Los medios masivos de comunicación y los actores del periodismo que lo constituyen se han transformado durante los últimos años en un vector de malestar perpetuo para la vida política e intelectual del país, al punto que hoy resulta casi imposible establecer una crítica seria respecto a las responsabilidades que deben asumir y las categorías susceptibles de cambio en ese –llamémosle aún– “campo”, para aportar al crecimiento de la población estructurando debates constructivos y declinando toda acción destituyente, peligrosa y violenta en términos sociales.

Daniel Rosso
Daniel Rosso

Sobre este malestar, la derechización de los medios de comunicación masiva, las limitaciones de las estrategias del gobierno de Alberto Fernández para enfrentarlos, y el declive grotesco del “periodismo” nacional a la altura de la coyuntura global, charlamos con el sociólogo y periodista Daniel Rosso.

Durante el último mes los medios de comunicación han abroquelado su discurso detrás de todas las expresiones de la oposición, no solo otorgándoles una visibilidad inédita de acuerdo al volumen de las acciones (movilizaciones anticuarentena, banderazos, manifestaciones contra el traslado de jueces), sino colaborando abiertamente a la desestabilización institucional. ¿Por qué razones creés que es tan rotundo, unívoco y funcionalmente político el respaldo de los medios a esas expresiones, más si tenemos en cuenta el escenario político y sanitario de pandemia global? ¿Pensás que en esta escalada de intensidad existe una ideologización que puede llegar a cansar al público?

Me parece que una cuestión que resulta interesante para pensar con relación a tu pregunta es cuáles son las funciones en la actualidad de los medios hegemónicos. Es decir, ¿para qué hacen lo que hacen? Diría varias cosas. La primera es que intervienen de modo sistemático en la construcción de identidades políticas. No puntual, no contingente: intervención sistemática y orientada.

Los medios hegemónicos suelen ser muy eficaces en sustituir cadenas de argumentos por eslabonamientos de metonimias, la operación retórica por la que se nombra una cosa con el nombre de otra. Por ejemplo, la unidad amplia y diversa expresada por el Frente de Todos es sustituida por “el kirchnerismo”, el kirchnerismo por “La Cámpora” y La Cámpora por “el chavismo”. De ese modo, el Frente de Todos, al ser deslizado por esas cadenas metonímicas, intenta ser asociado con los atributos negativos de las identidades estigmatizadas que la van sustituyendo en la cadena: soberbia, prepotencia, violencia, autoritarismo, corrupción, sustracción de las libertades y de los derechos individuales. De allí que la constitución del Frente de Todos supuso la derrota, en el terreno de la política, de estas cadenas metonímicas diseñadas en el campo de la comunicación concentrada. Por eso, esta práctica de reducción del conjunto de las partes a una sola de ellas, previamente estigmatizada, es una de las operaciones más fuertes que estos medios han desplegado en los últimos tres o cuatro meses de gobierno. Consistió –y consiste– en la intervención sistemática sobre la identidad gubernamental a través de una idea central que podríamos llamar “transformismo”: en este caso, la transformación del Presidente en la Vicepresidenta.

Se trata de una escena repetida donde se describe una especie de “espiritismo de Estado”, por el cual el cuerpo de un miembro del binomio presidencial le sirve de soporte al otro para que haga circular su voz. Solo dos citas para ilustrar lo anterior, una de Clarín y otra de La Nación. Miguel Wiñazki, en el primero de estos medios, afirmaba recientemente: “Hubo quienes con benevolencia quisieron advertir que el Presidente no pronunciaba sus palabras, que sus dichos no responden a su pensamiento. Que hablaba por boca de ella”. Pablo Sirvén en La Nación decía algo similar: “La mentora de que Fernández sea presidente y autora intelectual de la ofensiva contra el jefe de gobierno porteño estuvo ausente, pero habló por medio de su traductor atemperado en que se convirtió finalmente la garganta presidencial”. De ese modo, con cierto desprecio explícito por la figura republicana del jefe de Estado, se reduce al Presidente a una garganta o a una boca que reproduce otra voz que no es la de él. Estamos ante un cuerpo vaciado y ocupado y, por lo tanto, en tensión con el escenario electoral que lo votó y le dio legitimidad. Alberto Fernández es un médium. Entonces, si el cuerpo presidencial se transformó o ha sido ocupado por otro, ¿es o no es el que fue elegido en elecciones hace diez meses atrás?

