Mario Tronti es, aun hoy con sus 87 años, una figura central de la izquierda italiana contemporánea. Militante del Partido Comunista Italiano durante los años cincuenta, fue fundador, junto con Raniero Panzieri, de la revista Quaderni Rossi (Cuadernos rojos), de la que se separó en 1963 para fundar la revista Classe Operaia (Clase Obrera). Este proceso lo llevó entonces a alejarse del PCI y a fomentar la experiencia radical de lo que se denominó “obrerismo”. Considerado por muchos la matriz de la nueva izquierda italiana de los años sesenta, el obrerismo se caracteriaba por poner en discusión las organizaciones tradicionales del movimiento obrero –partido y sindicato– y conectarse sin mediaciones con la clase y sus luchas de fábrica. Influido filosóficamente por la obra de Galvano Della Volpe, –que lo había alejado del pensamiento de Antonio Gramci, o al menos de su versión oficial difundida por el PCI–, Tronti se dedicó como estudioso a la formulación de un pensamiento político que, uniendo la teoría con la práctica, fuera capaz de renovar el marxismo tradicional.

En esta ocasión, rescatamos del número 3 de la revista Pampa este texto, en el que Tronti analiza y asedia el concepto de democracia, poniendo en foco su relación con la producción de consenso y sentido común mediatizado, y discutiendo la impugnación que lo democrático en el actual orden global realiza de las diferencias y los antagonismos sociales.

Para la crítica de la democracia política

Por Mario Tronti

[Publicado originalmente en Revista Pampa nº 3, Buenos Aires, IEF-CTA, diciembre de 2007, pp. 33-40. Traducción: Emilio Sadier. Ilustración: Ana Celentano]

Mario Tronti

Creo que ha llegado el momento de pasar a una crítica de la democracia. Estos momentos llegan siempre, llegan cuando las condiciones objetivas del tema se encuentran con las disposiciones subjetivas de quien lo mira, lo analiza. Ha madurado bajo este terreno un camino de pensamiento, que creo que lleva hoy a aprehender la crisis de todo un aparato práctico-conceptual. Porque cuando decimos democracia decimos esto: institución más teoría; constitución y doctrina. Y aquí, bajo estos términos, se instaura un vínculo muy fuerte, un nudo. Un nudo que no ata solamente estructuras político-sociales y tradiciones fuertes de pensamiento –las de la democracia son siempre tradiciones de pensamiento fuertes, incluso si la deriva de la práctica de la democracia muestra hoy un terreno débil–, sino que se estrecha también al interior de unas y de otras, de las estructuras prácticas y de las tradiciones de pensamiento. Porque se estrechan en la democracia, en su historia, una práctica de dominio y al mismo tiempo un proyecto de liberación, que se presentan siempre juntos, copresentes. En algunos períodos –períodos de crisis, de estado de excepción– estas dos dimensiones se enfrentan; en otros –como en el actual, un estado fundamentalmente de normalidad– se integran. Y estas dos dimensiones, práctica de dominio y proyecto de liberación, no son dos caras de la democracia, son una sola cara, bifronte. A veces, precisamente, se ve más una, otras veces se ve más la otra, según cómo la relación de fuerza entre lo alto y lo bajo de la sociedad se instaura, se dimensiona, se constituye. Creo que en este punto la relación de fuerza se ha desequilibrado de tal manera hacia un lado –el lado adverso a nosotros– que no se ve más que una sola cara. Este es el motivo por el cual la democracia no es más lo mejor de lo peor, sino que es lo único que existe.

