Qué difícil escribir sobre algo de lo que ya se ha escrito tanto o, aún más, de lo que ya se ha escrito todo.

Tenemos partida el alma desde el miércoles al mediodía, cuando comenzó a circular la noticia que no podíamos ni queríamos creer. Desde ese momento, y durante todo el jueves, en las distintas transmisiones televisivas y radiales hubo récord de periodistas y entrevistados que se quebraban al aire. Los acostumbrados al uso de la palabra yacían enmudecidos ante el dolor, ante la leyenda; lo inexplicable tomaba por asalto la lógica de una jornada sin lógica. Jorge Valdano, por nombrar a uno, entrevistado por la Televisión Española no pudo hablar: el llanto le cerró la garganta, como lo hizo con tantas otras personas increpadas por movileros en las calles. Con el correr de las horas y de la certeza, poco a poco el silencio fue tomando el protagonismo absoluto del ambiente, varios minutos de silencio, como los del fútbol, pero en continuado, como en loop, solo el vacío. Y también poco a poco las imágenes del mundo empezaban a llegar para terminar de moldear la despedida a la leyenda. Banderas, llantos, fotos, altares, murales en Italia, Francia, España, Brasil, Gran Bretaña, Cuba, Irlanda, Alemania, India, Bangladesh, China, Egipto y hasta Siria. Las tapas de los diarios con los mil rostros de Diego poblaban los cinco continentes y millones de tuits y posteos inundaron las redes sociales. Maradona, el gran mito universal, dejaba la terrenidad y el mundo daba cuenta de ello en cada foto, cada frase, cada titular, cada lágrima.

Diego Maradona fue para muchos de nosotros un sueño hecho realidad. El de millones de pibes y pibas del conurbano y de incontables conurbanos alrededor del mundo, esos que no tienen permitida la ilusión, que con él se atrevieron a soñar en grande y hoy lloran ante la intrépida muerte que los despertó y arrebató la quimera.

Un pibe que nació en una villa de la provincia de Buenos Aires y que desde allí llegó, casi sin escalas, a lo más alto que se podía llegar. Alguien a quien el poder siempre  intentó seducir ofreciéndole todo el oro del mundo; pero Diego, el pibe de Fiorito, nuestro dios plebeyo, aun estando en la cima y conociendo bien sus ventajas y beneficios siempre eligió el abrazo de los pobres. Siempre prefirió ser la voz de los sin voz.

Nunca olvidó sus orígenes. Solo a modo de detalle, su cuenta de Instagram, la del más grande de la historia, que jugó en Barcelona, Nápoles, Sevilla, que fue campeón del mundo, rezaba: “Maradona, Villa Fiorito”, así a secas. Siempre desafió a la autoridad, al poder y a los poderosos. Y no solo al poder del fútbol: se sumó también a luchas y a figuras políticas inconvenientes para el mainstream, a líderes como Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales y Cristina Kirchner, por nombrar algunos, bien lejos de la corrección política que se le exige a las personalidades públicas como él para no padecer las incomodidades de la fama. Diego, en cambio, a contramano del manual de lo conveniente, nos habló de Patria –sí, de Patria. Era un tipo que jugaba al fútbol, pero con su amor profundo por la Argentina nos ayudó a todos nosotros a quererla más. Porque si él, que era el mejor del mundo, se sentía orgulloso de ser argentino y ejercía su argentinidad con ese coraje por la vida, ¿cómo íbamos nosotros a porfiar ese sentimiento? Nosotros, simples mortales… Eso tampoco se lo perdonan: hubo quienes ayer en las redes aprovecharon el impacto de su partida y la despedida desordenada de sus propios “descamisados” –o “descamisetados”, para ser más precisos– para recordar y enumerar sus errores, contradicciones o flaquezas desde algún púlpito de supremacía moral que nadie les concedió pero que igual usufructúan sin descaro ni piedad. Algunos de esos comentarios mediocres invitaban a responder en código maradoniano: “córranse odiadores, gorilas, ricachones aspiracionales” o lo que venga a mano, “córranse que acá hay un pueblo llorando”.

Con Diego Armando lloramos muchas veces: lloramos cuando fuimos campeones en el 86, cuando perdimos la final en el 90, cuando le cortaron las piernas en el Mundial 94 en Estados Unidos; pero nuestro llanto esta vez es sin él, es llorar por tener la certeza de que ya no tendremos más motivos de lágrimas y emociones por venir. El de ayer fue el último sollozo. La eternidad llegó silenciosa y no estábamos preparados para recibirla. Este año tan especial para el mundo entero, jaqueado por una pandemia inédita, nos deparaba una nueva gran jugada, tal vez la más inesperada, una para la que no había estrategia ni defensa eficaz: la muerte del Diego era inatajable.

Durante 2019, y a instancias de su último compromiso laboral como DT de Gimnasia y Esgrima de La Plata, presenció una serie de homenajes en vida con fiesta y reconocimiento en cada una de las canchas argentinas que pisaba. Era su regreso al fútbol argentino y esos meses, al fin y al cabo sus últimos de vida, fueron, sin saberlo (¿?), una suerte de despedida anticipada.

El último acto, su paso a la inmortalidad, está sucediendo ante nuestros ojos. Los pueblos lo lloran porque con él sentían que podían ganar, que tenían una chance más, que podían caerse y levantarse una vez más, como hizo él tantas y tantas veces.

Desde ayer nos sentimos un poco más solos en la cancha y en la vida; pero le debemos a la memoria de Diego no entregarnos jamás. Luchar, vencer, caerse, levantarse y así “hasta que se acabe la vida”, como dijo Álvaro García Linera antes de partir al exilio.

Adiós compañero. Hasta la victoria siempre, capitán.