Ruina sobre ruina sobre ruina, querido Santiago. Fue llegar a Ciudad Felix y quedarla en la avenida de circunvalación que oficia de frontera e ingreso a la urbe, la caravana a cómoda velocidad crucero transformada de sopetón en manada de bueyes con una perspectiva de avance nanoscópica. No por magia, sino por arte y gracia de un conglomerado urbano que no tiene calle que no esté cortada, en remiendo y abandono permanente, rota, vallada, perforada, escombrada, abismada; una ciudad en la que no hay cincuenta metros seguidos de vereda sin baldosas flojas o faltantes, sin cráteres o zanjas u ochavas estalladas o cordones carcomidos o restos materiales de intentos fallidos de arreglar lo que al parecer no tiene remedio. Ciudad Felix, la del “Estamos trabajando para vos” como hit de los últimos quince veranos; la de la reparación permanente como mantra de la patria cementista; la del espacio público colonizado por los sesenta o setenta emprendimientos de rompe y pica subcontratados por los siete u ocho cárteles privados que monopolizan los servicios esenciales, so pretexto de emparchar y atar con alambre urgencias básicas de infraestructuras saturadas. Todo bajo venerable anuencia, laissez faire y partidas presupuestarias de la administración imperial, por cierto.
Este escenario de destrucción masiva, que propende con naturalidad al colapso constante del transporte, hace que para el habitante medio, la existencia ideal suponga reducir al mínimo los desplazamientos corporales; actitud que fomenta el encierro, la virtualidad y el avance de la vecinocracia como Zeitgeist. La hostilidad del territorio es contrabalanceada, sin embargo, con enérgicas acciones de inyección de entusiasmo llevadas adelante por el estamento munícipe del Imperio: afiches publicitarios del estilo “Qué lindo es vivir en Ciudad Felix” y “Vamos a disfrutar la ciudad”, ilustrados con personas sonrientes y en poses de goce mundano, y carteles que rimbombean autoelogios seudo-informativos acerca de obras de infraestructura siempre in progress y de indefinida finiquitación bajo eslóganes del tipo “Juntos estamos transformando la ciudad” saturan de amarillo y optimismo ramplón el paisaje citadino. La estrategia tiene al parecer su eficacia, ya que no son pocos quienes piensan que el estado de varios lustros de intransitabilidad urbana es transitorio, ni quienes en todo caso porfían que es la indolencia congénita de los habitantes de a pie, unida a la responsabilidad de gestiones preimperiales –cada vez más allá lejos y hace tiempo–, lo que habría arrojado a la ciiudad a su actual condición exasperante. Con pretensión de metrópolis global y corporeidad frankensteiniana, lo cierto es que Ciudad Felix parece estar en guerra permanente consigo misma, efectivamente en vías de transformarse en algo que quién sabe qué será más allá de la destrucción.
Con un panorama tal, decidimos dejar el material rodante en el estacionamiento del mercado municipal a orillas de la ciudad, al cuidado del pequeño Timmy –hace un par de días con un resfriado alérgico brutal– y del viejo Eladio, indignadísimo por partida doble: primero, al verse expulsado de modo tan categórico por una ciudad en la que su silla de ruedas, por más motor última generación y tuneo que tenga, es convertida por la fuerza de los hechos en un objeto inútil; segundo, al enterarse que los dos ejecutivos de la administración imperial que comparten su situación –el ministro de empleo Yoryi Fiacca y la vicenadiesesabequé Mimí Chetta– son felixianos nacidos y criados… Lo único que pudo sofrenar en parte la ira del viejo fue darle vía libre para que, junto al reaprovisionamiento de víveres general, comprara las chucherías que quisiera en el mercado (algo decía, entre maldiciones y refunfuños, acerca de conseguir impulsores aéreos, resortes y unas cadenas; allá él). El resto partimos hacia el centro de la ciudad, hacia una agenda de juntadas que Ido333 había arreglado por medios internéticos.
En este punto, tuvimos la ocasión de experimentar una singularidad de Ciudad Felix. El colapso vehicular, consecuencia del estado general de la urbe, sumado al decaimiento de la economía de los últimos tiempos, prohijó el florecimiento de microemprendimientos de transporte con tracción a sangre, en modalidades que van del cococho unipersonal a la litera elevada para dos, tres y hasta cuatro pasajeros. Los llamados portantes o changadores, generalmente muchachones de 1,85 m. de promedio, sortean con habilidad los obstáculos tanto por veredas como por calles en las que, a excepción de algunas vías exclusivas de omnibuses, el caos vehicular fluye a paso de hombre. En el caso de distancias mayores a las veinte cuadras, los portantes tienen establecido un sistema de postas en que hacer el traspaso de los pasajeros y realizar un descanso prudencial. Surgido de modo espontáneo, el sistema fue pronto fogoneado por las autoridades locales y regulado por ordenanza munícipe, que estableció una tarifa básica y fija del servicio, a la que se agrega la posibilidad de una propina “a voluntad” del usuario, como modo, según la letra de la ley, de “promover y afianzar el círculo virtuoso del bienestar económico general” –declinación materialistas del conocido “granito de arena” que funge como núcleo de la teoría ontológica imperial.
Conseguimos mediante este extraño método cruzar de punta a punta el casco céntrico de Ciudad Felix, y reunirnos con algunos colegas y viejos conocidos, infopiratas y ludópatas dedicados a los big data e incluso el antiguo archivista local. Pero las mejores migas las hicimos con una cooperadora de invidentes que se dedica al call-centereo de servicios de comunicación y encuestas y tiene mapeadas todas las capitales de provincia del Imperio. Según sus análisis, algo está llegando a punto caldo en la población de la suburbia: a juzgar por los ánimos generales, nos comentan, si el voto fuera telefónico, y hoy, en la mitad de las ciudades hasta la Federación Ácrata estaría arriba de los candidatos oficiales de la administración imperial. Si bien no es para ponerse optimistas, concordamos, sí parece ser tiempo de encarar con seriedad acciones y aportes al rejunte organizado (andá vos tomando nota de esto, Santiago, que el sur también existe).
Alegres por el encuentro –no suelen traspasar la manzana del edificio que es a la vez sede de su organización y hogar colectivo–, los cooperantes nos invitaron a un sarau que organiza hoy noche su coro de jóvenes y que promete contrapuntos de trip-hop gregoriano, desafío de tamboriles (a cargo de un ensamble de percusionistas senegaleses dedicados en su tiempo ocupado al transportismo y la venta callejera) y canilla libre de lúpulo y espirituosas. La capitana aceptó sin pestañear, por supuesto, así que ahí tendremos chance de charlar más con ellos; ya habrá tiempo de actualizarte la conversa. En el interín, aprovechamos la última paloma de hoy para despacharte estas líneas, ya que nos avisaron que, con el inicio del receso de invierno, el correo acá merma al punto de funcionar solo para envíos de emergencia.