte de la materialidad represiva de la última dictadura militar y ha dejado un reguero de ausencias que, por izquierda y derecha, aun se debaten en ignominias numéricas o en las razones del genocidio perpetrado; mas estos debates no permiten ver las formas actuales del delito en cuestión. Este crimen ha sido incorporado como hecho punible en nuestro código penal desde el año 2011, y la tipificación no fue producto de su comisión masiva en dictadura, sino resultado de una condena internacional por la desaparición forzada de Iván Torres, un joven mapuche detenido por la policía del Chubut en 2003 y que aún continúa desaparecido. Luego de años de investigación familiar, y demostrada en todas las instancias la participación de funcionarios estatales en el hecho, la Corte Interamericana de Derechos Humanos obligó al Estado argentino a investigar y dar cuenta del caso, ajustando las leyes nacionales a pactos internacionales sobre el tema.
Vale una aclaración: la desaparición forzada no es un secuestro común; es la privación ilegítima de la libertad de una persona en la que interviene el Estado o particulares con su ayuda y acuerdo. Con un agravante: los responsables de la desaparición niegan sistemáticamente el hecho o generan pruebas falsas sobre el destino de la víctima. Nos encontramos así ante un delito complejo, pluriofensivo, que implica varios delitos en concurso ideal y que solo es posible con la intervención o anuencia del Estado para su perpetración. No hay forma de cometer una desaparición forzada sin la potestad genuina de la violencia que alimenta cualquier trama burocrática.
La novedad penal agregó que este hecho aberrante no constituye un delito de lesa humanidad. Esto implica que no hay que demostrar un plan sistemático de exterminio hacia una parte de la población para llamar a las cosas por su nombre: cuando una persona es privada de su libertad por el Estado y este niega su paradero, es desaparición forzada; y si la víctima aparece –viva o muerta– la figura no se borra. La diferencia es notable respecto de los crímenes de la dictadura, pues luego del juicio a las juntas militares (conocida como “causa 13/84”) quedó demostrado el plan criminal de aniquilación sobre un sector de la población, y todos los delitos cometidos en aquel período son considerados de lesa humanidad por formar parte de la matanza organizada.
Sin embargo, y a pesar de los avances penales sobre las formas de nombrar el delito, la desaparición forzada en democracia sigue siendo inaudible para gran parte de la sociedad y para los partidos políticos en general, que no la tienen en cuenta en sus proclamas, ni en sus discursos o sus plataformas coyunturales. Desde diciembre de 1983 a la fecha, son casi 200 los casos en Argentina, todos ellos con intervención de agencias civiles y/o armadas. Represiones, razias, detenciones arbitrarias en la vía pública, “demorados” por averiguación de antecedentes son algunas de las situaciones que han precedido a la desaparición. Y luego más: hospitales que no dan cuenta de un torturado, morgues que no informan sobre un cuerpo y lo transforman en NN para la “ficha cadáver” o fiscalías que no cruzan datos y siguen pistas falsas aportadas por los perpetradores. Por último, cementerios municipales que arrojan al NN a una tumba sin nombre y luego lo pasan a un osario común con decenas de cuerpos, donde se pierde casi todo rastro forense y genético. La violenta trama en estado puro y de curso legal.
Como corolario, y en un novedoso giro lingüístico negacionista, el Estado ha creado en 2016 el SIFEBU, Sistema Federal de Búsqueda de personas “desaparecidas y extraviadas”, como si fuera la misma condición ser secuestrado que perderse. Allí figuran algunos de los desaparecidos por agencias estatales, junto con pobres y desamparados extraviados por sus propias debilidades. Y no se ha elaborado aún un protocolo que cruce esta lista con la de cuerpos encontrados y que nadie reclama de forma inmediata, destinados con el tiempo a perderse en necrópolis públicas.
La disciplina de los cuerpos
Dos debates generales quieren dar cuenta en la actualidad de estos casos. Hay quienes sostienen que se trata de un “nuevo plan sistemático” por parte del Estado para disciplinar a pobres y descarriados, escarmentando a los vivos con el miedo a la desaparición y la muerte. Otros, algo más sofisticados, sostienen que estos casos responden a la violencia institucional de las fuerzas de seguridad y otras agencias estatales, y que esto no permite democratizar los mecanismos burocráticos del Estado. Como elemento ordenador de ambas hipótesis, un núcleo duro del discurso institucional sería “racista” o discriminatorio y actuaría como elemento ordenador y amalgama entre los perpetradores.
Respecto del primer punto, un plan criminal solo puede ser ejecutado con una misma gestión, en un breve lapso de tiempo, y sin cambios abruptos en las formas de la acción. En nuestro caso, casi cuatro décadas de democracia alternaron generaciones de funcionarios, variados gobiernos y signos políticos, e incluso los discursos humanitarios han tenido sus primaveras y otoños. Sin embargo, el número de desaparecidos por gestión y por año casi no se ha alterado.
