En junio de 2006 la Revista Confines publicó un dossier sobre fenómenos de violencia colectiva en América Latina. En ese intento de reflexionar sobre una temprana reivindicación de las formas populares de “justicia”, Alejandro Kaufman expuso un texto llamado “Genealogías de la violencia colectiva”, en el que procuraba un análisis crítico abarcador de problemáticas –más amplias y menos demagógicas– para el análisis de las formas de violencia, acoso, difamación y el consecuente clima de linchamiento.
En aquel texto, y partiendo de la naturaleza económica del problema de los bienes simbólicos –ampliación del capitalismo tardío y la consecuente limitación de la crítica al insistir resituar la posesión física del objeto–, el autor establecía en primer término el extrañamiento radical de la innovación tecnológica respecto a los valores emancipatorios, lo que determinaba a la crítica irremediablemente por fuera de los procesos de producción y creación de sentido. Situaba la violencia en un nuevo terreno objetual: los estados mentales en tanto superficie de registro e intercambio; las interfaces entre emisiones y recepciones biotecnológicas; los efectos psiconeurológicos de las imágenes y sonidos en los cuerpos; el consumo como fleje de temporalidad y espacialidad sígnica. Inteligir la violencia significaba comprender los flujos de ese nuevo mercado; articularla con una crítica política significaba bajo ningún punto de vista despojarla de su carácter de barbarie.
Pasados trece años de aquellos apuntes, la violencia punitiva avanzó no solo en las multitudes de las derechas regionales con su consecuente correlato en las plataformas electorales. También permeó en comportamientos colectivos que mimetizaron sentidos de las luchas de los derechos humanos –las formas ciber de escrache, linchamiento, disfamación– con la eficacia de tecnologías deudoras de la energía reactiva contra víctimas expiatorias.
Con todo esto sobre la mesa nos pareció necesario volver a articular con Alejandro una discusión política y resituar estas ideas respetando su primera voluntad: por un lado, pensar la crisis que ha estructurado las experiencias de barbarie y de apología de la crueldad que vivimos en la región; y, por otro, actualizar la tarea del pensamiento respecto a las formas de dominación sígnica y tecnológicas del poder en el capitalismo contemporáneo.
Alejandro, ¿es posible actualizar aquella genealogía? ¿Cómo estás ahora reflexionando sobre la violencia simbólica contemporánea?
Algo que no ha cambiado y que se mantiene como una matriz conceptual es lo que podríamos llamar una economía de la violencia. Es decir, una economía de la violencia es un modo analítico de ver inmanentemente cómo se producen los procesos y abandonar los términos binarios en que se suelen describir. Abandonar la lógica donde siempre hay un culpable y un inocente o una víctima y un victimario. Ningún proceso de violencia se reduce a eso. Algo que siempre vuelve a estar olvidado es que hay víctima y victimario allí donde a la víctima se la sustrae a la competencia para defenderse o para ejercer la violencia. Sería la figura del desaparecido, del exterminado en el campo de concentración. Siempre es alguien que fue torturado, que fue hambreado, alguien que queda sustraído al intercambio de la violencia. El exterminio está sustraído a la economía de la violencia.
Una vez hecha esa aclaración, lo difícil es establecer, en otras situaciones de violencia, de qué manera podemos describir una economía. Porque siempre que hablamos de una economía de la violencia tenemos que ir en contra del sentido común, de los intereses políticos, de las facciones de la buena conciencia. Hablar de una economía de la violencia nos saca de esos lugares dominados por las lógicas binarias e incluso nos saca del lugar de la justicia, en el sentido de que la justicia es siempre un irrealizable respecto a la violencia. La economía de la violencia solo le pone límites al problema de la justicia, porque no se resuelve por medio de la retribución. No se vuelve a ningún lugar de compensación del dolor o de la pérdida, sino que solo se participa de la economía de la violencia.
Respecto de aquel texto del 2006, en este momento las cosas se han acentuado porque el desarrollo de las redes sociales propicia otros escenarios que aún no terminamos de entender en su totalidad. Hay procesos de monetización, de construcción de nuevas corporaciones, de nuevas economías que imponen la tarea de resignificar casi todo para hacer las escenas inteligibles. Ese ya es un punto.
El otro punto es la profundización en los últimos años de lo que yo llamé “el estallido” y algunos otros llaman “terrorismo”. Esa forma de violencia anónima, indiscriminada, que también somete a una población a una condición de inermidad e indefensión. O sea, es como si estuviéramos en presencia de la matriz del exterminio pero organizada de modo diferente. Ya no hay un perpetrador claramente situado como aquel que tiene una víctima disponible, sino que se victimiza a una población cualquiera.
