Un kiosquero que vende menos caramelos que hace ocho meses. Un laburante de la construcción, con casco, que le pasa las medialunas a la gobernadora y la ratifica en ese gesto. El gatito que asoma de la mochila de una jovencita que viaja en subte, como polaroid de esa epifanía convivencial. O esas mismas mascotas que, producto del cataclismo, vuelven en el relato a vagar sin dueño y con hambre aullante, usadas como alegoría de la utopía desnutrida, del fracaso del sueño de la casita ampliada al confort animal.
Todo como si el hecho de que el producto bruto interno, el índice de pobreza o la balanza de pagos sean, efectivamente, la sumatoria distinguible de infrafenómenos cotidianos, de pequeñas historias de Instagram, los pusiera de pronto al alcance de la mano para convertirse en índices de sí mismos, en una suerte de contabilidad social en tiempo real.
La operación en curso simula esclarecer de un modo extrañamente cristalino el hecho de que esos obtusos aparatos de medición del éxito o el fracaso colectivos no son solo el resultado de la sublimación analítica, sino que son una operación posible, efectivamente realizable, un arqueo de caja de la felicidad o la desdicha. Se trata de contar, de a uno, afligidos o contentos y hacer el balance. Imagen abrumadora: un ejército discreto de registradores de unidades mínimas de vida social equivalente en número a esas pequeñas burbujas de vida a registrar y catalogar. Anida allí el horror y, al mismo tiempo, la fascinación por la mitología sobre el control, sobre la pan-observación pseudocientífica que, con los filtros adecuados, puede convertirse en una retórica de la cercanía.
La fantasía sobre el baqueano social, sobre el que va, mira, reconoce, diagnostica y resuelve por sí mismo es una organizadora de la épica política de reconocible tradición en la zaga de la construcción de los líderes. O lo era, por lo menos, en tiempos en que el tránsito del pueblo a la multitud, de la aldea a la ciudad y al parlamento era todavía un camino de ida y vuelta, más no sea, en la leyenda que construía al líder como tal. Ese ir y venir del baqueano político que no necesitaba del mapa que la técnica política le podía suministrar, sino al que más bien él mismo le daba forma mientras recorría el territorio que se pretendía representar.
Por el contrario, la autonomía del artefacto político fue siempre una historia gris para contar, aunque con sus aventuras módicas de palacio, sus héroes sigilosos y, cada tanto, sus comités con mesitas en la vereda. Pero, en tanto mapa, produjo el milagro de la democratización del conocimiento político, de una suerte de democracia de la democracia. Fue el manual de instrucciones para el hacer político del de a pie, la Telescuela Técnica del poder. Tuvo sus frutos virtuosos, casi que secretos; en buena medida fue, si no artífice, apéndice de la cohesión social y la vida civil, de la ciudadanía activa, de la plaza y la asamblea.
Su eventual deterioro, el oscurecimiento de su ciencia para describir el fenómeno o el conflicto y traducirlo a una fórmula de resolución colectiva es, también, una saga que tuvo sus éxitos pero que, vista con el tiempo, las más de las veces erró allí donde creía acertar. Hasta cierto punto, pareció que “la política” no se iba aunque la echaran, más no fuera porque quienes le exigían el éxodo no sabían, tampoco, muy bien para dónde ir. Como sea, en retracción o en expansión como la marea, pareció ser siempre el modo más austeramente eficaz de componer un relato colectivo sobre el poder y sus regulaciones.
La re-sensibilización del vínculo político, su comprensión emocional restituye, en buena medida, el exilio del artefacto político y lo reemplaza por una neoretórica baqueanista, indistinta pero geolocalizable, capaz de construir, eventualmente, una trama de sensibilidades domésticas y en disputa, siempre sobre la premisa necesaria del oscurecimiento del procedimiento y sobre el retorno del interpretador/solucionador como único garante de legitimidad.
Se trata de una operación que, además, redistribuye el poder dentro de un nuevo enjambre de agentes de terreno, de vendedores de la prepizza del acontecimiento, proveedores del servicio de conectividad entre el neobaqueano y sus índices. Un artefacto, claro, pero que, a diferencia de aquel otro, vive de desaparecerse a sí mismo, de borrar sus huellas. En algún sentido reproduce la lógica de la estafa que pretende combatir, es decir, prepara el terreno que el baqueano va a “descifrar”, como si arreglara el partido de antemano. Pero, al menos por ahora, mantiene la eficacia para que ese procedimiento pase desapercibido o, aún más, empatice con la vergüenza colectiva pero silenciada de ponerle filtro a las fotos. La política como app, no ya como astucia y organización. Parece que de eso se trata todo.