Inherentemente vinculada a esta idea, aparece una segunda función de los medios hegemónicos en esta coyuntura: intentar suplantar permanentemente el escenario electoral mediante la repetida construcción audiovisual del “pueblo”. El pueblo, desde esta perspectiva, es un fenómeno evanescente: todo el tiempo se va diluyendo. De allí que deba ser permanentemente escenificado para que, a través de esa escenificación, sea todo el tiempo reconstituido. Por supuesto, en esa reconstrucción escénica un pueblo es suplantado por otro: el voto del conurbano desaparece detrás de las imágenes del “pueblo” representado por las camionetas de alta gama. En esta perspectiva, las relaciones de fuerzas se miden en el campo escénico, por lo cual los dispositivos audiovisuales están al servicio de esas fuerzas nombradas como “pueblo” y presentadas en el territorio diverso de lo televisivo y lo digital. Por ello las retóricas audiovisuales, tanto televisivas como digitales, operan en el interior de la política y no en su exterior. La comunicación no solo transmite instrumentalmente a la política: contribuye performativamente a construirla. Lo sabemos: el pueblo es también una construcción audiovisual. Hay una imagen reciente de ese poder audiovisual intentando construir un “pueblo” desde la nada y en contra de todo verosímil: el cómico Alfredo Casero, bajo la lluvia, de madrugada, frente a un grupo de cincuenta exaltados que intentaban ingresar por la fuerza al Congreso y que las cámaras televisivas mostraron como una escena paródica o un sketch escapado de las pantallas. Este es un problema no menor: esas modalidades de reconstrucción del “pueblo” no solo desafían a la verdad, sino que también tienden a operar en contra de los verosímiles.

La pandemia, en este sentido, es el laboratorio donde las fuerzas de la derecha han salido a construir sus propias versiones del pueblo en actos públicos en el Obelisco y en otros puntos del país. Por ello hay que prestarle especial atención al escenario en el que el “transformismo presidencial” se comenzó a cruzar con este proceso de representación sustitutiva de ese pueblo que votó a “otro” (es decir, votó a Fernández Alberto antes de que se transformara en Fernández Cristina). Ese pueblo, entonces, vuelve a ser presentado una y otra vez en escenarios audiovisuales que intentan sustituir el escenario electoral. Hay otro presidente y también hay otro pueblo, ahora en oposición uno con otro.

Además, esa derecha que va hacia el espacio público trasgrediendo la ley se encuentra con un espacio público disponible. Porque el gobierno optó, desde el principio de la pandemia, por construir una ciudadanía en la esfera privada. Es decir, invirtió el proceso clásico: el ciudadano no se constituye yendo del espacio privado al público, sino al revés, yendo del espacio público al privado. El ciudadano irrumpe yendo de la calle al living. En esa lógica, se quedó sin construcción audiovisual colectiva. Me parece que el acto virtual del 17 de octubre va en este sentido: de disputarle a los medios concentrados y a los sectores opositores la construcción de la imagen de pueblo.

Finalmente, una tercera función de los medios hegemónicos consiste en construir anticipadamente los escenarios electorales. Volvamos un momento a su estrategia general que consiste en disolver la figura del Presidente en la figura de la Vicepresidenta. La suposición es lineal: si Alberto se mimetiza con Cristina, entonces se produce la vacancia de una parte del electorado del Frente de Todos que puede migrar hacia la oposición. Es una operación para recapturar una parte de los sectores medios que migraron al Frente de Todos tras el perfil moderado del Presidente.

La cuenta que hacen es sencilla: si Alberto es Cristina, si ambas figuras se mimetizan, el Frente de Todos pierde su diversidad y, entonces, el Presidente pierde parte de su caudal electoral que queda reducido al de la Vicepresidenta. La mimetización del conglomerado opositor a uno de sus miembros es la reducción del caudal electoral a ese único integrante.

Todas estas operaciones, entre otras, son lo que definen a estos medios como hegemónicos. Es decir, como quienes intervienen activamente en la construcción de un proyecto de país junto a otros sectores económicos, políticos, culturales y sociales. Desde mi punto de vista, no hay demasiadas posibilidades que estos “aparatos de producción de hegemonía” puedan contribuir a estructurar debates constructivos declinando acciones destituyentes. Por supuesto, ello no quiere decir que no haya matices: no son los mismos comportamientos los del Grupo Clarín y La Nación que los del diario Perfil. Lo que me parece francamente ingenuo –y peligroso– es concebir a muchos de estos medios como si fueran dispositivos de la democracia con los que se puede intentar resolver el marcado desequilibrio comunicacional ante el que se encuentra el gobierno. Por supuesto, más allá de que sea necesario concurrir a sus programas y discutirle su relato desde sus propios espacios, como lo hace el Presidente.

