“El hombre está disfrazado; su historia es la historia de sus pretextos, de sus fingimientos”.
André Gide
En 1971 vio la luz la novela Being There del escritor polaco-estadounidense Jerzy Kosinski. Traducida como Desde el jardín, fue llevada a la pantalla en 1979 por Hal Ashby, con la actuación memorable de Peter Sellers en el papel del personaje principal, encarnando al jardinero Chance/“Chauncey Gardiner”.
Han pasado muchos años de aquella vez que vi la película en un viejo cine de La Plata. Sí recuerdo en compañía de quien la vi, nada más ni nada menos que con el querido y entrañable Pedro Arellano, compañero de la vida y de causa. Hacia él mi recuerdo afectuoso: seguramente desde algún lugar del universo estará iluminándonos como lo hizo en vida. El cine era una de sus debilidades y también el motivo perfecto para una comida y unos vinos que acompañaban la reflexión indispensable luego de cada oportunidad de compartir, entre otras cosas, una película.
Haciendo memoria, añorando a esos compañeros que no están, recupero impresiones, sensaciones, conceptos de aquel film maravilloso, una ficción increíble creada por Kosinski, pero aún más encarnada por Sellers. Siempre me ha pasado que no puedo escapar a la disrupción entre libro y film, cosa que no experimenté en este caso. Seguramente podrán hallarla en Netflix, desde ya una recomendable tarea.
Escapa al motivo de esta reflexión detallar el argumento de la historia; solo vale destacar al respecto que el personaje Chance, además de sus conocimientos de jardinería, se agota en lo que “ha visto”, lo que “ve” en la televisión, lo que no es óbice para transformarse, accidente de por medio, en un personaje que de la mañana a la noche se transforma también por accidente en una referencia conceptual hasta del presidente de los EE.UU.
Cómo apuntaba anteriormente, terminado el film uno se queda con la sensación de que esta aprehensión del “ver” solo eso, como fundamento de vivir, lejos de lo comprensivo, lejos de cualquier objeto de reflexión, es como una experiencia subjetiva por la cual el personaje no puede ver que, tras sus pensamientos y sus sentimientos, no puede percibir justamente su ser.
Hace horas escuché –como seguramente muchos lo han hecho–, no sin asombro y “mesaza” de por medio, a nuestro expresidente Macri despacharse con una más de sus “frases célebres”: “cerraba todo después de las 19 y me ponía a ver Netflix”. No fue necesario aclarar más, tampoco detallar qué miraba. Cada uno podrá especular con el contenido; en lo personal, se me ocurren algunas cosas que no vio: estoy seguro que no vio El acorazado Potemkin, ni tampoco Germinal de Émile Zola, así como no se le ocurriría ver La hora de los hornos del gran Pino.
Descorazonados deben estar sus adláteres y aduladores de turno: dado el huso horario de nuestras pampas, el expresidente no ha de haber visto a Lanata, ni a Feinmann ni a tantos otros abyectos que se babaeban frente a su jefe político. En mi caso, lo que me descorazona en particular es pensar que este personaje comandó los destinos de nuestra patria y que, por lo tanto, haya encarnado desde la primera magistratura el absurdo del personaje de ficción que retratara Sellers en la película de Ashby (la cual el personaje ahistórico en cuestión tampoco debe haber buscado o elegido jamás en sus profusos momentos de ocio). Lo trágico de esta ficción de aquella ficción es descubrir los dos rostros de una misma moneda: uno, el rostro brutal del desparpajo, aquel que supo mostrar en su acción como presidente; el otro, el rostro del pretexto como norma moral, que aun así recoge adeptos para su papel patético de referente de la política de estos tiempos.
Desde ambos extremos no hay dialéctica posible, sino una única síntesis, el eje de una única personalidad, signada por la abyección, y desde ahí su triste trascender, el pretexto permanente frente a su incapacidad y el fingimiento frente a su impotencia. Si el análisis partiera desde un punto individual, parecería aséptico; ahora, si se lo enfoca desde el punto de vista del cargo en el cual fue investido, no cabe duda del por qué estamos en el contexto actual.
Es evidentemente difícil que cualquier acción, necesaria o ineludible, para transformar esta realidad que angustia no se vea impregnada por tanto desgobierno y entrega. Pero si cualquier escenario condiciona e interpela, también genera oportunidades donde no caben pretextos ni fingimientos conocidos. Es la hora del pueblo, es la hora de no flaquear, de no transigir. “El que ha perdido el mundo, quiere ganar su propio mundo”, decía Friedrich Nietzsche. Ganemos el nuestro.