La institución del recuerdo contra el olvido de cada 24 de marzo es una gestualidad política mutable, que varió de acuerdo a las necesidades de quienes la impulsaron en los últimos cuarenta años. En la posdictadura fue recurso de los organismos de DDHH y de la izquierda partidaria para enfrentar los intentos de impunidad del “partido militar” –como se denominó a la potencia discursiva y material de unas FFAA amenazantes si no se atendían sus reclamos–. Este último, actor político-militar de relevancia para entender la confrontación de esos años, también fue parte de la construcción de la memoria por oposición y se expresó con fuerza a través de sublevaciones golpistas y profundamente antidemocráticas, muy a pesar de lo que sostienen los sediciosos de entonces cada vez que recuerdan sus delitos. Pero el gesto político de la memoria desde los organismos de DDHH fue también contra una parte de la sociedad, tal vez mayoritaria, que pretendía no un manto de olvido, sino más bien un perdón general para terminar con el tema y cerrar así “la violencia política de los 70”; violencia leída en clave amplia por sectores de la política que, sobre la idea de “pacificación”, llegaron a proponer un plebiscito para definir el tema.

La memoria de cada marzo no fue estatal en esos comienzos democráticos, pues la reacción institucional acompasada por sublevaciones castrenses fue un ensayo y puesta en práctica de la impunidad en cuotas en los aciagos 1986-1991: impunidad que comenzó con leyes del Congreso de la Nación (Punto Final y Obediencia Debida) y terminó con decretos presidenciales terminales para el tema (Indultos). Pero es dable pensar que esos espacios del perdón fueron una compensación al acto único a nivel mundial de juzgar a una dictadura –Juicio a las Juntas Militares– apenas terminado el terror; y, a la vez, fueron acordes a la reacción que vio con desánimo el crecimiento de la memoria y no su degradación al olvido, pues, como dijimos, el “partido militar” era tan real como su amenaza.

Durante la década del 90, los marzos de memoria dividieron aguas en los organismos de DDHH, que ya existían, pero, ante la impunidad y contrariamente a lo esperado, se relajaron y cristalizaron; y también en la izquierda, que se desgranó en sectores progresistas más afines a la pelea partidaria que memorística, pasando esta última a formar parte de un relato repetido que generó varios actos en cada aniversario del golpe. La realidad estatizada de una impunidad que parecía eterna coincidió con la presencia unilateral de un partido gobernando diez años y medio con pocas fisuras y mucha demanda ética por parte del progresismo local. Hubo que reconstruir la agenda de los DDHH, borrada lentamente por esquemas de precarización social que lastimaban mucho más que la memoria accidentada de los años recientes. Fue un mérito de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo construir un recambio generacional de la memoria en la calle, con jóvenes ingresados a la política y a la militancia mas barrial que discursiva, ante un gobierno que supo amenazar con la posibilidad de “nuevas madres de Plaza de Mayo” si continuaban las protestas sociales y que dominó la escena política proponiendo inflación cero con dos dígitos de desocupación y varios más de pobreza lentamente estructural. Combinar la memoria del horror con un país que pasa hambre también dividió las definiciones de la hora sobre qué significaban los DDHH: ¿eran una reivindicación de la vida ante la desaparición, o también incluían el derecho a comer? Aquí las aguas nunca se mezclaron del todo, pues las experiencias traumáticas de genocidio en las sociedades, por lo general, atan el discurso de los DDHH a esas víctimas del horror y no a las víctimas económicas cotidianas de la calle.

Pero una expresión más dramática del derrotero económico de la década se plasmó en otro recuerdo cercano: un gobierno democrático terminaba su mandato anticipadamente, asesinando a 39 ciudadanos en un caluroso diciembre de 2001. La escalada de violencia estatal continuó y el mismo Estado dio cuenta de la deuda, aunando quizás por primera vez en términos de memoria, horror y economía como ríos de un mismo caudal. Lentamente, el discurso de los derechos humanos atravesó capas políticas geológicas, que comprendieron como nadie que había una acumulación de dos décadas de lucha que podía unificar criterios para reconstruir algo sobre los escombros del desastre. A partir de aquí, fue tan extraño como auspicioso ver al Estado encabezar los gestos de memoria política del 24 de marzo, junto a quienes estuvieron en las calles con el mismo reclamo durante veinte años recibiendo balas en lugar de abrazos.

Hoy, pasadas dos décadas de este positivo cambio institucional, y a sabiendas de que Madres y Abuelas dejan un legado para la discordia –como toda herencia–, la agenda de los DDHH es otra vez difusa y su memoria, un riesgo, ya que el calendario estatal se divide entre quienes pretenden solo recordar a las víctimas de la dictadura y quienes atan ese recuerdo a necesidades político-partidarias de coyuntura, muchas veces desmereciendo el lugar de las víctimas del terror. No es algo que no haya sucedido antes de esta nueva gestualidad; simplemente que, si en otros momentos el hecho de qué querían los desaparecidos y por qué lucharon era debate de los organismos y sus seguidores, cuando lo hace el Estado se cristaliza en memorias menos vivas y mas atadas a los “idus de marzo”.

Por otro lado, la situación es un desafío que contiene una necesidad: hacer una nueva pedagogía de la memoria que no se estanque en la infinidad de actos en los que el Estado, de forma sin precedentes en la historia, recuerda marzo. Ya no se puede hablar como lo hacíamos en los 80 o los 90 del siglo pasado, ni tampoco en los comienzos de este siglo. Ahora debemos escuchar y hablar con jóvenes que sienten a la dictadura de la desaparición de personas como parte de la prehistoria; y muchas veces los discursos militantes, tanto de algunos sectores políticos populares como del Estado, no están a la altura de los desaparecidos y su presente ausencia. Como sostenía el poeta cubano Santiago Feliú –sobre su anquilosada revolución–: “no basta demostrar con arte puro / y lleno de sinceridad. / Demora tanto ver dónde está la verdad: / los bueyes con que aramos se deben cambiar, / los bueyes con que aramos tienen hijos ya”.