En relación con el segundo punto, podemos acordar que todas las instituciones son legalmente violentas, pues es su potestad asegurar el cumplimiento (so pena de sanción) de las reglas escritas dentro de cada una. Una cárcel, un hospital, una oficina pública o privada, todas ejercen violencia simbólica y material para que el lugar funcione: desde la amenaza de despido a la sanción disciplinaria, se mantiene un acuerdo tácito y escrito jerarquizado en jefes y subalternos. Por lo tanto, hablar de violencia institucional sería una redundancia.
Una hipótesis propia con el estudio de casos nos dice otra cosa: que el delito en cuestión –la desaparición forzada– y todos los delitos conexos (esconder el cuerpo, borrar otras pruebas, alterar documentos en comisarías, hospitales y morgues, negar información, etc.) responden a formas de disciplina interna, dentro de cada institución para asegurar su funcionamiento, y no como una pedagogía hacia afuera para domeñar a pobres y rebeldes, desamparados y humildes. Sosteniendo que la violencia institucional es necesaria para que cualquier concentración de personas cumpla su función, aparece una línea maleable y compleja hacia el interior del lugar concentracionario: el límite entre violencia y delito. Una línea que se vuelve difusa, espuria y a la vez funcional y determinante para la acción de una u otra variable (o de ambas a la vez).
Acercando la lupa al límite, descubriríamos que funcionan infinidad de acciones cotidianas de los cuerpos, que interactúan violentamente entre ellos en la concentración y que se obligan a actos diarios en los que quedan borradas las formas de actuar entre lo legal y lo ilegal. ¿Por qué? Pues las instituciones están compuestas de alguna ilegalidad originaria en su plano cúspide y deben sostener un correlato en su plano microscópico cotidiano. Si un juez o un fiscal son elegidos en concursos arreglados, con padrinazgo político de turno (y todos sus subalternos lo saben), la línea entre lo legal y lo ilegal se borrará en la marcha circular del juzgado, pues hay un “pecado original” que permite displicencias. Si una fuerza de seguridad es dirigida por un pupilo del poder de turno y recauda con la permisividad del delito, los subalternos lo saben, y esto permitiría en la diaria cometer actos legales e ilegales como disciplina corporal del funcionamiento colectivo. Estos actos mínimos del cuerpo individual están originariamente mermados por el cuerpo colectivo en su conformación burocrática, que habilita formas de actuación que entrena a los cuerpos para casos rancios de violación de las normas escritas, pues hay plafón para ello. La línea la borran los cuerpos en acción, en instituciones que se acomodan al ritmo monetario y político de la hora, sin importar los difusos programas partidarios de ese ritmo. Esto explicaría, en parte, la dinámica cada vez más sofisticada, pero repetida, de las formas de desaparición (y sus otros delitos) transmitidas de generación en generación.
A la par, son tan precarias las formas de control civil sobre las instituciones –públicas o privadas, ya no importa, pues no pueden permitirse abusos ni en una comisaría ni en un hospital, pero tampoco en una fábrica o en un comercio, y sin embargo suceden–, y a la vez son tan necesarias estas instituciones para el funcionamiento de una sociedad, que, ante el borramiento de esa línea en lo inmediato, la reacción del cuerpo vivo disciplinado es esconder la falta y seguir funcionando. Si la línea entre violencia y delito no puede sostenerse por la propia acción de cada agencia (por ejemplo, la misma institución que toma una denuncia por robo es la que recauda de ese robo; o la institución que recibe a una familia que busca a un familiar es la misma que sigue pistas falsas aportadas por los perpetradores), la reacción del cuerpo no puede ser otra que la obediencia disciplinar para continuar el curso burocrático y circular de la trama. El caso de Lucas González, asesinado por policías de la Ciudad de Buenos Aires, nos mostró la reacción instantánea e inmediata de armar un teatro de operaciones falso ante el delito cometido, mucho antes de pensar si se haría pública la verdad, y coordinando acciones comunes rápidas y conocidas –plantar un arma, modular a la central sobre un enfrentamiento, detener y encerrar a los vivos, fraguar informes–, todo sobre el cuerpo aún caliente del joven asesinado. Nos encontramos así ante una cotidianeidad más compleja que el mero plan criminal del Estado o la violencia institucional como único relato; nos enfrentamos en espejo al funcionamiento de cada institución donde la violencia funcional necesaria limita pobremente con la comisión de delitos y abusos. Desde un ascenso por acomodo hasta un informe fraguado o un asesinato, son formas ilegales que permite esa potestad de violencia genuina dentro de la red constitutiva del ordenamiento burocrático.
Merece una mención aparte –y mucho más extensa que estas escasas líneas– el componente discriminatorio que actuaría en cada delito. El núcleo duro de ese discurso existe, está y vaya si es real. Pensemos cómo es tratado un pobre en un hospital, en una fiscalía o en una universidad. En estos casos, un escritorio y un funcionario que diga “no” alcanzan para deshacerse simbólicamente del desahuciado, pues, en el marco general del lugar que ocupan, estas instituciones no tienen permitido matar. Donde esa posibilidad existe, aparecen los más expuestos, los vulnerables. No sería ya una elección discriminatoria o racial, sino la posibilidad que presenta esa vulnerabilidad. El componente racial es el texto, no el pretexto, donde violencia y delito conviven sin solución de continuidad.