Hay un ruido, un sonido medio, de esos que molestan. Hace ruido la “representación” ficticia en la Asamblea del año Trece. Barrunta el saber criollo los intereses particulares sobre el interés común y lo expone políticamente con sus delegados provinciales. La agachada de la sociedad “patriótica” porteña, su falta de convocatoria, la vocación de postergar el pleno ejercicio de la representación de los pueblos: una intención jaqueada para que nazca la Nación.

“Somos nosotros”, comienza la oratoria presidencial después de 204 años de aquella jornada inaugural de Argentina en San Miguel de Tucumán. Cada provincia representada por su gobernador, cada provincia representada por un joven leyendo la declaración de independencia firmada en 1816. “Acá está el gobierno de la Argentina, porque detrás de mí están cada uno de los gobernadores de nuestra patria”, dice el presidente Alberto Fernández. Lo federal siempre se emparenta con el bien: su contenido no significa el gobierno de lo que preside, un ente sumo que está más allá de todas las cosas, sino la determinación de tener lugar en cada cosa, en cada exterioridad. Fernández lo sabe.

Los continuos consensos que trabajó en estos siete meses de gobierno, caracterizados por tener que enfrentar una pandemia global que ha provocado una de las mayores crisis económicas y sociales de la historia contemporánea, le dan cierta calma. “Vos cumpliste con tu palabra”, le reafirma Juan Manzur desde la casa norteña, aludiendo a la capacidad de abrir el juego a las provincias, y los millones de argentinos postergados. La puesta en imagen de la pantalla coincide. Intenciones cumplidas, Fernández tiene por delante la pura materialidad de poner de pie –pospandemia– el país devastado que recibió del gobierno macrista.

Toda merma, toda catástrofe trae en sí, dentro de su naturaleza común, los gérmenes de la prosperidad. Tendrá que aprender este pueblo del paso de la potencia al acto. Existe una intuición temprana en Alberto cuando nombra el nuevo camino inaugurado en Los Toldos, Salta, o la obra portuaria en Timbúes, provincia de Santa Fe. Ponerse de pie no es un suceso cumplido de una vez por todos, sino una serie infinita de oscilaciones. Son movimientos modales, a veces imperceptibles, como toda línea de crecimiento con graduaciones continuas. Apropiación e impropiedad conviven en esta línea de sucesos, que bien reconocen las almas sensibles a todo movimiento.

No se puede trazar entonces una línea real entre lo universal con lo particular. Común y propio, dos vertientes, dos extremos que escapan continuamente a los medios. Al ruido, sea allí o acá en el tiempo, lo provocan los términos medios. Como bien se preguntaba Lucio Mansilla: “yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre, las satisfacciones de la oscuridad y de la gloria, pero ¿quién comprende la satisfacción de los términos medios, las satisfacciones de la indiferencia, las satisfacciones de ser cualquier cosa?”.

Mientras el cualunquismo insiste en expresar en cada época su voluntad de odio, existen una serie de destellos que marcan el punto en el que cada argentino va alcanzando su estado final. En ese artificio “de su propio destino”, al que hoy el presidente aludía, existe una vieja tradición argenta, gaucha, de no dejar a nadie de a pie, de no terminar siendo un miserable. Sabemos, acá en los confines de la Tierra, que siempre hay algo que entregar a otro, una comprensión que no significa simplemente compensar con lo que le falta, sino ofrecerle hospitalidad en el alma. Llegamos: “almas que se dejen llenar de valentía y de coraje”, dice Alberto. Almas que son capaces de producir luces alternas de sus extremos; destellos que ya empezaron hace siglos, y vuelven a compenetrarse recíprocamente, aquí y ahora, para “que otra Argentina empiece hoy”.