Esta es una de las discusiones pendientes en cuanto a la violencia. Porque, por un lado, las derechas estigmatizan culturalmente a sus oponentes y les atribuyen el peso sígnico de lo que conocemos como “terrorismo”, una designación que clausura toda discusión. Al no ser considerado dentro de la economía de la violencia, ni dentro de ningún orden político, lo transforma en una otredad a destruir: el mal. Pero por otro lado, en los progresismos o las izquierdas suelen adoptarse actitudes binarias y eso “malo” que construye la derecha, como no puede ser considerado en tanto “malo”, pasa a ser considerado “bueno”, y por tanto, lo tengo que comprender/inteligir en tanto “blanco”, “europeo”, “educado”, etc. Ya a esta altura, sabemos que esa operación no solo no resuelve entender los fenómenos de violencia sino que no permite ni siquiera acercarse a una descripción de la verdadera cuestión.
Otro elemento. Hay una transformación profunda del problema de la violencia y de la guerra que es concomitante de la revolución de género. Hoy en día el soldado ya no es necesario en los términos en que lo era en el siglo XVIII: no hace falta alguien que no tenga miedo, sea valiente y constituya un relato épico para ir al frente. Todo eso ha caducado. Puede seguir estando vigente solo en tanto residuo cultural, memoria, regresión; pero hoy convivimos con escenas como la del Estado Islámico enfrentado a un ejército de mujeres kurdas, y lo contradictorio que es para esa cultura el hecho de pelear contra una mujer. Es decir, hay un proceso de transformación de una magnitud ya muy diferente a la que vivimos hace una década atrás. Igual son reconocibles los eventos: hay linchamientos, hay masacres, hay atentados anónimos que victimizan a cualquiera. Esa suerte de arma de combate que utilizan algunas culturas o grupos, que es someter a alguien más poderoso – como podría ser el mundo occidental, dominante, blanco, establecido– a una incertidumbre, es clara hoy en tanto evento concreto de la economía de la violencia. En cualquier momento puede haber una masacre, una matanza indiscriminada y arbitraria. Y pueden ser distintos los actores que adoptan ese método. No es un método privativo de ninguna posición en particular, sino que aparece como un modo de la economía de la violencia, donde cualquiera puede ser víctima en cuanto a que está situado en un estado de inermidad. Es decir, uno está sentado en el subte y estalla el vagón, sin tener ninguna responsabilidad sobre la cuestión que es móvil del perpetrador.
¿Cómo releemos los conflictos sociopolíticos desde el punto de vista de una crítica de la violencia? ¿Es posible hacerlo?
Ese es un problema actual. Hace poco leía un artículo de Roberto Esposito que planteaba que la filosofía no tiene respuesta para este problema. Porque justamente las iniciativas de violencia consisten en dejar sin palabras a quienes parecen tener todo resuelto conceptualmente. Es decir, cuando las palabras vigentes encubren los conflictos, los soterran y hay un dolor, una discriminación, una injusticia, las formas de violencia tienen que renovarse. Así aparecieron en la historia expresiones como la guerrilla, las rebeliones de esclavos, los bandidos populares; y de algún modo esto que hoy llaman “terrorismo” comparte ciertas características, en ese sentido de irrupción. Sin embargo, hay distinciones que yo creo que se pueden hacer, porque la violencia indiscriminada pudo haber sido un problema históricamente, también. Sendero luminoso es diferente que Tupamaros en el modo en que se vinculaban con la población inerme. Sendero luminoso no la respetaba y Tupamaros tenía una actitud diferente. O sea, tanto en Tupamaros como en el caso argentino, cuando había una potencial víctima que no era responsable desde el punto de vista bélico se la consideraba fuera del mapa de acción. Quienes realizan prácticas de atentado anónimo indiscriminadas, como en el caso de Sendero luminoso, tienen una postura diferente. O sea que hay una ética de la violencia, que es una ética política de la violencia, que define qué tipo de efecto quiero producir en la esfera pública. Los atentados indiscriminados tienen como efecto un estado generalizado de cuestionamiento y de producción de incertidumbre. El ataque es sin razón. Es una impugnación civilizatoria o cultural de corte radical. En ese sentido, no hay respuesta política posible para ese tipo de comportamiento. Como no la hubo para Sendero Luminoso o sí la hubiera habido en Argentina si no se hubiese producido un genocidio.
La discusión que podemos tener sobre la economía de la violencia en esta época tan confusa podría establecerse sobre cuándo podemos distinguir un conflicto. Hay un conflicto cuando hay dos partes competentes para establecer la violencia. Cuando hay un actor que se sobrepone sobre el otro en términos de inermidad, tenemos un tipo de violencia no política y, por lo tanto, es algo sobre lo cual no podemos intervenir de un modo ético. Solo podemos repudiar o aspirar a superar la violencia a través de la política, pero no de un modo directo. En Argentina tenemos el caso de los dos atentados a la comunidad judía que se han entramado en la vida política como una suerte de barrera a toda posibilidad de resolución. Porque, por un lado, está el enfoque juridicista, que no es susceptible de superar en un conflicto internacional. Y, por otro lado, hay un criterio vinculado con el paradigma punitivo, que articula memoria con punición, y no memoria con historia o con cultura. La memoria vinculada con historia o con cultura no hace depender la sensibilidad testimonial o anamnética a lo que ocurre en los tribunales. Al contrario, nunca los considera suficientes, ni ejes de una acción superadora.