Cortar el nudo

Si este es el nudo, mientras en el pasado hemos intentado desatarlo, ahora me parece que ha llegado el momento de cortarlo. Y sobre esto, entonces, se dimensiona la crítica de la democracia, y asume un carácter muy radical. Esta específica crítica de la democracia que aquí presento tiene un padre, el obrerismo, y una madre, la autonomía de lo político. Y es una hija mujer, porque el pensamiento y la práctica de la diferencia han anticipado esta crítica con la puesta en cuestión del universalismo del demos, que es la otra cara del carácter neutro del individuo, y con aquel “no crean que tienen derechos” que no es más dirigido al individuo, sino al pueblo. Existe en la democracia una vocación identitaria hostil a la declinación de cualquier diferencia, y a cualquier orden de la diferencia. Tanto el demos como el kratos son entidades únicas e unívocas y no duales, no escindidas y no escindibles. La democracia, como es sabido, presupone una identidad entre soberano y pueblo: pueblo soberano, soberanía popular, como dice la doctrina. A esta identidad entre soberano y pueblo se ha respondido, en el siglo XIX y luego sobre todo en el XX, con una suerte de espíritu de escisión dado por la sociedad dividida en clases, que ponía el dedo en la falsedad ideológica de esta identidad, mejor dicho, ponía en crisis precisamente su estructura conceptual. En esa fase la misma división de los poderes, dentro de un aparato que intentaba el gran pasaje del liberalismo a la democracia y luego a la conjunción de liberalismo y democracia, se ha revelado, precisamente, como una máscara, máscara de unidad del poder en manos de una clase. Es desde aquí que se necesita volver a partir para seguir, genealógicamente, el camino de efectivización de la democracia, en el pasaje del pensamiento a la historia. (…)

Hablo de la democracia real, en el mismo sentido en que se ha podido hablar del socialismo real. El socialismo real no indicaba una realización particular del socialismo que dejaba abierta la posibilidad de otro socialismo, aquel ideal, porque el socialismo se ha encarnado de tal forma en aquella realización que ya no existe una recuperación posible del orden simbólico que era evocado por esta palabra; no es posible despegarla de la realidad que la ha encarnado. Lo mismo me parece que se puede decir de los sistemas democráticos contemporáneos, que no deben ser leídos como la “falsa” democracia frente a la cual sabríamos o deberíamos tener un “verdadera” democracia, sino como la realización de la forma ideal, o conceptual, de democracia: también en este caso, es imposible salvar este concepto de su efectiva realización. Y, al contrario de lo que se piensa, hoy –no en el pasado, no en sus teorías, sino en esta realización– la democracia se ha vuelto una idea débil. Tanto es así que democracia es un sustantivo que necesita siempre adjetivos calificativos; efectivamente, hoy se dice democracia liberal, democracia socialista, democracia progresista, incluso democracia totalitaria. (…)

La democracia tiene problemas con la libertad. Si es verdad que la democracia real se configura como liberal-democracia, y que esta ha sido finalmente la solución victoriosa, es precisamente este binomio que ata juntos libertad y democracia lo que debe ser atacado críticamente. Se trata de descomponer y contraponer los dos términos – libertad versus democracia– porque tanto la democracia es identidad como la libertad es diferencia. Entonces, el problema de la democracia debe ser abordado desde dos lados: una crítica deconstructiva de la democracia tiene que ir acompañada de una teoría constructiva, o sea, una teoría fundadora o refundadora de la libertad, del concepto y de la práctica de la libertad. (…)

Schmitt y Kelsen

Me meto en el siglo XX, pongo los pies en aquel siglo y desde allí miro hacia atrás y hacia delante y de allí no me muevo y no tengo intención de moverme. Entonces sobre este tema los autores que vuelven a mí son Kelsen y Schmitt, que extrañamente en el mismo período –Kelsen en el ’29 en La democracia y Schmitt en el ’28 con La doctrina de la constitución– si bien opuestos por completo se unen en el fondo en la crítica de la democracia, o mejor en el develamiento del enigma democrático. Kelsen dice: “La discordancia entre la voluntad del individuo –punto de partida de la exigencia de libertad– y el orden estatal, que se presenta al individuo como una voluntad extraña, es inevitable. La protesta contra el dominio ejercido por uno que es similar a nosotros lleva en la conciencia política a un desplazamiento del sujeto del dominio que es inevitable incluso en un régimen democrático, vale decir, lleva a la formación de la persona anónima del Estado. El imperium parte de esta persona anónima, no del individuo como tal, de esta persona anónima del Estado. Las voluntades de las personalidades individuales liberan una misteriosa voluntad colectiva y una persona colectiva absolutamente mística”.

