El segundo mandato de Donald Trump ha comenzado con una ofensiva geopolítica que revive los fantasmas de la Doctrina Monroe. Desde Washington, el presidente ha insinuado la intención de “retomar” el Canal de Panamá y hasta “anexar a Canadá como el Estado número 51”, mientras su gobierno despliega un plan que busca recompensar la lealtad y castigar la disidencia en América Latina.

El gobierno estadounidense ofrece ayudas multimillonarias a los países que se alineen con su política y su expansión militar, mientras sanciona o amenaza con castigos severos a quienes se resisten. Venezuela, México, Brasil, Cuba, Nicaragua y Colombia figuran entre los principales objetivos de presión, mientras en Honduras se reportan movimientos para influir en las elecciones del 30 de noviembre.

De manera paralela, Trump ha ordenado un gran despliegue militar en la región: primero en el Caribe y ahora en el Pacífico. Según reportes locales, estas operaciones han dejado más de cuarenta personas muertas, con cuerpos mutilados y quemados hallados en el mar. Washington justifica la ofensiva bajo el argumento de “combatir el narcotráfico”, aunque no ha presentado pruebas que vinculen a las víctimas con grupos criminales.

La ONU ha advertido que, aun si las acusaciones fueran ciertas, las acciones de Estados Unidos constituyen una grave violación del derecho internacional. Sin embargo, la administración Trump ha asegurado que “no le importa lo que diga la ONU” y amenaza con ataques terrestres en territorio latinoamericano sin autorización del Congreso estadounidense ni del Consejo de Seguridad.

El secretario de Guerra comparó a los presuntos narcotraficantes latinoamericanos con Al Qaeda y el Estado Islámico, lo que ha despertado temores de que Washington intente replicar en América Latina las políticas militares aplicadas en Medio Oriente. Incluso dentro de Estados Unidos crecen las voces que alertan sobre la ilegalidad de estas operaciones y el riesgo de un conflicto regional; el reciente retiro del jefe del Comando Sur refleja ese clima de tensión.

Mientras tanto, los gobiernos de Venezuela, Colombia y Brasil han reiterado su rechazo a las amenazas de Washington y la defensa de la soberanía regional. Nicolás Maduro y la Fuerza Armada Nacional Bolivariana aseguran estar preparados ante cualquier agresión.

La narrativa del narcotráfico

Las acusaciones de narcotráfico contra Venezuela carecen de respaldo en los propios informes de la DEA. La Evaluación Nacional de la Amenaza de las Drogas 2024-2025 no menciona al llamado “Cartel de los Soles” ni a Venezuela como actores relevantes en el tráfico de estupefacientes. En cambio, señala que la cocaína que se consume en Estados Unidos proviene principalmente de Colombia, Perú y Bolivia, y que los carteles de Sinaloa y Jalisco controlan las rutas a través de Centroamérica, Puerto Rico y República Dominicana, territorios bajo influencia estadounidense.

Sin la presencia de la DEA, Venezuela ha incautado más de cincuenta toneladas de cocaína en lo que va del año. Además, investigaciones recientes revelan posibles vínculos de agentes estadounidenses con el narcotráfico: la revista Forbes publicó que la DEA condujo una operación de lavado de dinero para un cartel colombiano durante más de una década, mientras que el periodista Seth Harp denunció que fuerzas especiales del Ejército de EE.UU. han transportado cocaína en vuelos militares desde Colombia y México.

El propio informe de la DEA admite que el sistema financiero de Estados Unidos es el núcleo del lavado de dinero del narcotráfico internacional. El expresidente mexicano Andrés Manuel López Obrador lo había resumido con ironía: “¿Cómo es que en Estados Unidos no hay carteles, no hay narcotráfico, ni laboratorios, ni mafia? Entonces, ¿cómo se distribuye la droga que lo convierte en el mayor consumidor del mundo? ¿Por telepatía?”.

El narco tiene cuatro patas: consumidores, blanqueo de dinero, producción de armamento y cultivos de droga. Las tres primeras están vinculadas a Estados Unidos y al señalado cartel de las tres letras: la DEA.