En Restos Pampeanos, Horacio González recupera la frase de John William Cooke “el peronismo es el hecho maldito de la política del país burgués” porque entiende que reposa allí una ética, una filosofía de la historia. El hecho maldito era una dialéctica trunca por la cual se desarreglaban los trazados de la ley y se impedía que se constituya el Orden, pero que no alcanzaba para superarlo. Dejaba a la realidad en estado de desesperación e inmanencia. Dice González que Cooke mostraba con este concepto que no era (como Scalabrini o Jauretche) un intelectual de la nación o del proyecto estatal; porque es el intelectual del exilio y la resistencia, es un intelectual desestatizado y sin lengua específica. En esa relación compleja que siempre se plantea en la política popular entre la institucionalidad del Estado y su base social, se constituye una experiencia profundamente democratizadora para la política popular: politiza cuando encarna un pensamiento abierto, plural, acorde a la magnitud de lo que se propone, cuando discute la autonomía de lo político y, por lo tanto, a la vez, siempre se muestra algo deficitaria en lo democrático-institucional. En una lectura sobre el estallido del 2001, decía Nicolás Casullo que ese acontecimiento fue la evidencia de que la sociedad, cada vez más, hacía política –se rehacía políticamente– ahí donde lograba que la vieja y consuetudinaria política institucionalizada no pudiera seguir despolitizando a los sujetos. Podemos volver a leer, quizá, en la reacción social electoral no una despolitización sino una forma de politización desinstitucionalizada en este mismo sentido. La política nace entonces desde bases fragmentadas, a partir de la revelación –antes que todo– de su propia nada a superar. El acontecimiento diario de “los que no se sienten representados” por la política establecida es la condición para el regreso de la subjetividad política en acto: aunque, a veces, también en hartazgo.
Si lo popular es heterogéneo y no puede leerse sin todas sus resistencias, nuevas orgánicas, lenguajes, tópicos, formas de politización, que necesitan ser incluidas en cualquier recomposición política que se intente, esta recomposición (como la que se inició pos 2003 o con el armado electoral del Frente de Todos) debe –para poder ser eficaz– no solo contar con una comprensión sensible sobre la tristeza, el hartazgo, el desencanto que se vivieron los últimos dos años, sino acerca de todos los procesos sobre los que nuestro pueblo se ampara contra las democracias paralizadas frente al mercado, las “novedades” de derechas sin partidos, los mundos simbólicos administrados por el mercado mediático que sigue cancelando las identidades políticas populares, el nuevo conservadurismo excluidor cargado de patologías y racismos. Una posibilidad de invención que contenemos en nuestras propias formas de discutir lo político.
Sobre la operación de unidad, el Frente de Todos capitalizó algo del seno profundo de lo comunitario nacional, de su tejido de discrepancias invisibles, de colisiones efectivas sin nombre, también de nuevas gramáticas, conceptos, estéticas, que buscan imponer una reflexión sobre qué es lo que puede ser deseable en una sociedad, sobre la necesidad de definir un piso de discusión sobre las prácticas concretas y reales, que articula un lenguaje valorable independientemente de su visibilidad masiva. Será necesario refugiarse sobre esa operación como un compromiso, una interpelación activa para ensayar otra entrada en escena de ese colectivo que necesita volver a estar representado. A contramano, son flacas las opciones hacia los más “nuestros”, los peronómetros, los purismos, la lógica de bando. Siempre se sale por arriba y con amplitud hacia los procesos de subjetivación política, con delegación de responsabilidades, autonomías y confianza sobre sus criterios de fecundación de la política. Las salidas chicas son salvaguarda de los mediocres de palacio, de los sobrevivientes de la institucionalidad vacía –de todo orden: del Estado y también de las organizaciones populares medianas, grandes y chicas–, de las fantasías zoquetas. Las elecciones fueron, en parte, la puesta en escena de una sociedad destemplada luego de un proceso de duelo desarticulador y doloroso como el que transitamos por la pandemia, pero trajeron también un profundo cuestionamiento a la democracia como orden democrático vacuo y formal. La operación política debería ser la de hacer realidad la vuelta de lo popular a la política para que pueda ser una corriente de revitalización que se alce contra las domesticaciones sociales de diseño neoliberal y también pueda poner en jaque el juego de políticas adormecidas institucionalmente, incluso las propias.
Hay formas de adoptar una responsabilidad con las memorias bajo las cuales se eligen qué prácticas se recomponen, qué se sostiene más allá de su superficie enunciativa. En esta sintonía estuvieron todos los referentes de organizaciones gremiales, sociales, territoriales, los militantes de los viejos y los nuevos victimizados de la historia. Quizá porque se construyen cotidianamente bajo la certeza de que los derechos se adquieren no por las condiciones materiales sino por los grados de libertad para comprenderlos y por la construcción de una situación política –profunda y radicalmente política– que permita habitarlos bajo una idea del bien acompañada de afectividad y expresarlos como contrapeso vital. Es importante este gesto, porque nos recuerda que las escenas históricas no están vacías, aunque a veces pareciera que el silencio y la soledad abruman. Hay ecos del tiempo, y lo fantasmal siempre es una reiteración. Una mitología sobreimpresa, debajo de la escritura que olvida y sepulta. Las huellas están y deben servir para estructurar la memoria y la acción del presente. Sería interesante encontrar una forma más regular y persistente de que puedan reingresar y permanecer en la discusión todas las partes de representación de comunidad que componen el armado político cuyo mayor don es hacer aparecer lo irreductible de la justicia. Una forma de que la historia –maltratada bajo un gesto que aspira a tumbarla para siempre– con su fuerza, su voluntad de memoria, su insistencia sobre identidades perdidas, su “anacrónica” demanda a un imaginario, pueda volver a invocar a esa región de pueblo que parece ausencia pero que está y que sigue demostrando que lo real también es esa composición de un conjunto de militancias y de prácticas populares concretas y cotidianas.