Acabo de ver desde un colectivo dos afiches de esos gigantes para las elecciones. Uno es el de Tolosa Paz con Daniel Gollán, y está vandalizado. En la cara de la candidata dice “chorra”, en la de su compañero de fórmula, “asesino”. El otro está ileso y es el de Héctor Jaime y Azul Prado, candidatos a diputados nacionales por el Frente Patriota encabezado por Alejandro Biondini. Paradójico. Evidentemente, las inscripciones sobre las caras de los candidatos del peronismo son, como decía Horacio Fiebelkorn hace unos días, parte de esta suerte de abuso psicológico y manipulación de los datos concretos para que el electorado ponga en duda su percepción acerca de ambos compañeros. La “chorra” es Victoria, presidenta del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales que ha trabajado contra el hambre luego de la debacle macrista, y el “asesino” es Daniel, militante peronista secuestrado y torturado por la dictadura militar, que fue pieza central en la ingeniería de Axel Kicillof para luchar por las vidas contra el COVID durante el último año y medio. Más paradójico.

El bondi sigue su curso y veo a los chicos entrar al Mariano Acosta. Me acuerdo que cuando estaba en segundo o tercer año del nacional en Lomas a uno de mis compañeros le encontraron en la cartuchera dibujada una esvástica y, si bien comprendí las sanciones que le dieron, tuve tanta angustia cuando lo vi salir de la división con la cabeza gacha que todavía me apena recordarlo. Sobrevive en mi esa capacidad compasiva. No tiene parecido con la lástima, ni con el desprecio. Casi no encuentro en el raid mental el término expresivo que le haga justicia. Remite más bien a una mueca muda y honda, a algo que se ubica entre mi boca y mi corazón, que empieza como pena, pero sedimenta como bendición.

Prefiero quedar flotando en esa sensación, antes que sacar los expedientes del fascismo y volver a casa a escribir sobre esta supuesta primavera neonazi. No es una cuestión de vanidad; lo que leí en estos días sobre la consolidación de expresiones de ultraderecha me dejó gusto a novedad espectacular, a desconcierto acomodaticio ante esa juventud “tan vital como indescifrable” a cuarenta y cinco años de un genocidio. Tampoco es gesto irónico ante las producciones que terminan haciendo de la crítica una reconstrucción en espejo del mismo desprecio que la derecha proyectó históricamente hacia todo lo diferente, empezando por el peronismo.

Será el deseo de que la espiral comience a girar al revés, y que el desgaste y perversión a la que nos sometió el macrismo y la máquina mediática antes y durante la pandemia no se transforme en reacción. Un intento de no banalizar lo que vamos a decir y a quienes vamos a apuntar en esta campaña aún pandémica. Como no se cansa de decir mi amigo Néstor Borri, las trampas declamativas de nuestros actos de fe están a la vuelta de la esquina, y es “el recuerdo, el seguimiento, la lealtad, la apuesta sin garantías a cualquiera de las formas del abrazo la que nos inventa”, más que las seguridades pronunciadas.

Ya en casa busco una frase de la encíclica Fratelli tutti que Francisco comunicó durante la pandemia. “Detrás del rechazo de determinadas formas visibles de violencia, suele esconderse otra violencia más solapada: la de quienes desprecian al diferente, sobre todo cuando sus reclamos perjudican de algún modo los propios intereses”, resuena, como en la lluvia, y alerta sobre pretender construir nuestra historia separados o por encima de la de los demás. En ese sentido, no son mis compañeros los que banalizan ni vandalizan carteles del fascismo, y esa es la cuestión. Pareciéramos haber comprendido un límite, lo que para mí no es poco. Nuestra construcción política transita la salida de esta pandemia asumiendo a esta Patria con todo adentro, y no declina de esa verdad, aunque varios de los “profesionales de la política” que también son parte aún no puedan estar a la altura. Mal que les pese a varios analistas políticos, la más amplia mayoría de nuestro movimiento se ha encauzado en otra nueva experiencia que no viene a declarar juramento ni perjurio por más que tiren con un arsenal de provocaciones.

¿Otra vez vidrio? No. Acá no se come vidrio. Los que lucharon antes, como los que hoy trabajan para la unidad de este frente encabezado por el peronismo, los vencidos y los pibes, los candidatos y los fantasmas del linaje popular, los que dan la discusión en cada terreno, los que aman a este pueblo no mastican ni sapo ni vidrio. Solo han dejado en suspenso la ironía, han embebido de gravedad la cuestión y, al tiempo, están haciendo hábito esto de reconocer al otro el derecho de ser él mismo. ¿Qué otra fuerza está a esa altura de la democracia en Argentina? ¿Es que no tenemos nada para decir sobre el fascismo, es que no podemos distinguir y poner sobre superficie la figura de un torturado sobre la de un genocida? No, compañeros; nos sobra tela y tradición para eso. El tema es la cautela y el umbral de distinción que exige este momento, la paciencia con que recomponemos nuestra fuerza y las formas en que esos diálogos se instituyen. Los lugares y momentos que se eligen para dar las discusiones.

Pero antes de todo eso, la gracia de permitirnos sentir. Sentir para bancarse contradicciones, para tener compasión ante la necedad, la apatía y la desesperación. Madurez política es también gozar del acontecimiento peronista con desparpajo. Inteligencia popular es terminar de comprender que los nombres particulares –incluso el propio– son solo residuos lingüísticos dentro de nuestro inagotable movimiento histórico. Ser un cuadro es también salir del aula a ver cómo se siente el expulsado antes de que crezca el rumor y empiecen a tirar las piedras.