¿Qué pasa con esos conflictos y litigios sociales en el marco de una sobreexposición de la subjetividad a las redes sociales, donde los linchamientos o la sustitución de la palabra del otro también pueden ejercerse de manera simbólica?
Nosotros en Argentina hemos construido una experiencia de la memoria punitiva, es decir que hemos articulado –y no podemos sustraernos a ello– la memoria con el castigo y los culpables. Actualmente, como no estamos en presencia de un estado dictatorial que fue sustituido por una democracia como en otro momento de nuestra historia, sino que hay múltiples actores complejos operando en la misma superficie, esa memoria punitiva presenta lo que suele llamar “encubrimiento”, un término que se usa para describir la confusión. Una confusión que justamente lo que impide es la posibilidad de describir los hechos en términos de conflicto. Porque cuando se puede describir un caso en términos de conflicto se lo politiza; y, por lo tanto, hay partes que pueden conversar, sea en términos de negociación, de discusión e incluso de punición. Es decir, cuando se desaloja al oponente de toda interacción conversacional, y solo puede ser susceptible pasivo de ser castigado, lo que aparece es la no política y el ejercicio puro del imperio de la violencia, por más que sea legítima. O sea, la legitimidad de la violencia, por la ley, estructura la economía de la violencia en un sentido conservador, ya que mantiene las condiciones de la opresión. Cuando esto es dirigido además a quien se ha levantado de modo violento con motivos emancipatorios, y se admite su judicialización, su criminalización, lo que hacemos es cerrar el circuito de una condición no política. Ese es el problema.
Con el linchamiento en el caso del delito común pasa lo mismo; y de algún modo con el punitivismo feminista también. Es decir, cuando la discusión sobre las transformaciones profundas de la cultura erótica o de la economía libidinal queda sustituida por una serie de normas y resoluciones de tipo punitivo, lo que se cancela es la conversación, se cancela la politización, se cancela la crítica cultural, la transformación. Y lo que se produce es una regresión conservadora donde los eventos quedan tipificados de manera cristalizada y los litigios se resuelven tan solo de manera violenta.
En tu ensayo de 2006 vos hablabas de una “superficie psi” donde se producía un intercambio mercantil, multidireccional y sin retroalimentación alguna con el sujeto “acusado”, como acabás de decir. También establecías dos aspectos subjetivos equivalentes, el dolor y la violencia: con sus propias segmentaciones temporales en cuanto a la dinámica de entrada y salida –input/output– del sentido y de las acciones, completamente sustraídos del abordaje de una crítica política de emancipación. ¿Cómo resituarías ese aspecto en este momento donde ya se han desarrollado varias expresiones culturales que tratan la temática de la captura tecnomediática, como el caso de Black Mirror, etc.?
Yo creo que en la historia social de la opresión lo que siempre tenemos que volver a reponer es la figura de la sujeción. A la esclavitud y a la servidumbre sucedió el salario. El salario es una forma de sujeción de la vida, porque el vínculo laboral capitalista es una forma de sujeción. Tiene vigencia la contradicción entre propiedad privada de los medios de producción, por un lado, y solo disposición de la fuerza de trabajo, por el otro. Porque la fuerza de trabajo produce un tipo de inermidad; y siempre que hay una asimetría entre un lado activo e imperioso y otro inerme –los niños, los animales, los trabajadores, los siervos–, lo inerme no está dado por una derrota sino por las propias condiciones de existencia, provocando una situación de violencia unívoca ya que se ejerce de quien dispone de toda la fuerza sobre quien está completamente sustraído de toda la fuerza y de todo el poder. Es la estructura del crimen de lesa humanidad, es la estructura de la violación, que se reponen en esta época que estamos pensando la economía de la violencia en relación a esas figuras. Ese es el modo modernista de entender la economía de la violencia. Pero ese modo modernista no esclarece todo. Por ejemplo, el vínculo salarial es el que aún tenemos vigente, el comunismo ha sido derrotado y tampoco pudo superar la condición del salario en tanto superficie vincular.
Respecto a lo que planteás, ahora estamos en un momento en que aparecen nuevas formas de sujeción, menos discernibles que otras formas del pasado como la esclavitud o el salario. Lo que ha ocurrido históricamente es un paulatino indiscernimiento de la sujeción. En la esclavitud era muy evidente: había cadenas, látigos, encierro, secuestro de cuerpos. Ya en la servidumbre, ese discernimiento de las condiciones se redujo; y en la sociedad asalariada se redujo más aún, ya que el salario es una aparente sensación de libertad. Y en el momento actual, las relaciones que se producen y que parecen “libres” desde el punto de vista de la contratación y de los intercambios, están siendo estructuradas a través de un nuevo modo de sujeción, al que yo llamo “extractivismo de la subjetividad”. Eso es lo que está pasando en las redes. Ya no es el dolor lo que orienta la respuesta al vínculo, sino la felicidad.