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“Periodismo independiente”, por Serko (http://serkocaricaturas.blogspot.com)

Evidentemente, existe una coyuntura muy desfavorable en la esfera de producción de sentido por parte de los medios argentinos desde hace décadas. No solo es en extremo conservadora –las caras, las plumas mediáticas adolecen de renovación– sino competitiva hasta el resentimiento –la fragilidad estatutaria de los periodistas ante los intelectuales, los artistas o los políticos en cuanto poder colectivo es discordante y, por tanto, frágilmente peligrosa. ¿Existe la posibilidad de que esa esfera de lo social particularmente sometida a las imposiciones del mercado y el poder pueda presentar atisbos de repensarse? ¿Hay una forma superadora de esta problemática que no se reduzca al esquema “678”?

Hay un supuesto fuerte en los medios en general: la teoría liberal de la separación de las esferas –la económica, la política, la judicial, la periodística. Ese supuesto dice que, para que haya un buen funcionamiento de la sociedad, todas estas esferas deben estar escindidas entre sí. Más aún: que funcionen separadas es la condición para que algunas de estas esferas, por ejemplo la judicial y la periodística, produzcan “verdades”. Los gobiernos, la política y el Estado deben mantenerse a conveniente distancia. El discurso del gran empresariado, por ejemplo, vigila que el Estado se mantenga a distancia de la economía. Por eso, cuando el Estado se mueve en dirección al mercado e interviene en él, el discurso empresario primero dispara la alarma, luego anuncia una gran amenaza y finalmente intenta generar un sistema de alianzas con algunos sectores de la sociedad para frenar la intervención estatal. La libertad de mercado es la restricción perimetral del Estado para que no se acerque a la economía.

¿Qué es lo que hace la política populista, según la perspectiva dominante? Mezcla todas las esferas, es decir, les quita autonomía a todas ellas: invade la economía con expropiaciones, la Justicia y el periodismo con operaciones y presiones y el Parlamento cerrándolo, obstruyéndolo o impidiendo su funcionamiento. Allí donde hay diversidad y múltiples esferas autónomas produciendo verdades, esa fuerza autoritaria las invade, las unifica y las homogeniza.

De todas estas esferas, las dos que más específicamente están abocadas a la producción de verdad son la periodística y la judicial. Para que funcionen produciendo verdad, según esa perspectiva liberal, deben escindir su práctica profesional de toda práctica política. Es decir: la profesionalización de estas esferas supone necesariamente su despolitización. ¿Dónde queda, entonces, ubicada la política? En la administración de un campo reducido que no interfiere ni con la producción de sentido de los grandes medios, ni con los movimientos de la economía, ni con la Justicia ni con la mayor parte de lo que ocurre en la vida social. Esas esferas, para ser autónomas, deben ser liberadas de la presencia de la política. La producción de la verdad periodística –como de la judicial– es de estricta incumbencia corporativa.

Así como el discurso neoliberal vigila la distancia entre el Estado y la economía, el discurso profesional de la Justicia y el periodismo vigila que la política no interfiera. Los espacios periodísticos y judiciales son decretados como “libres de política”. La tarea consiste en mantener estos campos autónomos o separados de la política. De allí cierto posicionamiento diferencial de Perfil, por ejemplo, que propone “volver” a esta “profesionalización de las esferas” en contraste con medios como el Grupo Clarín que la habrían “politizado”. El lanzamiento del nuevo canal de noticias del grupo Octubre también parece ubicarse sobre este debate: se lo presenta como un canal informativo alejado de la opinión o la interpretación. A mi juicio, el diseño de medios propios no puede renunciar ni a la politización ni a la profesionalización. Debe desbordar el planteo liberal de la independencia de la política pero, justamente por ello, por la dificultad cultural que eso supone, debe hacerlo con el máximo grado de profesionalización y rigor posible. Rodolfo Walsh era el más riguroso de los escritores y periodistas pero ejercía su profesión con una clara perspectiva política.

Desdramatizar el tópico “medios masivos” sería en cierta forma crear alternativas de comunicación efectivas, ágiles, modernas, a que ayuden a repensar la violencia y no a generarla. ¿Qué rol le propicias a los medios alternativos, a las nuevas plataformas en redes, en ese sentido?