Análogas son las consideraciones de Schmitt: “La democracia es una forma de Estado que corresponde al principio de identidad; es la identidad de los dominados y de los dominantes, de los gobernantes y de los gobernados, de aquellos que mandan y de aquellos que obedecen. Y la palabra identidad es útil en la definición de la democracia porque indica la completa identidad del pueblo homogéneo, este pueblo existente consigo mismo en cuanto unidad política sin más necesidad de ninguna representación, porque precisamente se autorrepresenta”. Es sobre esta autorrepresentación que la democracia se vuelve un concepto ideal, porque indica, dice Schmitt, “todo lo que es ideal, todo lo que es bello, todo lo que es simpático. Identificada con el liberalismo, con el socialismo, con la justicia, la humanidad, la paz, la reconciliación de los pueblos, entre los pueblos”. La democracia –decía otra bella frase de Schmitt– “es uno de esos complejos peligrosos de ideas en que no se pueden más distinguir los conceptos”. Aquí está, este es el enigma democrático.

El punto es por lo tanto la democracia no como forma de gobierno sino como forma de Estado, aquella cosa que se llamaba Estado democrático, que ha tenido una evolución en el siglo XX bajo el maridaje entre revolución obrera y gran crisis, relación decisiva para la historia posterior del capital, incluso como vive hoy a nivel mundial. A través del Estado social ha existido una suerte de gradual proceso de extinción del Estado, no completado pero en esta fase en un buen punto, acelerado además por los procesos de globalización. El análisis de la red del dominio mundial confirma este pasaje. (…)

Una tesis que deseo sostener es que el capitalismo, a medida que se desarrolla, se vuelve cada vez más y mejor sociedad burguesa. La sociedad burguesa parece un término fuera de época, obsoleto, pero creo que tiene un retorno de extrema actualidad. Precisamente en el sentido en que ha partido como bürgerliche Gesellschaft, o sea como sociedad civil y sociedad burguesa al mismo tiempo. Toda la reciente historia del siglo XX, luego de los años ’70 del movimiento y del feminismo, y todo lo acontecido como respuesta a ellos, se puede leer en la clave de una recuperación de la hegemonía capitalista a través del retorno de la figura del burgués. Hasta el punto de ser anulada la distinción-contraposición entre bourgeois y citoyen, porque este último es recuperado en aquel. Es el encuentro, esto sí una característica de época, entre homo oeconomicus y homo democraticus. Los espíritus capitalistas han hecho propio a este sujeto que es el animal democraticum. Existe esta figura ya dominante, el burgués-masa, que es el verdadero sujeto interno a la relación social. No podrá existir una real y eficaz crítica de la democracia sin una gran inmersión antropológica, antropología social pero también antropología individual, también aquí en el sentido del pensamiento-práctica de la diferencia.

Imaginario neocons

Y aquí es necesario dar mucha importancia al imaginario y a lo simbólico. Mucho se juega en este terreno, hay que ver cómo es jugado en este terreno el mito que retorna –y regresa de los EE.UU. hacia nosotros– de la sociedad de propietarios. Viene precisamente desde la Norteamérica de Bush y de los neocons, desde este interesante episodio de revolución conservadora que es muy preciso tener bajo observación. Por otra parte, la democracia es siempre “democracia en América”; y los EE.UU. han siempre exportado la democracia con la guerra. Nos maravillamos de que lo hagan ahora, pero lo han hecho siempre, incluso en Europa (…)

Al contrario de cuanto se siente alrededor, sobre todo en la opinión común progresista, niego que la fase actual tenga una centralidad en la guerra. Me parece que este énfasis actual en la dicotomía paz-guerra es totalmente desmesurado. Las guerras viven todas en los confines del imperio, en sus fallas críticas, pero el imperio a su interior está viviendo una nueva paz, no sé si será incluso la de los cien años. Y es en esta condición de paz interna y guerra externa que la democracia no solo vence sino que aplasta. Para entender su potencia es necesario definir su base de masas. La democracia de hoy no es el poder de la mayoría sino el poder de todos. Es el kratos del demos, en el sentido de que es el poder de todos sobre cada uno. Porque es precisamente el proceso de homologación, de masificación de los pensamientos, de los sentimientos, de los gustos, de los comportamientos, lo que se expresa en esa potencia política que es el sentido común. El sentido común, cuando se vuelve de masas y se encuentra con el buen sentido y construye este orden simbólico democrático, hace verdadero un poco eso que decía Marx cuando sostenía que la teoría se vuelve una fuerza material cuando es apoderada por las masas: también el sentido común se vuelve fuerza material cuando se hace masa. Y esta masa se reúne y se reunifica no tanto alrededor de los bienes como de los valores, y es necesario lograr definir y entender cómo podría resquebrajarse esta forma de masa.