Ahora lo que hay es una asimetría entre un cuerpo feliz que es sujetado a través de sus input de datos. Y esa extracción se monetiza, se capitaliza, y es funcional obviamente a formas de dominación: permite ganar elecciones, vender productos, estructurar discursos. Es un tipo de intercambio que se ha vuelto totalitario, porque abarca todos los espacios posibles y está muy lejos de la conciencia. Digo que está “lejos de la conciencia” porque estamos todos alegremente participando de esa lógica, con una vaga idea de que hay algo así como el big data o conflictos como el de Cambridge Analytica; y lo que hasta ahora solo se percibe cuestionable es desde el punto de vista de una ética de las instituciones, pero ese tipo de cuestionamiento, a efectos de construir sentido en términos de una crítica cultural de época, es completamente insuficiente.
Hay que ver por dónde se puede quebrar el frente que se nos presenta en este nivel, y creo que una de las líneas posibles de quiebre es empezar a cuestionar la publicidad. Sin darnos cuenta, hemos dejado avanzar al dispositivo publicitario en términos abusivos. Como la persuasión no es violenta, ha avanzado sin precedentes. O sea, en la relación salarial todavía no era necesaria la persuasión, porque la propia necesidad de sobrevivir de quien solo dispone de la fuerza de trabajo lo llevaba a someterse al trabajo. No es que había una moral del trabajo, lo que había era una coacción brutal por la cual si no trabajabas te morías de hambre sin ninguna otra posibilidad. Ese dispositivo se fue acentuando en la medida que las ciudades crecieron y las poblaciones no migraban ya hacia lugares no urbanizados, ya que no quedaban posibilidades de vida por fuera del trabajo asalariado. Ahora que esa matriz se está disolviendo o transformando a través de maquinización, tecnologización y nuevas relaciones sociales, lo que está quedando fuera del orden de la atención son las maneras aparentemente no violentas con que se nos somete a un trato. Se naturalizan tratos que en otros momentos históricos no hubieran sido aceptados.
El hecho de que todo el tiempo se nos esté diciendo “coma algo”, “beba algo”, que se nos esté interpelando mediante todas las formas posibles para que consumamos, es una forma novedosa de sujeción. Incluso a veces me pregunto si el sueño sería un lugar inabordado por la publicidad o no. Es discutible. En una administración del tiempo donde tenemos exposición de 24/7 a celulares u otros dispositivos, el sueño no es un espacio o un lapso temporal preservado, sino que está intervenido. Por algo existía la metáfora de Drácula durmiendo en un ataúd. Drácula solo podía dormir dentro de un ataúd porque era el único lugar donde la luz no le podía llegar. Hoy por hoy, hasta en el ataúd dormís con celular, con tablet, o sea, dormís con luz. Dormís con los fotones. Drácula era una especie de advertencia sobre cómo los fotones iban a dominar el mundo, una advertencia sobre que iba a desaparecer la noche. Drácula se horrorizaba frente al sol, pero ahora el sol es permanente. Ahora no hay más noche, los dispositivos reducen la luz azul y el sueño se ha tecnificado. El sueño ya no es la oscuridad y se ha convertido en un lugar de extracción de datos desde el momento en que uno duerme con aplicaciones que monitorean el sueño y transmiten esos datos.
Es otra forma de violencia…
El proceso por el cual hemos llegado al punto actual ha tenido que ver con el modo en que fue usufructuada la libertad de expresión para ejercer una forma blanda de violencia, consistente en la persuasión. Una persuasión insistente, con recursos concentrados que vuelven inermes a los cuerpos. Ahí tenemos una configuración cuya matriz es el crimen de lesa humanidad o la violación. Una matriz en la cual un cuerpo, cada cuerpo, puede ser bombardeado 24/7 por una corporación con seducciones, suscitaciones, sugerencias, indicaciones de qué hacer, qué comer, qué comprar. Además, todas esas indicaciones y persuasiones vienen planteadas con una moral progresiva y también restrictiva. Un dato interesante a observar es como la mayoría de la gente aceptamos pasivamente esta situación sin mencionar marcas o empresas en la esfera pública. O sea, uno hoy puede ir a la televisión y decir que hay que matar al presidente, pero bajo ningún término puede cuestionar una marca, un logo. Fijate esa expresión de la gente en la TV cuando pregunta “¿puedo mencionar la marca?”. Hay más respeto por la marca que por cualquier nombre propio, digamos. Se ha logrado instalar una forma de poder persuasivo, blando, aparentemente no violento, que es el de las marcas, las corporaciones, el capital. Un poder con carácter anónimo, transversal, fluido y extractivo. Ese poder nos coloca en situación de inermidad, de sujeción, de asimetría, donde somos unidades energéticas de prestación de recursos, sea en forma de datos, de fuerza motriz o de subjetividad. Ese es el escenario de la opresión de la actualidad.
