En la sala dedicada a Antonio Berni del Museo Nacional de Bellas Artes hay dos obras de su creación Juanito Laguna. La primera, “Juanito Laguna aprende a leer”, forma parte claramente de la serie que narra la vida de un niño de los barrios periféricos, carentes, villeros de las grandes ciudades, a través de una combinación de color y materiales adquiridos en esos mismos barrios y sobre los que Berni explota toda su posible funcionalidad expresiva. Son los años sesenta; Berni trabaja con la forma, trabaja con el lenguaje, para darle expresión a un mundo sin equidad pero, a la vez, con potencia: “Juanito Laguna”, declara, “supera su miseria circunstancial porque intuye vivir en un mundo cargado de porvenir”. Es la memoria de un mundo convencido todavía sobre el derecho del justo y el fin de la inequidad, social y cultural, a partir de la crítica y el pensamiento autónomo. Juanito es un niño pobre pero es hijo de obreros, en sus imágenes hay carencia pero hay producción. Es una mirada certera pero no insoportable sobre la realidad social. En el segundo cuadro, “Pesadilla de los injustos”, el relato de la pobreza se entrama con la inequidad. Se trata de un conjunto de figuras-monstruos que son quienes dan forma al injusto mundo de Juanito. Son seres inhumanos, responsables de administrar la desigualdad; son el poder en toda su brutalidad, arbitrario, irracional, doliente. Sin embargo, el cuadro contiene un subtítulo: “La conspiración del mundo de Juanito Laguna trastorna el sueño de los injustos”. Los despojos de la sociedad que margina a Juanito aparecen como texturas opacas y rugosas; pero, a la vez, se resignifican en la solidez de sus cuerpos que pueden vencer a los monstruos. Es una indagación estética, una experiencia política que todavía no ha naturalizado la desigualdad y confía en su transformación.
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La desgracia solo está constituida por impresiones, dice Simone Weil. En las dinámicas de trabajo es inevitable pero, al mismo tiempo, conveniente que exista monotonía y aburrimiento, porque la opresión aparece en la incapacidad del trabajador de dominar su propio tiempo. Cuando la temporalidad se vuelve ajena, no hay condición para la libertad y el transcurrir solo se atraviesa con permanente dolor. Los trabajadores viven en la inconsistencia de su propia experiencia, que se constituye como algo inhabitable. La organización era una respuesta al dolor, una comprensión sensible, las condiciones para una práctica de carácter humanista. Era un relato sobre las condiciones de desigualdad: el que volvía a atar a un trabajador con lo que producía y hacía que sus formas de dolor se tradujeran en derechos, como contra-operación sobre aquella que hacía que su vida saliera de sí sin dejar huella. Estos derechos que adquieren los trabajadores no son únicamente las condiciones materiales, sino también los grados de libertad y las formas de relacionarse con el mundo. La organización disminuye la asimetría para lograr ciertos momentos donde puedan habitar algunas modulaciones contra la brutalidad.
Hoy, la necesidad de llenar el vacío del agotamiento, del aburrimiento, de la falta de manejo del tiempo persiste; pero, lejos de operar contra una lógica de deshumanización, hoy se vuelca sobre placeres banales y embrutecidos. Capturas de pantalla que caen sobre la legitimación de valores inútilmente amontonados que se empeñan en hacernos dóciles y felices. La mayor eficacia de estos nuevos tiempos brutales es su capacidad para desarmar conexiones entre la responsabilidad política y los dueños de las dinámicas económicas. Sobre una superficie desvencijada que anuda íconos cualunquistas gastados y construye realidad por repetición, se encuentran nuevas formas para disimular asimetrías y producir empatías ficcionales tan fuertes que podemos votar patrones sobre la idea que no tienen condición política ni mérito alguno sobre nuestras desgracias. Se consolida la obturación de lo siniestro: que lo que mueve al mundo es la apropiación de riquezas sobre formas cada vez más deshumanizadas de la injusticia.
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“Hay que tener cautela”, dice Jorge Asis en el programa de Alejandro Fantino, “nos mira mucha gente que está pasándola verdaderamente mal mientras nosotros mostramos dólares. Y parece que nos tenemos que acongojar por estos empresarios que dicen que los coimearon para sacarle 600 mil dólares mientras hay pibes que van al frente y ponen el cuerpo por un celular. Delinquiste, robaste: bancátela, como hacen los pibes que se roban un reloj. ¿O pensamos que hay delitos distintos, justicias especiales, y que a un tipo que delinque en otro nivel hay que comprenderlo? Yo soy un demócrata, creo en la igualdad”.
