Salimos, Santiago querido, para volver a entrar. Desde que dijimos ya es hora y suficiente, basta para mí basta para todos y nos fuimos, taza taza cada nakama a su casa, a disfrutar de las mieles de lo ganado, de los ganados y las mieses y de la paz de las colonias, no pasó demasiado tiempo hasta que ¡ah de la vida, pendularismo de la patria! todo se fuera al garete y llegaran la crisis, la intemperie, la guerra de los spoilers, la expansión del Imperio Amarillo y la seca y el repliegue del sol y los brotes verdes y los botes y los quichicientos problemas derivados de la ineptitud, la cortedad de miras, los desmanejos y la banalidad del mal. Y la capitana Clara –que también se había mandado a descanso y, tan de suyo, andaba meta puchero, locro, ramen, flan con dulce y los mil y un manjares criolllos– chifló y (los acuerdos se hacen para honrarlos) dejamos la parva de series y músicas y proles y lecturas y carnosidades en la que estábamos sumergidos para reagruparnos y volver al ruedo.

El plan es simple: sacarle el jugo al minado, truequeo y compra-venta de datos, aprovechando el año pre-celebratorio y el diferencial entre expectativas e incertidumbre que parece enloquecer a las franjas pudientes y adictas al infoconsumo. La idea es usar como pantalla la vieja consultoría verificadora de espacios verdes que la capitana había armado, bajo encargo de la administración imperial, allá por el Mes Orgánico, en pleno auge del movimiento vecinocrático. El salvoconducto emitido en aquella oportunidad –de dudosa vigencia pero hackeado de manera impecable por el gringo Stena– nos debería permitir entrar y salir a voluntad de las ciudades del Imperio, chapear con las fuerzas de disuasión física y mental, codearnos con las autoridades locales de turno y tener libertad para el comercio y el ejercicio de la profesión. Cartógrafos, topógrafos y polígrafos con patente, en resumen. De mínima, lo de siempre: hacer nuevas amistades, naufragar un rato, medirnos en el berenjenal. De máxima: descubrir qué pasó en la Década Vacía, conseguir que vuelva a salir el sol.

Así que acá estamos: el viejo Eladio, Esco, Lisa Braun, el pequeño Timmy, el gringo Stena, las siamesas Okiko y Otsugi y el resto de la troupe, a bordo de una caravana de cinco unidades encabezada por la Céfiro, utilitaria todoterreno de cuarta generación. Después de una jornada de marcha lenta desde la granja de la Capitana en Arroyo de la China –punto de reencuentro y lugar de planificación de un primer recorrido por algunas ciudades–, la noche nos agarró en la entrada de Villa Mota, ex territorio del Oscuro. Luna llena y aire tibio, a pesar del otoño. Decidimos hacer un alto para descansar, comer algo y, de paso, esperar a otra de nuestras nakamas, Ido333. Vos fuiste el primero en enfilar al sur –el comienzo de tu leyenda ¿cierto? “Santiago King cumple”, “King, benefactor de las barriadas patagónicas”: vimos por acá los spots y nos reconfortaron un poco en medio de tanta malaria–, así que capaz que no la tengas: ayudaba con el laburo de procesamiento de datos en el Archivo, modelo 2010 upgradeado, óctuple núcleo, código abierto, siempre buena onda. Una robot bien, en una palabra. Viene a sumarse al convoy desde el oeste, donde estuvo compartiendo microambiente con una androide amiga hasta que el alquiler se les fue de las manos.

Al borde de una ciudad fundida, entonces, en una menos-que-plazoleta triangular, sentados en algunos de esos bancos que se encuentran desperdigados aquí y allá en las ciudades imperiales. ¿Los viste, Santiago? Hay un modelo grande con forma de diván y otro unipersonal, circular. Parecen mullidos y confortables, pero guay de confiarte y dejar caer todo el peso de las sentaderas, porque son duros y fríos como el acero. Apariencia de terciopelo, esencia de hormigón: quizás nada defina mejor la vocación imperial que este tipo de asientos. Pero lo realmente significativo–y que nos movió a escribirte, mientras comemos unos pan y pan con fiambre, regados con lúpulo en lata– es el monumento que adorna este triángulo urbano en el que nos hallamos.