¿Podría marcarse a la pornografía como un antecedente de captura libidinal?
La pornografía ha sido utilizada para esto, porque opera como sujeción blanda el uso del cuerpo de la mujer. En ese sentido opera como antecedente, si se entiende a todo el sistema en cuanto pornográfico, donde está normalizado el uso de la exposición pornográfica. Pero hay una diferencia importante: a la pornografía le falta el afecto de la publicidad. La publicidad puede no ser pornográfica y la pornografía puede no ser publicitaria. O sea, está bien el uso del término “pornografía” en referencia al modo de describir la espectacularización. Pero en la publicidad la persuasión tiene un efecto adicional, que es que el cuerpo no fue a buscarla. Cuando hablamos de pornografía, hablamos de un consumo del cual uno voluntariamente participa, no hay una pornografía que se nos impone. No nos suscitan pornográficamente. Sí se nos impone la marca mediante métodos publicitarios que pueden usar muchos de los recursos pornográficos. La imposición publicitaria va más allá de lo visual donde cimentaba lo pornográfico, porque se rige en todos los sentidos, en todos los espacios y durante todos los momentos. El dispositivo publicitario es el que permite que me lean el correo, sepan de qué estoy hablando y que si escribo la palabra “Capri”, comiencen a llegarme ofrecimientos de viajes por el Mediterráneo.
Hay, en el modo en que se establecen los discursos, una especie de algo no dicho, que está dirigido estratégicamente a suscitar en mí una orientación de mi deseo. Y ese es el tema. El concepto de pornografía exige una mayor codificación. Es más, es una codificación que se está perdiendo, en el sentido de que lo que se está haciendo con la matriz publicitaria es disciplinar lo deseante de forma atomizada que lo haga posible de sustracción. Que se pueda extraer y tratar con los mismos procedimientos que la minería. La minería destruye completamente el espacio donde extrae una riqueza que se recategoriza. El oro, el gas, están en la montaña, como cualquier otro elemento, conformando un paisaje. Se destruye ese paisaje para extraer ese mineral o materia específica que quiero y la reconfiguro. Lo que estaba disperso y en un estado específico lo convierto en otra cosa: un lingote de oro, una joya, energía para fábricas, etc. Eso mismo está sucediendo con la subjetividad. Es como si los cuerpos de la humanidad fuéramos un reservorio deseante que es tratado del modo en que la minería trata a los recursos geológicos. Somos objeto de una prospección a una manera geológica donde se nos extrae lo que puede ser útil a la conformación del capital.
Quizás, pecando de ingenuidad, esto es más traumático para las primeras generaciones que fuimos expuestas a la aparición de esta operatividad de sujeción por parte del dispositivo de redes sociales o publicitarias. Intuyo que en jóvenes nacidos en este milenio esa exposición y la forma de consumo operan en la subjetividad de manera menos traumática, menos libidinal también. De hecho cae mucho el uso de Facebook, se hace otro uso de Instagram, y en cuanto a Whatsapp hay una disposición más selectiva al decidir qué abrir, si permitir las notificaciones, o a quien mantener no bloqueado; hay en las nuevas generaciones algo de manejo de la ansiedad respecto a qué van a descubrir allí…
Es una buena pregunta, que requiere una respuesta con contradicciones. Porque en todo proceso tecnológico y cultural modernista, lo que en una primera instancia aparece dramáticamente –las primeras máquinas, la construcción de los ferrocarriles– luego se asimila. Ahora podemos tener una relación romántica con el tren o con las máquinas, pero cuando se las construyeron era todo horrible, moría gente, significaban una experiencia traumática. Efectivamente, los recambios generacionales y las transformaciones tecnológicas van produciendo cambios, pero no son necesariamente progresivos. Porque esa ansiedad en el uso de las redes que describís que desaparece en los más jóvenes cambia efectivamente en el tipo de consumo, pero no en un sentido progresivo, sino que se vuelve inmanente y al quedar menos advertida es menos dramática. Del mismo modo que no advertimos lo que el salario tiene de subordinado –porque nuestro discurso es positivo respecto al trabajo: “trabajo de calidad”, “vacaciones”, etc.– y lo vivimos casi como una sujeción afortunada; tampoco advertimos los grados de sujeción de la matriz tecnoevolutiva. Ya no es una cuestión de redes sociales, en el sentido que se fueron instalando y como las fuimos describiendo desde el conocimiento empírico de las ciencias de la comunicación. Desde el momento en que tanto la histórica clínica de cada uno como su entramado social –los datos de identidad, los tramos que recorre nuestro cuerpo y quedan registrados en la SUBE, nuestra ubicación vía celular, etc.– están completamente digitalizados, ya no estamos hablando de los usos y consumos de cualquier mediación. Ya no estamos hablando de algo que “vos haces” sino de algo que “vos sos”. Es decir, el modo en que se está instalando esa extracción de datos y ese orden de sujeción ya no depende de lo que hagamos con las redes. Es un régimen relacional, un régimen de relación que está constituido por quienes disponen de los medios de producción, por un lado, y por quienes no disponen de esos medios, por otro.