Los medios alternativos, populares y las plataformas en redes son, a mi criterio, muy importantes. Deberían ser objetos de una política central del Estado. Si los grandes medios construyen hegemonía en el bloque dominante, el Estado debería generar condiciones para que se constituya una red diversa y plural de medios de todo tipo que contribuyan a crear contrahegemonías. La utopía neoliberal es la creación de un discurso único. Su gran enemigo es la semiosis. Detestan que haya un discurso en producción y otro en reconocimiento: que lo que se escuche sea potencialmente distinto a lo que se dice. Pues bien, el Estado nacional y popular debería tener una política aliada a la semiosis: que multiplique las interpretaciones sobre lo que se dice, que contribuya a la producción continua de nuevas voces y perspectivas. El Estado, además de producir nuevos relatos, nuevas estéticas, nuevos estilos, debe ser un aparato de sensibilización de toda la sociedad para que esta tome esa tarea en sus manos.

Una democracia donde la circulación de los discursos es muy desequilibrada es una democracia limitada. Para superar ese problema, debería haber un ministerio de Cultura y Comunicación que no solo piense la comunicación del gobierno, sino que tenga como objetivo general impulsar la democratización de la democracia. Hay que recuperar aquella vieja idea de ese prócer latinoamericano que fue Jesús Martín Barbero: pensar los medios juntos con las mediaciones.

¿Cuáles te parecen serían las cuestiones vitales en la agenda mediática del gobierno? ¿Por qué no se ha orquestado aún una trama de cuestiones que hacen a la labor de Alberto Fernández, cuando a nueve meses de mandato ha tenido más aciertos concretos que debilidades?

Los que llamamos medios hegemónicos, y sus fuerzas adicionales en las redes, sostienen la existencia de tres faltas: no hay plan, no hay gobierno y no hay Estado. Decretan una situación de vacío. Al mismo tiempo que los medios hegemónicos denuncian un intento de politización de la Justicia y del periodismo por parte del gobierno “kirchnerizado”, describen al resto del Estado como carente de políticas o de plan. Hay, al mismo tiempo, exceso y ausencia de política. Es como si la política estuviera mal distribuida: hay demasiada donde no debería haberla y no hay donde sí debería haberla. Paradójicamente, un gobierno que se propone distribuir los ingresos y la riqueza no acierta con la distribución de la política. Pone demasiada en un lugar y demasiada poca en otro. Demasiada en el área de Justicia y muy poca en el área de Seguridad, por ejemplo.

Pero, además, para esa lógica hegemónica, por un lado no hay plan, pero por el otro tampoco hay Estado. Así, esta línea de la oposición mediática y política lleva la discusión al territorio conceptual del oficialismo: le cuestionan la ineficacia o la incapacidad del Estado a un gobierno que reivindica al Estado. Es decir: los sectores que cuestionan la intervención del Estado cuestionan al gobierno por una deficiente intervención del Estado.

Los grandes medios, además, sostienen que hay un intercambio entre el mundo de la política y el mundo empresario que está, por ahora, bloqueado: es el de intercambio de confianza por tranquilidad. El sistema político debe darle confianza al sistema económico y este, entonces, le devolverá tranquilidad al sistema político. ¿Qué es lo que bloquea esa transacción? Una serie de medidas del gobierno contrarias a lo que piensan los empresarios. ¿Cómo se genera confianza con ese mundo empresario? Haciendo lo que ellos proponen. Ellos están dispuestos a ayudar a tranquilizar al sistema político si el sistema político se decide a implementar su proyecto de país. Por lo cual, el intercambio de confianza por tranquilidad es, en realidad, un intento de transfusión del modelo económico del gran empresariado al territorio gubernamental.

Para ello, han diseñado en la última semana un relato donde eliminan dos variables centrales de los análisis –la crisis producida por el macrismo en su gestión y la crisis producida por la pandemia–, de tal modo que el gobierno queda solo ante los indicadores críticos como el aumento de la pobreza y el aumento de la desocupación e implícitamente como responsable de ellos. Hay crisis y hay un gobierno sin plan, sin Estado y que no gobierna. Frente y contra este relato, es imprescindible que el gobierno anteponga un relato propio. Tiene las condiciones para hacerlo: no es que no tenga política, lo que no tiene es un relato que cree sentido y entusiasmo. No hay gobierno sin mito de gobierno. No hay gobierno sin una promesa de futuro. La construcción de un relato de gobierno es una política pública integral y no solo la intervención virtuosa del discurso presidencial en el escenario mediático.