Porque el cuerpo del rey al menos era doble, porque había aun sacralización del poder. Hoy, en cambio, con la secularización del poder, el cuerpo del pueblo es único, y unívoco. (…)

Veo en resumen esta suerte de biopolítica de masas, en la cual la singularidad es concedida en lo privado pero es negada en lo público. Ese común del que se habla hoy, ese en-común parece ya estar totalmente ocupado por esta suerte de autodictadura, por esta especie de tiranía sobre sí mismo que es la forma contemporánea de esa genial idea moderna que ha sido precisamente la servidumbre voluntaria. Luego de la decadencia de las gloriosas jornadas de la lucha de clases, no ha vencido ni el gran burgués ni el pequeño burgués que hemos siempre odiado. Ha vencido el burgués medio. La democracia es esto: no es la tiranía de la mayoría, es la tiranía del hombre medio. Y este hombre medio hace masa dentro de la categoría nietzscheana de los últimos hombres. (…)

La democracia es antirrevolucionaria porque es antipolítica. Existe un proceso de despolitización y neutralización que la invade, que la impulsa, que la estabiliza. Y esta antipolítica de la democracia es el punto que tomo como filiación de toda aquella fase que he llamado “la autonomía de lo político”. Por otra parte, leo empíricamente este dato en la conquista y en la gestión del consenso con el que luego de manera práctica se identifican los sistemas políticos contemporáneos. Ya los llamo no sistemas políticos sino sistemas apolíticos. La sociedad occidental está dividida no ya en clases, en aquella antinomia del pasado, sino en dos grandes agregaciones de consenso, de igual consistencia cuantitativa: en todos los países occidentales este consenso, de los EE.UU. a nosotros, cuando se hacen las cuentas finalmente resulta 49 a 48, o 51 a 50. El consenso, en suma, es dividido en dos, ¿por qué? Porque, por un lado, existen pulsiones burguesas reaccionarias y, por el otro, pulsiones burguesas progresistas. Pulsiones, esto es reflejos emotivos, imaginarios simbólicos, todos movidos y gobernados por las grandes comunicaciones de masas. Por un lado, el conservadurismo compasivo; por el otro, lo políticamente correcto. Estos son los dos grandes bloques, la alternancia de gobierno que ofrecen los sistemas apolíticos democráticos.

Crítica elitista

En esta condición no hay posibilidad de ser ni de hacer mayoría. Es necesario afirmarse en una condición de minoría fuerte e inteligente. Desde hace tiempo vengo sugiriendo, sin gran escucha, la necesidad de revisar la gran estación teórica de los elitistas (…) los únicos que han formulado una crítica de la democracia antes de los totalitarismos. Y si esa crítica de la democracia hubiese sido tenida en cuenta, quizás una corrección de los sistemas democráticos no habría permitido la era de los totalitarismos. La de los elitistas fue una crítica de la democracia no desde el punto de vista del absolutismo.

Aquí, en este punto, la filiación en cambio es la del obrerismo, y paso a aclarar esta afirmación que no parece clara. Pensando y repensando, me parece entender que la clase obrera ha sido la última gran forma de aristocracia social. Minoría en medio del pueblo, sus luchas han cambiado el capitalismo pero no han cambiado el mundo, y la razón de esto está lejos de ser entendida, pero lo que se entiende bien es cómo el partido obrero se ha vuelto luego partido de todo el pueblo y cómo el poder obrero, allí donde ha existido, se ha vuelto gestión popular del socialismo, perdiendo por esta vía la carga destructiva antagonista. Y esto ha sido uno, no el único, de los elementos que han hecho posible la derrota obrera.

Concluyo, No sé si la multitud puede entenderse como una aristocracia de masas; si fuese así, estos discursos irían en cierta medida a encontrarse y entonces esta obra de reconstrucción podría dar lugar a un nivel superior. Pero sé también que, si las condiciones que hemos descrito permanecen, el sujeto se enmaraña dentro de esta red. Si la multitud permanece enmarañada en la red de la actual democracia real, creo que no logrará salir de modo resolutivo de la red del poder neoimperial. Una característica contemporánea del Imperio es efectivamente la de ser un Imperio democrático. Si no se ponen en crisis estas condiciones, el propio sujeto no conseguirá maniobrar políticamente de manera eficaz, aquí dentro, con una red alternativa, para otra posible ruptura histórica.