No hay nadie sentado, la mesa familiar,
antes de guardar los platos secos abrazo la loza contra mí,
como si así Dios pudiera entender la desazón.

1

Durante las travesías o las tormentas, durante los litigios o la fatalidad, comprender implica una fuerza modesta y cautelosa, casi muda. Las armas discursivas deben rendirse, bajarse, antes de que terminen aboliendo el único centro de sentido que nuclea el capital simbólico de lo común. ¿Conservador? Sí. Y en dos sentidos. Al tiempo que hay que evitar el drenaje de la fuerza, también hay que someterla a un rápido balance sobre el estado de esa reserva moral construida en términos particulares ya que de allí se sostiene nuestra historia.

Otra vez estamos Ana y yo en la cocina de su casa. Nunca supimos bien qué hacer ni que decirnos en las derrotas, pero siempre cumplimos el rito. Primero por teléfono, “tenemos que vernos” “ay, boluda” “¿qué hacer?”; después el encuentro: la constatación de las miradas. No importa lo que digamos, en realidad; lo que sucede en esa cocina –que otras veces fue mi patio, que otras veces fue su techo– es que no se habla como habla alguien que quiere ser entendido, sino que los signos operan solamente para enlazarse con las miradas como si quisieran resguardarse en un compromiso, como si ante el horror necesitaran ingerirse mutuamente. La mirada de Ana tan desesperada como la mía es agarre mientras nos balanceamos. No hay otro saber en este sostén material de su mirada que la dedicación de años a esta lucha rodeada de vacío; y a mí me alcanza.

2

También, mientras se sostiene el equilibrio en ese vaivén imprevisible, debe comprenderse que tanto la dinámica vertical como la horizontal de lo que se mueve  –o de las decisiones que se toman para que la nave, la cosa o la energía se mueva– se obturan durante este tipo de acontecimiento crítico, ya que, como bien expresó alguna vez Eduardo Duhalde, “en una crisis (como en una derrota) todos tienen razón”, de lo que podría deducirse que la idea de alineamiento carece de sustento.

Sin embargo, en el umbral de las derrotas existen algunos compañeros que saben cómo proceder. Son como esa gente que ante un accidente o el imprevisto de la tragedia empiezan a hacer los trámites, los llamados familiares, ponen el agua para el café, preparan la casa, algo rápido de comer por las dudas, el auto a disposición para buscar lo que falte. Hay dentro de nuestra fuerza muchos más de esos compañeros que los que uno cree. Obviamente no disputan visibilidad, los alinea el laburo concreto y material de evitar que la nave se desplome o entremos todos en la desidia. Una mañana de estos días que pasaron después de las PASO voy en subte y siento el murmullo de toda esa actividad. Por suerte estoy yendo a trabajar.

3

Todo lo que no esté dentro de esa comprensión del sentir y del hacer es un lujo particular o vanidad de lengua periodística. Como decía Sebastián, un amigo que hace años no veo, la retórica de la agitación y la necesidad como la del cinismo, el rigor de “la verdad particular” durante la crisis despojan de intensidad a LA VERDAD colectiva.

Nada de lo que leo, veo o escucho en términos de “opinión” construye un sentido por fuera del dispositivo de la propia tormenta. Todos cinturean, se desmarcan, se abochornan o la sobran, ¡ya sabían! Como escribía Benjamin citando al capitán del Bellver, barco que lo llevó a Ibiza: “A través de los periódicos uno no puede enterarse de nada. La gente quiere aclararle a uno todo” y quedamos en la más cruel de las desdichas. El periodismo hace mucho tiempo que solo cena con el periodismo, pienso. A lo sumo entra a algún quincho político para husmear un poco y luego sonreír sarcásticamente para ahorrarnos las explicaciones. Y sí, les gusta estar entre ellos, confirmarse. Por eso, la nota del jueves de Eduardo Blaustein es un alivio. No lo digo desde ese lugar simplón de “el tipo banca”; adhiero obviamente a la coherencia, pero más me cierra esa forma de ofrecer lo que sucede en seco y enfrentándose de lleno con esa vanidad del periodismo porteño que –como en el 83 o en 2001– garantiza superficialidad y pérdida en términos históricos.

4

Los peligros de no tener una orgánica de discusión seguida de decisiones consensuadas en todos los órdenes del proceso político se sintieron en cuero. Esas decisiones en la estrategia de nuestro movimiento que deberían haber despuntado ni bien logrado el acuerdo que constituyó al Frente de Todos no fueron algo que nos pareció urgente, y volvimos a quedar mirando el espectáculo de la política profesional mientras los cuerpos organizativos se aislaban de la pandemia tanto como de la estrategia y de la definición. No haberle temido a lo vertical es parte de nuestro ADN, por supuesto. Casi un orgullo nacional saber enmarcarnos, porque depositar en la dirigencia nos sirve incluso también para tener un chivo expiatorio al que culpar. Y bueno, hasta los apóstoles se encerraron con miedo sin saber que hacer después del día del Hijo del Hombre.

El desánimo general no solamente se articula con un momento del capital en su más embravecido dominio, sino con una situación traumática y subjetiva, donde todo impacta en términos de motivación psicológica pospandémica. Ahora, es tan injusta la no distinción entre militancia y funcionariado, entre el movimiento popular y el ejercicio del poder en el Estado. Entre el silencio cauteloso de los remeros y el desparpajo espectacular de los que debieran proteger la fuerza, cómo tragarse el chivo expiatorio de Alberto Fernández, como me advirtió Gabriela. “Donde esté el cuerpo, allí se juntarán los buitres”, respondió Jesús cuando le preguntaron dónde sucedería el final… que en realidad era el comienzo.

5

Dadas las cosas, el domingo nos encuentra sin capacidad de ordenar ni de obedecer. Cada uno elegirá de acuerdo a su vida o de acuerdo a su entrega. Cada quien realizará el ejercicio de memoria sobre la justicia, pero también revisará el tipo de compromiso que asume ante la construcción de un mundo.

¿Cómo juntar el alimento para continuar en este viaje? Si verdaderamente toda crisis es una oportunidad, el tiempo que pasó desde que perdimos lo aproveché para volver a ingerir algo. No solamente encontré bocado, encontré trago en el criterio en mis compañeros –como si la administración de lo ingerido en un pasado colectivamente operase de forma residual en el cuerpo político del que formo parte. También se volvió importante el acento de la mesura en lo que consumimos con sus ojos u oídos y el cuidado en las palabras que emitimos de nuestra boca, más durante las tormentas.

Todavía puedo rememorar la decisión que tomé respecto a algunas opciones de vida, con eso voy a votar. Me alcanza. Sin desánimo ni ansiedad. Una vez alguien me explicó que esas decisiones concluyentes –esas que no tiene grises ni tercera posición– se fundan más sobre recordar un pasado olvidado que sobre un pasado recordado. Porque lo olvidado es aquello que se olvida por causas que se encuentran en el presente y refieren a las condiciones de injusticia. Pura entrega, digo yo, para actualizar la significación de nuestra fuerza. Rememorar. Aunque se desvivan en hacerlo olvidar, el peronismo es en nuestro país el punto de partida de una discusión sobre la injusticia, lo que hace posible una y otra vez sostener nuestra práctica política en el presente.

Estamos en viaje.