¿Cómo hacer reingresar el dolor de los otros cuando nos atraviesa una pesadez tan fuerte que casi impide sentir la presencia de quienes también sufren? La brutalidad del sistema queda reflejada, se vuelve sensibilidad, en la anulación de los movimientos, los gestos, las palabras, la mirada de los que están alrededor. Lo que desarma la frase de Asís es que el orden de responsabilidad pública, la condición política, solo puede existir cuando existe la decisión de hacerse cargo de lo injusto que pesa sobre el cuerpo propio y ajeno. Durante algún tiempo, el valor de la progresía fue su capacidad por crear formas, modulaciones, organizaciones, narrativas que pusieran ciertas condiciones de humanidad frente a la brutalidad vívida. Tras la caída del mundo socialista, en la era del absolutismo neoliberal aplastante, frente a la banalización de lo popular y los entramados de la política, la desaparición de la vida pública y de las formas democráticas, las experiencias progresistas –sociales, políticas, culturales– pudieron contener formas de libertad. Como ataban lo desigual a la política en su condición más radicalmente humana, su aporte fue volver a sostener el acento sobre lo difuso, sobre lo intermitente, servir de refugio para lo que no cesaba de querer permanecer por fuera de ciertas certezas económicas y políticas pero también sensibles y pensantes. Puestos a rodar obstruidos, capturados, desconfigurados, ciertos valores y dispositivos estéticos y discursivos de estas matrices hoy se nos vuelven ajenos. No pueden dar cuenta de que su lectura, multiplicada en el orden público, va en sentido opuesto al que había tenido su impulso vital: intenta homogeneizar la experiencia para vaciar la historia. Proliferan, de este modo, discursos que falsifican pruebas o que las multiplican: no importa, en definitiva, ya que solo sirven para reproducirse hasta el infinito y convertirse en un mero instrumento de consenso. Discursos donde priman la voluntad de prontuario y nada puede escapar de los modos espectaculares de ligar lo injusto con lo corrupto, sobre una lógica vulgar para la cual la riqueza es un número finito, mientras que la verdadera desigualdad se construye en términos de concentración económica de proporciones realmente significativas y condiciones estructurales. La única respuesta política puede ser la que repita el gesto de autoatribuirse la regeneración de una comprensión que relate la asimetría material frente a la pretendida transparencia que habla de los procesos políticos como si fueran meras abstracciones.
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El peronismo es el mito plebeyo de la igualdad. Construye poder alrededor de distribuir efectivamente los recursos existentes y, por lo tanto, concibe su legitimidad en el ejercicio de una autoridad política que pueda potenciar lo posible como su única forma válida y sustentable. Nunca renuncia a la historia, ni a la “realidad efectiva”: es excesivamente verdadero. Como en la experiencia obrera, los recursos no son estáticos ni permanentes, pero pueden construirse sobre lecturas políticas materiales y estructurales de la desigualdad tan profundas que siempre pueden volver a decirse. Es por esto que el peronismo es una memoria que nunca se termina de agotar. Está fundado sobre intuiciones sensibles, formas del cuidado, evidencias corpóreas y sanguíneas, tonos impronunciables. Hay tendencias reaccionarias y tendencias vitales, hay mitos burgueses y mitos obreros. Los primeros contienen las formas muertas, policiales, sin otro fin que la dominación que predominan en estos tiempos de manera profunda y sustantiva. En los mitos obreros, al contrario, siempre hay invención y, por lo tanto, vitalidad, porque necesitan decir la igualdad en un plano para operar contra la desigualdad en el otro. Esta vida se rebela contra el principio de la forma bajo movimientos que reclaman soberanía; y la condición soberana se ejecuta necesariamente sobre todos los órdenes de lo vital. Por eso subsiste, porque se aloja en cada salida genuina, en cada diálogo capaz de sostener contenidos, en cada elección sin daño. Hoy, algo de esta nobleza de lo plebeyo parece no poder suturarse frente a la aceptación del dolor ajeno y la muerte sobre la comunidad. La potencia del peronismo es la de ser una última voz contra la gobernabilidad del asesinato como imaginario social imperante. Una última confianza en lo humano. De nuevo.
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No hay exterior de la crueldad; hay, sí, formas en que una vitalidad puede hacerse visible en la trama de violencia. Es la construcción de un mundo, de saberes, de regulaciones, sobre las formas de lo injusto, con las características de un estallido existencial único porque es una fábula sin moraleja. Como en la pintura de Berni, los monstruos son bravos pero quizá no invencibles.