2003

Con la vuelta a la democracia en 1983, y ya fatalmente cumplida la desaparición de gran parte de una generación de líderes políticos, la nueva perspectiva democrática fue el escenario de un “nuevo tiempo” que –como puede apreciarse en archivos históricos para refrescar la memoria–, a costas de objetivar la recuperación institucional posdictadura, venía a dejar atrás un espacio de la historia peronista.

No todo fue primavera. Claramente, en nombre de la pacificación social comenzaba una sangría lenta de verdades aplastadas con adjetivos de subversión y terror. Se dejaba atrás restos de una historia sin cerrar, y ese malestar, que fue decepción en la plaza del 83 de muchos compañeros, en cierta medida tuvo sabor a fracaso histórico por no saldar la deuda con el pueblo, por la debilidad e impotencia en las urnas.

A esas biografías que volvían del exilio, o que recuperaban lugares de docencia o de trabajo a costas de su supuesta despolitización, se anexaban historias concretas de participación política joven, de compañeros, de sobrevivientes e hijos. Algunos en instituciones de base, otros en puestos de trabajo y en ámbitos de representación sindical, académicos profesionalizados en sus carreras volvían a la vida democrática dejando atrás también su propia historia, para, de vez en cuando, apurando el trago, volver a la discusión de las derrotas susurradas en departamentos o cafés.

Los organismos, la universidad y la fuerza sindical fueron los espacios que dieron institucionalidad a las discusiones de un peronismo de izquierda, anteriormente insurrecto, mientras el Estado gravitaba sobre el drama nacional y la cultura se alistaba a aplanar su propio malestar. ¿Quién convocaría a esos “espíritus errantes de una vieja ala progresista que hace tiempo pensaba hazañas nacionales y populares de corte mayor”, como los presentara alguna vez Nicolás Casullo? ¿Quién los reencontraría con su sentido histórico? Uno de ellos.

En 2003 la historia volvió por el lugar menos pensando. Gran parte de quienes acudieron al llamado de Néstor Kirchner “provino de una parcialidad significativa de quienes se habían encontrado, más cerca o más lejos en el tiempo, bajo el signo de la revolución”, como introducirá Javier Trímboli en su Sublunar. Fueron gabinete, fueron pluma, fueron voces, cierta marca de apremio para pensar las penurias del hombre en la historia concreta de inicios del milenio en Argentina. Así, discurso, gestión, escala, crítica y entusiasmo colmaron una atmósfera específica que fue el inicio de otra etapa del peronismo, el kirchnerismo.

Así, también, aquel 2003 trajo aristas complejas –como toda lectura de representación peronista– entre el ansiado vector transversal en la organización y la estetización de la política en las prácticas. Ambas portadoras de auras míticas que, en mucho, operaron a contrapelo de las decisiones diarias de la gestión, de la lectura templada, de la historicidad de una capacidad estadista única desde el advenimiento de la democracia. A nuestra cancha nos hemos llamado: el hecho político que nos cruzó hace dos décadas, sea para cuestionarlo o para bancarlo, para entenderlo o para accionarlo, hoy merece un nuevo fogón para revalorar lo virtuoso, analizar lo corroído y culminar lo comunitario.