Ahora los medios de producción están siendo las estructuras susceptibles de extraer datos: son los bancos, son las tarjetas de crédito, los Estados nacionales, las corporaciones, los sistemas de salud. Por ejemplo, el sistema de salud a nivel global sabe qué órganos tiene cada humano para donar. A través de la big data y el cruce de datos de los hábitos de individuos, obviamente puedo realizar una inferencia estadística de qué disponibilidad de órganos puede proveerse a nivel global. ¡Si eso no es una forma de sujeción, qué podría serlo! Cuando más profunda es la sujeción, menos importa lo que haga el cuerpo. Lo mismo pasaba con la esclavitud. Cuando los esclavos eran el paisaje natural, había esclavos que la pasaban bien, que eran filósofos, que eran músicos; no todo era sometimiento en términos estrictamente corporales. Eso también es una invariable respecto al texto de 2006: las cosas no son binarias dentro de la economía de la violencia.
Argentina vive una situación política concreta en la que, aparte de este régimen relacional y estas formas de sujeción, todavía enfrentamos la imposibilidad de atenuantes respecto a la supervivencia de los hombres. ¿Qué opinás sobre esa coyuntura y la cristalización de los debates en torno a esto?
Hay un debate que a Argentina no llega –porque creo que es censurado, o no se llega a tener el coraje cívico de formularlo en voz alta– que es el de la renta básica incondicional. Es un debate que se está dando en Europa, tanto por izquierda como por derecha, y que implica una forma de atenuar algunos aspectos del capitalismo tardío haciendo que la supervivencia no dependa del empleo. El planteo es que toda la población reciba una renta, una asignación monetaria, sin causa. Tenga salario o no tenga salario, toda la población debe recibir una cantidad de dinero que le permite vivir. Es preocupante que, en la coyuntura que atraviesa Argentina, debates como este no aparezcan, no se estructuren. Que los sectores populares no lo articulen. Estamos dejando que la derecha imponga una moral del trabajo y una moralización de los subsidios de supervivencia como si fueran transitorios o indebidos. Hay una culpabilización de los movimientos sociales que no tiene ninguna justificación desde el punto de vista de los debates actuales. No es que la Asignación Universal por Hijo (AUH) tiene que dejar de existir; tiene que ampliarse.
Mientras que en Europa y EEUU se está discutiendo explícitamente la renta básica incondicional, acá –que somos los que en el mundo probablemente tengamos la base social más cercana o preparada para poder experimentar con esto– nos dicen todo lo contrario. El gobierno actual y los medios quieren ir en contra de la renta básica, es decir, en contra de las nuevas formas de justicia compatibles con el capitalismo, argumentando día y noche que el Estado no tiene por qué mantener a veinte millones de personas y que ese es el problema de este país. Dentro de esos veinte millones cuentan jubilaciones, pensiones y subsidios. Esas veinte millones de personas que reciben una renta del Estado, en lugar de ser presentadas como el problema básico de nuestro país, deberían ser consideradas como un enorme avance político que colocaría a la Argentina a la vanguardia de uno de los urgentes y actuales debates del sistema capitalista.
Lo que ha venido ocurriendo con los procesos tecnológicos –que son las condiciones urbanas de vida– es que si vos en el siglo diecinueve podías irte al campo, a la selva, a la montaña, a vivir, la vida no dependía de manera excluyente de la tecnología o de la vida urbana. Hoy eso ha cambiado. Estamos en un planeta satelitalmente cubierto. Urbanísticamente generalizado. Con crisis ambiental. Hoy no hay afuera. Es decir, hay una trama tan densa que provoca que las relaciones sociales se vuelvan inapelables. Por eso, la discusión de la renta básica no es una discusión moral. Es una discusión dada sobre una condición de encierro en la que nos encontramos, dentro de cierta contextualización de la vida moderna, donde lo que hay que decidir es si se nos sostiene la vida o no se nos sostiene la vida. No hay salida, no existe un otro lugar. No hay un afuera de la ciudad. Las crisis son crisis de inanición, de indigencia, de humillación extrema. Son crisis humanitarias catastróficas. Por algo se las teme y se las esgrime como argumento. Como en el caso de Venezuela, donde se acusa a un régimen igualitario –más allá de que haya fracasado o no políticamente– como responsable de lo que justamente el sistema no puede resolver, y con el único fin de mantener de forma conservadora las relaciones sociales existentes.
