Cuenta la leyenda familiar que mi papá, cuando era chico, una vez se paró de un salto sobre el tablón para insultar a uno de los jugadores. Angelito –su tío, que lo hizo a él, y por decantación a toda la descendencia, política e ideológicamente hincha granate– lo sentó de un cachetazo y le aclaró: “a los jugadores de Lanús no se los putea”. Un par de décadas después, en medio de la diatriba de ascensos y descensos por la que nos fue arrastrando el devenir de nuestro equipo, en alguna de esas canchas de tribunas de madera a medio desarmar, paredes carcomidas y céspedes cascoteados, mi padre –con una pedagogía más progresista– nos trasmitió las modalidades del aliento. La representación es una relación que sólo funciona en espejo. Cuanto menos se puede estirar y engordar, menos legítima, más volátil, menos comprometida, más negociable, más fácil de desarmar es. Por eso la responsabilidad es mutua.

El último cierre de listas volvió a poner en circulación la discusión sobre cómo se definen los nuestros. Cuál es el territorio de juego de nuestra política. Cuáles son las bases de sustentación de los procesos de representación. Aparecen las figuras de la dirigencia depurada. La cuestión de la representación de los colectivos sociales.

De uno y otro lado de la contienda electoral sigue presente la irresolución de un proceso de desacreditación de la clase política que estalló en la crisis del 2001. La vertiente por derecha que se amparó bajo la denominación de “la gente”, cuya intervención en el orden público sería de la reacción atemorizada y espontánea, se sostiene en los relatos cada vez más “republicanos”, detrás de causas sin aparente perfil ideológico, camufladas en artificios de publicidad. Capitalizada por el macrismo, es la versión del fin de la política entendida como “interventora”, “corrupta”, “populista”, para dejar el mundo despejado a la única relación a su entender legítima, “sana”: la del patrón con sus trabajadores, bajo la mentira moral de la meritocracia que les permite tan cómodamente desentenderse de lo colectivo.

A la vez, la crítica al agotamiento de un modelo de lo político presente en aquellas discusiones del 2001 hace pie cada vez que algunas lógicas de la política más vetusta no pueden seguir despolitizando a los nuestros. A esto contribuyeron todos los procesos por los cuales reaparecieron cuerpos y conflictos, socialmente, sindicalmente y desde infinidad de espacios institucionales, cuidados, desde los márgenes, con un reposicionamiento de viejos motivos: lo nacional, lo popular, el trabajo, la comunidad. La incomodidad de algunos nombres presentes en las listas mostró cierta distancia entre esta comprensión de la política, encarnada no solo en las organizaciones o en los sindicatos, sino en los gobiernos locales, municipales, provinciales, y los procesos de politización vinculados a jerarquizaciones de otra malla. Esto que lo popular acumuló, y que confrontó con la violencia de todo orden del gobierno macrista, incluye un conjunto de cosmovisiones, experiencias, argumentos, teorías y éticas que ponen en discusión el mundo injusto ahí donde se encarna, con el trasfondo del mestizaje constitutivo de los movimientos populares argentinos. Esto es lo que reproduce institucionalidad popular, con los espacios donde flota y coagula la posibilidad de construir política. No sólo donde se garantiza el conflicto, sino donde se intenta organizarlo; es decir, donde se procuran mecanismos autónomos de resolución (más allá de que sean parte o estén en relación con el Estado), donde se crea política popular: institucionalidad, niveles de representación, politización de los sujetos.

Las interpretaciones que hablan sobre el “sapo del massismo” desvalorizan esta comprensión de la política, porque justamente en este acuerdo electoral el precio está en el entramado real del territorio. Todo lo que no se contiene, de alguna manera, se regala. La política nunca es binaria, pero hay formas de operar memorias del bienestar contra sistemas menos auténticos y, por lo tanto, más vulnerables. La idea de profesionalidad de la política, que vemos tan bien cuando focalizamos en Pichetto, se nos pierde bajo otras formas de burocratización, mezquindades, gestos que estetizan y “alfabetizan” la construcción popular porque quieren “sanarla” y no envolverla, porque piensan que la política, lo conflictivo, sería algo principalmente del orden de la adhesión ideológica. Sin esta perspectiva, no tendría sentido, por ejemplo, la crítica a Lammens por “outsider de la política” –como si las experiencias de las pymes o la institucionalidad de los clubes no contuvieran ningún orden político– mientras se pasa por alto la caterva de periodistas o referentes volátiles de la hiperconectividad continuamente consagrados.

Ahora bien, poner en valor esta perspectiva sobre lo político no significa plantear que deba existir una linealidad con los lugares de representación institucional. La discusión sobre la relación entre las organizaciones libres del pueblo y las instancias institucionales de la política, sobre las formas de expresión del peronismo o de su legitimidad, es la larga crónica nacional entre querellas duras, a veces irreconciliables. Son todas las intervenciones que hablaron de la relación entre partido y sindicato, entre partido y movimiento, entre movimiento y sindicalismo. Desde la acusación de la resistencia peronista a la “cueva de burgueses y entreguistas” del partido, a la pregunta de la renovación peronista sobre la sustentabilidad de una tradición política contra un partido que se sostenía en la negación del genocidio de los propios. Toda la correspondencia Perón-Cooke que, como decía Casullo, materializa el drama de la política popular en Argentina –lo mejor y lo peor. Esa discusión continúa porque el peronismo es eso: la potencia de asumir siempre todas las contradicciones y las miserias de la historia real.

Todos sabemos qué hacer cuando empieza el partido. Vamos a sostener a todos y a cada uno con la responsabilidad de entender lo que significa estar involucrados con un destino colectivo y con la convicción de que siempre es el peronismo la mejor oportunidad de que podamos imaginarnos todos los mundos justos posibles, con los matices diferenciales incluidos. Pero uno decide qué relatos heredar y seguramente los desvirtúa, los alarga, los transforma un poco para que calcen con las decisiones y los pensamientos propios. También los vuelve a revitalizar. En la contienda, algunos priorizamos aferrarnos a las concepciones más desencajadas porque siempre son las que pueden aspirar a llevarse puesto el mundo. Los momentos donde las mallas se hacen permeables para reunir experiencia, pueblo, política, institución, representación. Porque entendemos que esa es la marca con que la Argentina popular se procuró su historia. Creación: biografía y lucidez política de este pueblo. Nos aferramos a esta potencia porque creemos que es lo que nos puede salvar del peligro de terminar de corroer esa memoria. O, al menos, lo que nos puede ayudar a sostener la duda un segundo antes de la captura final.