¿Te acordás de la milonga-candombe? Supimos de su cuarto de hora y furor –mucho antes del reggaeton, el reggaetango, el reagantongo y la poslambada– cuando, buscando en el Archivo data sobre la Década Vacía, ojeábamos testimonios de nuestros bisabuelos. Te entusiasmaste tanto con el género que llegaste a armar un índice de composiciones, pistas y autores, e incluso habías empezado a tomar clases de baile siguiendo unas viejas cintas vhs ¿cierto? Bien, resulta que este monumento está dedicado a ¡Oscar Bebe y su Conjunto Social, el mismísimo gobernador de la milonga-candombe y creador de su marcial cadencia! Cosa digna de ver: ocho pequeñas figuras que evocan con gracia y ternura a la histórica agrupación musical, colocadas a lo alto sobre una gran tarima de concreto; un busto de bronce alusivo, placas varias y un cantero de cemento y hierro que alberga unas pocas y escuálidas plantas.

Una vecina, al percibir nuestro interés por la llamativa construcción, se detiene a conversar y nos aporta valiosos detalles. Al parecer, el monumento fue hace un par de décadas homenaje de la Asociación de Vecinos de Villa Mota al popular artista, venerado especialmente por músicos y viajantes –para quienes es una especie de santo protector de giras y escenarios– y oriundo de la barriada a comienzos del siglo pasado. La institución vecinal encargó a una artista plástica local los muñecos y los instaló, en hemiciclo, junto a un mástil y un busto de bronce, en lo que en aquel entonces era una ochava ociosa, con la intención de brindar un espacio de memoria y devoción a San Bebe, como lo llaman sus simpatizantes (quienes, por cábala y creencia, acostumbran mentar a viva voz y por triplicado su apellido para invocar a la diosa Fortuna). El tiempo y la corrosión hicieron lo suyo y las estatuas, de epoxi y latón, vieron menguar su primitivo esplendor. De yapa, hace tres años el monumento sufrió el pungueo de dos de los músicos y la rotura de las manos de Oscar Bebe, tras lo cual y no sin bastante trajín y gestiones, la asociación vecinal logró que la administración del Imperio los repusiera… con una tonelada y media de cemento extra, como es común en estos casos. La ochava fue promovida a la categoría de cuasi-plazoleta; se le agregaron baldosones, bancos y luminarias; el mástil original fue removido y reemplazado por la estructura actual, que cumple la tarea de acercar a los músicos al reino celestial mediante la mamotrética plataforma de hormigón que los eleva a más de dos metros de altura. Todo a cargo de una constructora privada llamada… ¡Altito S.A.! Que no es broma sino simple injusticia poética, de la que el Imperio Amarillo nos tiene ya empachados. En fin, que lo que había nacido como un modesto lugar de oración y ofrenda para viajeros y retirantes fue transformado en monumento oblicuo a la hospitalidad imperial: al fin y al cabo todos y todas, merced al Imperio, tenemos como horizonte estar sobre o bajo una placa de cemento.

Terminamos cena y cuentito, querido Santiago, por lo que “¡Bebe, Bebe, Bebe!” y nos vamos al sobre, nosotros y estas líneas. Mañana temprano salen por mensajera porque, ya sabrás, con la desregulación de las inyecciones de publicidad los envíos digitales terminan deformados al punto de la ilegibilidad, así que lo analógico vuelve a ser la mejor opción en estos tiempos (como si fuera necesario confirmar lo de que en casa de herrero, etc.). Esperemos que te lleguen con la paloma de pasado mañana a la tarde, junto a un par de fotografías y saludos de toda la banda.

PD: Oímos que hay problemas en Cinco y Seis: calculamos ir allá en algunas semanas, después de pasar por Ciudad Felix. Te iremos escribiendo sobre la marcha.