Hemos llegado a tal regresión que estamos admitiendo –como sociedad, de un modo impune–que se plantee que los servicios de agua, gas y luz no son derechos humanos. Habíamos logrado ese avance en el gobierno anterior y ahora hemos retrocedido con una facilidad aterradora. No tiene razón de ser un discurso que esgrima que hay que pagar los servicios a su valor real. En la medida en que son recursos de la humanidad, recursos colectivos, no los tiene que pagar nadie. En el presente, la tecnología ocupa el lugar de la sangre, de los huesos, se integra al cuerpo. Somos cyborgs en ese sentido: no en el sentido estético de la historieta, sino en el sentido de que nuestro cuerpo más la electricidad, el gas y el agua terminan siendo la unidad en sí, ya que sin eso no tenemos posibilidades de subsistencia. Que no recibamos luz, gas o agua es lo mismo a que me saquen la sangre. Ya no hay una diferencia entre una cosa y la otra. Retrocedimos en ese sentido. Esta asfixia colectiva que vivimos los últimos años –a partir de tarifazos, procesos inflacionarios, quita de salario o de subsidios por desempleo– podemos percibirla como opresión, pero no tenemos conceptualmente y de modo público el discurso necesario para enfrentarla.
Configurar las relaciones de sujeción de ese modo aparentemente tan adorniano, tan terrible, en el sentido de una situación sin salida donde se ha pasado a tratar a los humanos como reservorios mineros de datos, puede parecer algo muy dramático, muy apocalíptico; pero es lo que nos puede inspirar una politicidad emancipatoria más exigente, ya no reservada al sentido común. Yo esto lo llevaría al terreno actual de la política argentina, donde aceptamos la moralización del empleo, del trabajo y, por lo tanto, la estigmatización de los trabajadores en términos de “vagancia” ya que reciben subsidios. Pareciera ser algo indebido moralmente recibir un subsidio en Argentina, lo cual es tremendo. Hay que poner la discusión en esos términos: es inconcebible que se haga sentir a millones de personas que no tienen empleo que están incurriendo en algún tipo de delito o de falta moral. Es un retroceso no comprender que en realidad es el sistema el que ha empujado a enormes masas de gente en dirección a la desocupación y que es incapaz de sustentar la existencia de los hombres.
Ahora bien, por un lado, ¿no es el peronismo deudor de un discurso que termine articulando su práctica política con un pensamiento que desborde o profundice el eje de la justicia social, de la soberanía popular? Por otro lado, en la coyuntura que le planteó Cambiemos como estrategia, se vio enfrentado a una articulación discursiva deudora del individualismo y la autoayuda. Esto significó, dentro de ese mercado simbólico, un anclaje –a cualquier precio, con cualquier costo– en la violencia hacia todo lo que “uno” no es.
Justamente por eso es importante sostener las nuevas formas de sujeción como modos libres de someterse. Tanto como en relación al salario, uno es libre de morirse de hambre, es libre de trabajar o no trabajar, y es libre de pensar y exigir por “su” sacrificio. Pero no es libre de vivir. Solo se podrá vivir si uno se somete a la condición actual. Lamentablemente, este año, si lo tuviéramos que analizar con muchísima frialdad, no estamos discutiendo nada de lo que deberíamos discutir. Solo estamos discutiendo si el modelo más extremo de la sujeción se va a mantener o no. Y lo otro que puede ocurrir no lo estamos pudiendo discutir. Porque lo que se impone es un conformismo aplastante. El peronismo está siendo castigado por haber cometido la audacia de ir por encima del promedio aceptable al que destinan al mundo periférico los poderes centrales.
Para jugar en la institucionalidad democrática hay que aceptar el juego de la asimetría de clases. Es decir, no es que hay una discrepancia esencial e incompatible, ya que justamente la democracia sería la negociación de esa discrepancia sin transformarla. En ese sentido, hay un problema de la conciencia en Argentina, que es por lo que se producen tantos desencuentros políticos. Porque no hay una congruencia entre lo que aspiramos y lo que estamos dispuestos a sostener en la vida cotidiana o en la política. Las discusiones en ese sentido no son explícitas.
Otro problema es que los movimientos populares no tenemos resuelta esa articulación entre pensamiento, política y futuro. Y no sé si la podríamos tener. Cuando hablamos de la pregunta que hacés siempre recurrimos a economistas o planificadores y eso es abstracto y en cierto punto irrelevante. El peronismo ha planteado el futuro como horizonte, no como proyecto, no como plan. Los planes se hacen cuando se ganan las elecciones, no antes. Cuando se está en el poder se hace un plan; cuando no se está, se piensa un horizonte. Y en eso es muy interesante el peronismo, porque solo se traza como horizonte cosas concretas y reales. Por eso tiene una autenticidad que lo vuelve invulnerable y que hace que, con el tiempo, vuelva siempre a reponerse. Porque el peronismo es siempre una memoria del bienestar que se tuvo y de recuperar una condición equivalente que no se sabe cómo va a ser, y que tampoco importa, porque sí se sabe que de algún modo va a ocurrir. Eso es extraordinario. Es muy original.
