Todos tenemos reminiscencias ecuestres. Como un tatuaje en nuestra conciencia, los recuerdos y las representaciones cabalgan transversalmente a nuestra sociedad transida en años. La conjura de los límites que impuso la ciudad a los arrabales no ha podido borrar de nuestro imaginario aquellos dislates increíbles de nuestros años de infantes: algunas veces sobre una escoba, otras simplemente sobre un palo, y, finalmente, aquellas con amigos de por medio enancados en sus hombros.

Pero… era un juego, lleno de misterio, de aventura, de audacia, de ñata contra el vidrio; era una ensoñación que hacía posible lo imposible; entre otras cosas, estrechar las diferencias sociales siempre existentes. Tiempos de infancias que también nos permitían el atrevimiento de investirnos de héroes, fantaseados desde los libros, y ahí estábamos, libertando el continente en una inocente rémora sanmartiniana.

Juego al fin, e inocencia, nunca dejó de ser esencia, de ser significante, atisbo de conducta y convicción. Ese acontecimiento extraño que vislumbró genialmente Victor Hugo: “lo grandioso y lo burlesco en buena amistad; que lo majestuoso no se vea empañado por la parodia, y que la misma boca pueda soplar hoy en la trompeta del juicio final, y mañana en una flauta de tallo de cebolla”.

Cuánta distancia temporal, cuánto significante edificado. La pregunta es: ¿fue en vano? No creo. Pero, frente a ciertos síntomas de una porción cada vez menor de “esta” sociedad, me abrumo. Aun en el paroxismo de mi angustia, no me doy por vencido. No dejo de cuestionarme, ¿es esa distancia solo temporal? La respuesta se precipita en una dolorosa certeza: lo es con respecto a algunos, que miran hacia el origen con gracia desde niños, con inquietud al ser mayores; con respecto a otros, esos que marcharán este próximo 17, la distancia es tanto espacial como conceptual.

Invocar a uno de nuestros héroes, enancarse en su altura e intentar imbuirse de su aura, para justificar su ignorancia, su odio y su mediocridad en pos de un utilitarismo político es el colmo de la banalidad. Peor aún: hacer desmontar a uno de nuestros íconos históricos para poder estar a su altura física, aunque sea y a cualquier precio, en un extravío trasnochado de personajes pequeños, no es necesario en absoluto.

No hay derecho a tanta ignominia; tampoco hay vergüenza. Asociar consignas vaciadas y viciadas a la estatura de nuestro General Don José de San Martin es un vejamen. Pero a estos devotos de la tabula rasa nada les importa. Todo adquiere validez si de mentir se trata, aunque eso signifique correr el propio límite de la blasfemia.

Son los menos, y aun así, enceguecidos por el odio, se inmolan y se abisman hacia ese vértice de hipocresía del cual no podrán volver, donde solo los encuentra como espectadores extraviados de un ser social mayoritario que milita, cuida y se deja cuidar por los otros. Un ser expectante ante nuevas posibilidades: un techo propio para su familia, un destino que los hace parte, un líder que piensa como su ser mismo.

Embanderados en republicanismo, autoamplificados hasta el paroxismo, se confunden, se mienten, se impostan, ¡y hasta lloran! Si Moliere viviera… Cuántos “tartufos”, cuánto impostor para su prosa.

Será un 17 excepcional. Pues seguimos transitando una pandemia. No es casual que invoquen justo este año a San Martín. Nada es casual viniendo de estos especímenes que se cobijan en representatividades pasadas, será el de ellos un 17 opaco –la otra faz de aquel 17 que les duele y no pueden borrar como pretenden–. Un día de gritos desaforados, de consignas destempladas, de vidrios polarizados, de caras ocultas, de vecinos limítrofes de una democracia que declaman… Todo prolijamente trasmitido y supracomentado, como siempre.

Y ahí estarán. Con la frustración de saber que no dan la estatura de héroe, ni la altura para mendigar un lugar en su figura ecuestre. Destinados a llevar sobre sus hombros –como el “a cococho” de antiguos juegos– el desaire inclaudicable de un pueblo que no transige su memoria de pueblo. Alejados cada vez más de los hombres y mujeres argentinos que esperan, que apuestan, y que se esfuerzan por no envilecer, que sueñan enancados en la historia con un país que renace para ser mejor.