“El más terrible de todos los sentimientos
es el sentimiento de tener la esperanza muerta.”
Federico García Lorca
Si hay un error que se le puede adjudicar al gobierno macrista que llegó al poder en 2015 es haber subestimado un sentimiento que, irónicamente, fue uno de los más utilizados en su propia campaña: la esperanza. No solo la esperanza sino, sobre todo, sus tiempos.
Con sus matices, la revolución de la alegría prometía esperanza: íbamos a vivir mejor porque podíamos, porque nos merecíamos otro país, otra realidad, ¡y era ahora! Lejos de eso, la zanahoria se fue corriendo semestre a semestre y después ya dejamos de verla y de sentirla. Hubo un momento en que las certezas y la resignación se endurecieron casi tanto como el cemento que el presidente nos decía que era real, tan real como la muralla que cercaba la esperanza de una vida mejor. Muralla con cimientos fuertes y crueles como la falta de trabajo, el cierre de fábricas y de comercios, la devaluación de la moneda, del sueldo y de las jubilaciones, la inflación en alza sobre todo en alimentos, el ajuste en todos los planos y sus consecuencias.
Otro error de la alianza cambiemita fue confundir gobernabilidad y calma social con adhesión a su proyecto de gobierno y sobredimensionar los efectos de la “grieta” ideológica que parecía llevarse todo puesto bajo las consignas de libertad, los ideales de democracia y acabar, de paso, con setenta años de peronismo. Tal vez hubo en relación a estos valores otras grietas en la propia alianza de gobierno, una contraposición entre dos estilos e intensidades: el del PRO, descontracturado y aparentemente moderno, despojado de dogmas, donde “acabar con el peronismo” es casi un hashtag sin demasiada profundidad, el que intentó una suerte de impugnación cultural y/o comunicacional efectista; y, por otro lado, la performance de una UCR ávida de reconocimiento y diplomas –no visibles, ya que las categorías electivas nacionales quedaron para los referentes de su aliado–, que le inyectó a la épica de redes sociales una carga histórica que no tardaría en implosionar.
La consecuencia casi lógica de esta contienda entre dos improntas, una que intenta desprenderse de la historia y otra que necesita volver a ella una y otra vez –para encontrar sentido y resolver fracasos que encaucen su prédica real y concreta–, junto a una situación social que comenzaba a dejar vastos sectores afuera de las promesas y esperanzas que otorgaría el camino del progreso, la meritocracia y el mito de la libertad de mercado como reguladora de todo, significó llegar a este momento post PASO con un gobierno debilitado ante un rechazo importante de la sociedad que ya venía perfilándose en las encuestas pero que se consumó de manera muy concreta en el mensaje de las urnas del 11 de agosto. Al compás de la esperanza perdida, de ese semestre de alegría que nunca llega, del arrullo del “no vuelven más”, se fue gestando desde distintos puntos del país la tan temida unidad del peronismo que terminó de redondear un panorama muy difícil para la reelección del actual presidente. Macri ya no puede garantizar siquiera una estabilidad monetaria y económica relativa para que no se le termine de desbaratar todo el sistema de poderes que sostenía, no sin problemas, a la alianza gobernante. Intentó con el miedo: cuando no pudo dar esperanza ofreció temor, y hasta terror; lo que, creo, ha sido el tiro del final que marcó las últimas horas de una errática campaña y los últimos días de un agosto que vivimos en peligro.
Más allá de las críticas lógicas que podemos hacerle al plan de gobierno macrista –desfinanciación del Estado, concentración del ingreso, carta libre e ilimitada a la fuga de capitales y la especulación financiera, endeudamiento con el Fondo Monetario, etc.–, hay un componente que no parece político pero lo es: jugar en el plano anímico de la población de una manera demasiado neurótica. Puede ser peligroso en política no cumplir con las promesas a corto o mediano plazo, pero mucho más lo es dejar a tus interlocutores sin ninguna opción, ponerlos entre la espada y la pared imponiendo “soy yo, sin nada para ofrecerte o la nada, el mal”. La banalización de la política conlleva sus peligros y anticuerpos. Si nada es política, todo lo es y viceversa.
Otra cosa quedó clara en este trance: cuando se deja de tener esperanza tampoco sentimos miedo. El miedo funciona sobre lo logrado, con la obtención de algo sentimos miedo a que se disuelva; pero, si ese algo no existe o ya lo perdimos, tal vez sintamos tristeza, angustia, resignación, pero no temor. El miedo deja de ser un factor determinante.
Estos veinte días desde la elección provocaron todo tipo de preguntas y algunas certezas. Una de ellas es la fortaleza de una propuesta electoral con fuerte base en el peronismo. El peronismo unido más allá de todo tipo de comillas, paréntesis y aclaraciones deja otra vez atrás su naturaleza de mito y se vuelve una verdad. La sociedad argentina tiene una impronta de movilización casi permanente, sostiene un entramado sindical fuerte y significativo comparado con el de otros países de Latinoamérica, posee persistentes movimientos sociales, estudiantiles, corporativistas, y el peronismo es el garante político cuando estos actores se deciden a jugar en la cancha grande.
Y hubo algo más, algo que rompió la Matrix y dinamizó al Frente de Todos, que tuvo que ver con la esperanza pero también con una suerte de batalla cultural desatada por la impertinencia del enunciado ‘terminar con el peronismo’. Esa mojada de oreja con ansias de aniquilar un movimiento histórico, su historia, su mística, sus nombres, sus símbolos se escuchó en boca de funcionarios del gobierno, dirigentes y comunicadores alineados. El peronismo recogió el guante del duelo planteado por distintas figuras políticas e intelectuales cercanos al gobierno y desde ahí también construyó su vuelta.
La vuelta creció desde el pie, como la canción de Zitarrosa, y dio su primer paso más que firme en las elecciones del 11 de agosto. Un pie con la fuerza de un frente amplio que potencia, sobre todo, al universo de los trabajadores de todos los sectores y rincones del país. Los que trabajan saben que para tener esperanzas la primera consigna es la unión con los que pueden garantizarla y la pertenencia a un colectivo que los contiene y representa. El peronismo hizo lo que había que hacer tendiendo todos los puentes necesarios para que en el territorio la unidad se consumara. En cada uno de los sectores –provinciales, municipales, barriales– tuvo la esperanza y la certeza de que con la unión de los distintos referentes en un espacio común que contuviera lo que venía gestándose en la calle sería invencible. Será, tal vez, un mandato del peronismo generar esperanza o al menos encargarse de que el pueblo no la pierda. Probablemente, de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro sea la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose, decía Julio Cortázar. En lenguaje futbolero, la mejor defensa fue un buen ataque, y acá estamos en la cancha jugando el juego que mejor jugamos. Y, esta vez, con todos.