Ahora, en el juego de la institucionalidad democrática, existe una impostura, una impostación cuando los distintos actores vienen a proponer un proyecto. Esa conversación encubre la incompatibilidad esencial y, en ese sentido, la clase media no termina de confesar que no le importa lo que ocurra con las clases bajas; las clases propietarias no confiesan que no les importa absolutamente nada de lo que no sean ellas mismas, o sea todo el resto. Lo que yo en algún momento llamé destituyente refiere a esa indiferencia por la suerte de la mitad de la población argentina: algo que todos sabemos que ocurre pero no nos hacemos cargo de las consecuencias políticas e institucionales concretas y específicas. Esto lleva, por ejemplo, a que ahora haya un gobierno que está dispuesto a poner en riesgo hasta el último minuto una serie de variables que la mayoría de los argentinos no queremos que estén en riesgo. Sin embargo, tienen el poder para llegar a ese punto porque tienen sus condiciones de supervivencia aseguradas.
Estas cosas son las que han provocado un desencuentro entre distintos niveles de discursos. Y ahora vivimos una dislocación entre los problemas decisivos que habría que discutir de forma urgente y el modo en que se dirimen las disputas por el poder. Hay que comprender que son dos cosas desencontradas que, a lo que nos van a llevar, muy probablemente, es a que la disputa por el poder tenga un sesgo diferente a la discusión por los asuntos esenciales. Estamos coaccionados por una situación extrema que nos impide discutir cualquier otro tema.
Y en tu pregunta hay otro aspecto que yo quiero marcar, porque por un lado está esta disociación entre política e intelectualidad, que suele no ser advertida. Cuando uno habla intelectualmente de lo que usualmente se discute, lo que hace es parafrasear lo que se discute y no reformular la discusión. Por eso hay una impugnación del estado intelectual que también es un problema. O sea, no hay una susceptibilidad pública proclive a lo que estamos conversando, no tiene lugar.
Es decir, un tema sería el de la sustentabilidad de la existencia. Que aún no lo podemos discutir. Y otro tema sería el problema de la violencia simbólica con respecto a los movimientos populares. En ese punto hemos retrocedido de una manera exponencial, a pesar de que es más fácil hablar de eso ahora que hace un par de años atrás. El movimiento popular está casi inerme frente a un trato de delincuencialidad, de criminalización de estigmatización. Una inermidad que no es ajena a que no logremos convertirlo en un problema a discutir, darle la relevancia que tiene. Porque es tan relevante ese problema como el hambre. Porque, en cuanto a las políticas de difamación, no se me escapa que la militancia intelectual que tiene una actitud moral con respecto a la igualdad, y por lo tanto no acepta que la gente tenga hambre, acepte sin embargo, como si no fuera un problema, que la gente pueda ser estigmatizada. Como si ese tema pudiera quedar librado a una especie de “caballerosidad holística”. Como si no fuera un problema político, un problema colectivo, un problema de justicia.
En ese sentido, encarcelamientos como los de Milagro Sala, Julio De Vido, son emblemáticos.
Hay una nueva tecnología discursiva que consiste en hablar del dinero. El dinero no está en ningún lado, pero la tecnología consiste en establecer una supuesta ruta del dinero, ese dinero que no está en ningún lado, y se persigue gente por eso. Y los perseguidores son justamente gente extremadamente corrupta. Los casos de Julio y de Milagro son justamente los casos de los que no robaron, sino de los que distribuyeron el dinero. Ese es el verdadero problema. Pero la técnica de la difamación tiene una enorme eficacia, porque te coloca en un lugar vulnerable y promueve una no conciencia respecto a la propia tecnología difamatoria. Hoy existen grupos políticos absolutamente devastados por las técnicas de difamación y no tienen la menor idea de lo que les está pasando y se rigen exclusivamente por el hecho de evitar ser difamados.
Ciertamente la difamación es un hecho devastador: realmente es como que te maten. Causa un daño muy difícil de reparar. Entonces, como es algo que se teme, no se lo discute, no se lo coloca o articula como discusión política. Ha ocurrido exactamente lo mismo durante el primer peronismo, ha ocurrido lo mismo en Ecuador con los movimientos que apoyaron a Correa, ha ocurrido lo mismo en Brasil con los que apoyaron a Lula. Son tecnologías de la subjetividad que están planeadas y estructuradas, que son de larga data, que vienen de la historia del racismo, del antisemitismo. Entre los ejemplos históricos de esa difamación están las brujas. O sea, son casos donde la asimetría es total. La mujer, el pobre, el denunciado, no son simétricos con el otro. ¿Quién era el que podía hablarle a otro y no ser respondido? El señor, arriba del caballo. El siervo nunca puede hablarle al señor. Esta una cuestión muy grosera.