¿Lula es un preso político y la derecha activó todos los mecanismos espurios a su alcance para que no sea nuevamente presidente del Brasil? Sí, pero ¿cuál es la parte de responsabilidad que le toca al PT y al lulismo en que hayan caído como un castillo de naipes trece años de gobierno progresista?
El 31 de agosto de 2016 se consumó el golpe parlamentario en Brasil con la destitución de Dilma Rousseff. El Congreso más conservador y corrupto desde la recuperación de la democracia en 1985, con el predominio de representantes de los agronegocios, del fundamentalismo religioso y de las fuerzas de seguridad, borró de un plumazo trece años de gestión inclusiva del Partido de los Trabajadores.
La derecha recalcitrante sabe que en la inmovilidad del sistema político actual reside la persistencia de su poder feudal en los Estados y en el Congreso. El PT tuvo la tibia intención en 2013 de discutir las listas abiertas de candidatos a diputados y las donaciones de campaña privadas asociadas a redes de corrupción. Un esquema destinado a excluir a los sectores populares de la representación política. Careció de la fuerza para reformarlo. Por eso, el Congreso logró con facilidad destituir a una mandataria electa por 54 millones de votos y meter preso sin pruebas al máximo líder de las masas populares en Brasil.
En marzo de 2017, el Congreso brasileño aprobó la ley de tercerización, que amplía a todas las actividades económicas la contratación precaria de trabajadores: sin derecho a salario mínimo, jubilación, vacaciones, indemnización, seguridad laboral y negociación colectiva.
Unos meses después el presidente usurpador Michel Temer, a pedido de los terratenientes, firmó el decreto 1.129 que habilita la esclavitud laboral y deja impune a los empresarios explotadores al suprimir los controles y multas. Se revocó también el Pacto Nacional contra el Trabajo Esclavo entre el Estado y los empresarios.
Retrocesos sociales de tal magnitud en el país con el movimiento sindical, campesino y el partido de trabajadores más grandes del mundo harían presagiar una lucha callejera sin precedentes, un Congreso cercado, los medios obligados a dar cobertura de semejante atropello a la dignidad del hombre. Pero no.
“El punto débil del lulismo fue creer en la fórmula mágica de dar a los pobres sin sacar a los ricos”, afirma la filósofa brasileña Isabel Loureiro, coordinadora del libro Las contradicciones del lulismo (2016), en el que ocho intelectuales analizan los gobiernos de Lula y Dilma Rousseff. “Brasil es un país profundamente retrógrado en el que las elites nunca dejaron de gobernar. Durante un tiempo permitieron que se mantuviera ese reformismo débil del que habla (André) Singer, pero incluso eso les pareció demasiado”. Singer es una de las voces más autorizadas para hablar de este fenómeno, miembro activo del PT, portavoz de Lula durante la campaña presidencial de 2002 y de la Presidencia durante el primer gobierno del expresidente (2003-2007). En su libro Los sentidos del Lulismo (2012) afirma que “el reformismo débil fue capaz de combatir la falta de equidad en Brasil a un ritmo comparable al de la implantación del Estado de Bienestar en Gran Bretaña y Estados Unidos. Pero el punto de partida brasileño era mucho más bajo que el de los referidos países y se necesitaría sostener políticas de reforma durante más de dos décadas para lograr un nivel de vida similar al de ellos”. Para Singer, el PT cambió un reformismo “fuerte” que estaba en el proyecto inicial por uno “débil”.
Además, los gobiernos petistas decidieron no modificar la concentración mediática a pesar de la amenaza desbordante de la Red O Globo. Creyeron, ingenuamente, que manteniendo el statu quo la cobertura sería condescendiente. Pero los medios conservadores nunca aceptaron a ese tornero mecánico sin título universitario. Un extraño, un rojo, un analfabeto, un peligro. En definitiva: un enemigo de clase. Convertidos en verdaderos cárteles de la mentira, ejercieron una hostilidad infame contra Lula, Dilma, el PT, la CUT y el MST, a la vez que promovieron activamente a los candidatos opositores en cada elección. El lulismo también creyó en la premisa falsa de la democracia liberal de que no hay intervenir en la regulación de los medios. Hecho que lo diferenció sustancialmente de los gobiernos populares de Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador que salieron a confrontar y disputar el poder a los mass media.
Esos intentos conciliadores del lulismo ni siquiera tuvieron correlato en la arena electoral. El PT retrocedió como fuerza política respecto de la elección de 2012. Perdió el 60 por ciento de votos para alcaldes. En cuatro años pasó de 17,2 millones a 6,8 millones. De las 644 alcaldías que tenía conservó 256. Perdió bastiones históricos como São Paulo. En São Bernardo do Campo, el distrito electoral de Lula, el candidato petista Tarcísio Secoli ni siquiera ingresó a la segunda vuelta.
La derecha ejecuta una estrategia vital para su proyecto de poder: impedir cualquier retorno de Lula y el PT al gobierno. Por eso irán a unas elecciones amañadas proscribiendo al candidato, estigmatizado y preso, que lidera con comodidad todas las encuestas. El golpe continuado tiene como objetivo destruir todos los hechos y símbolos de justicia social, inclusión y soberanía que se erigieron bajo el liderazgo del líder obrero y volver a la matriz de enriquecimiento ilimitado de su oligarquía antinacional.
El PT, el partido más clasista de América, decidió no ingresar en una confrontación de clase. Hoy no puede repetir ese error. En un escenario hipotético en el que Lula triunfara en las elecciones de octubre de 2018, el terreno a escalar será aún más escarpado que en 2002. Se juega el destino del país: o liberado o postrado. Queda claro que no hay conciliación ni alianzas con los antipatria.