Para los ideólogos e impulsores del sionismo nada está liberado al azar. Esa ideología, que se escuda en el Estado de Israel, se constituyó desde sus inicios con fuertes rasgos racistas y colonialistas. En la actualidad, el genocidio que el gobierno de Benjamín Netanyahu comete en la Franja de Gaza contra el pueblo palestino no se contradice con los postulados primarios del sionismo. Quienes dieron forma a ese pensamiento excluyente y supremacista tuvieron en claro que la tierra que buscaban conquistar debía ser vaciada hasta su último rincón. Pero en ese territorio que es Palestina sus pobladores y pobladoras se niegan a rendirse ante las bombas y masacres. Y esto lo hacen porque su historia, su cultura, sus afectos y familias, sus cultivos y cielos, los acompañan desde hace miles de años.

El pueblo palestino tiene el derecho inalienable de habitar sus tierras originarias. El derecho internacional está a su favor, cientos de resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) lo constata y el apoyo internacional cada vez mayor hacia los y las palestinas lo respalda. Pero nada de esto le importa a quienes dirigen hoy el Estado israelí. Amparados en un sistema de impunidad internacional construido desde hace casi cien años, la dirigencia israelí (generaciones y generaciones de hombres y mujeres) rechaza cualquier tipo de crítica (por mínima que sea) y redobla su objetivo final: la expulsión de palestinos y palestinas de Gaza y Cisjordania.

El colonialismo explícito de Israel ya no se puede ocultar: el asesinato en masa, la destrucción total de la infraestructura de la Franja y el bloqueo total de un territorio de apenas 360 kilómetros cuadrados son suficientes pruebas para revelar los planes reales. A eso hay que sumar el plan colonial en curso en Cisjordania, donde los asentamientos de extremistas judíos crecen mes a mes bajo la protección de las Fuerzas Armadas israelíes. En este caso, el desplazamiento forzado de los pobladores palestinos es otra prueba de que Tel Aviv busca por todos los medios dejar a Palestina como una tierra arrasada para lograr su ocupación total.

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A mediados de agosto, Netanyahu afirmó que permitiría que los palestinos salgan de la Franja de Gaza, mientras el ejército hebrero preparaba una nueva ofensiva. Lo expresado por el primer ministro fue la repetición de un mantra que manifiesta desde el comienzo de la invasión sobre Gaza, en agosto de 2023. Lo dicho por Netanyahu había tenido con anterioridad el respaldo del presidente estadounidense Donald Trump.

“No los estamos expulsando, sino que les permitimos marcharse”, dijo Netanyahu hace menos de un mes a I24 News. El primer ministro agregó que a los y las palestinas hay que darles “la posibilidad de irse, en primer lugar, de salir de las zonas de combate y, en general, de abandonar el territorio, si así lo desean”.

Egipto, Jordania y hasta países de África están en la agenda del gobierno de Israel: en esos lugares intentan confinar al pueblo palestino de Gaza, conformado por más de dos millones de habitantes.

En agosto también, el Ministerio de Defensa de Israel aprobó un nuevo plan de asentamientos en Cisjordania, que prevé la construcción de 3400 viviendas y la separación de Jerusalén Este. Para respaldar la medida, el ministro israelí de Finanzas, Bezalel Smotrich, declaró: “El Estado palestino está siendo borrado de la mesa no con lemas, sino con hechos. Cada asentamiento, cada barrio, cada vivienda es otro clavo en el ataúd de esta peligrosa idea”.

La “propuesta” israelí no es más que la reversión de los planes sionistas que comenzaron a pergeñarse a finales del siglo XIX, tuvieron su auge en las décadas de 1920 y 1930 del siglo XX y alcanzaron su primer objetivo en 1948, con la creación del Estado de Israel y la Nakba (Catástrofe), cuando 750 mil palestinos y palestinas fueron forzados a dejar sus ciudades y aldeas debido al accionar represivo de las fuerzas militares del naciente Estado hebreo.

En junio de este año, el secretario general de la ONU, António Guterres, se preguntó: “¿Cuál es la alternativa, una solución de un solo Estado en la que los palestinos sean expulsados ​​o se vean obligados a vivir en su tierra sin derechos?”. “Eso sería totalmente inaceptable”, remarcó el funcionario.

Las palabras de Guterres poco le importan a Netanyahu, a sus ministros y a una porción muy importante de la población de Israel. Las casi 64 mil víctimas de los bombardeos israelíes sobre Gaza confirman el desprecio de Tel Aviv por el derecho internacional y los derechos humanos.

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En 1992, el historiador y escritor palestino Nur Masalha publicó Expulsión de los palestinos. El concepto de “transferencia” en el pensamiento político sionista 1882-1948”, una profunda investigación sobre los planes para vaciar Palestina. El libro –impreso en 2008 por la editorial Canaán en Argentina– revela, a través de documentos oficiales de las entidades sionistas anteriores a la creación de Israel, cómo la idea de transferencia estuvo presente desde siempre entre los dirigentes judíos que, con el aval de Gran Bretaña, iniciaron una colonización lenta pero constante sobre el territorio palestino.

Masalha escribió que la idea sionista de transferencia –“un eufemismo que significa la remoción organizada de la población nativa de Palestina hacia los países vecinos”– es “tan antigua como las primeras colonias sionistas en Palestina y el surgimiento del sionismo político”. Para el historiador, el concepto de transferencia se “trata del resultado lógico del objetivo último del movimiento sionista, que era el establecimiento de un Estado judío mediante la colonización y la adquisición de tierra, en otras palabras, con una radical transformación demográfica-etno-religiosa de un país, cuya población había sido casi enteramente árabe en los comienzos de la empresa sionista”.

Masalha, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Londres, recordó que, en 1947, “los palestinos nativos eran la abrumadora mayoría en el país, y eran propietarios de la mayor parte de la tierra”. “En 1948”, apuntó, “la comunidad colonizadora predominantemente europea oriental de Palestina, o la Yishuv judía, era alrededor de un tercio de la población y poseía sólo el 6% de la tierra, después de cincuenta años de colonización y compras de tierras”.

La investigación de Masalha no solo revela el plan de expulsión de los y las palestinas, sino que permite conocer en detalle las instituciones sionistas y sus dirigentes, que durante años tuvieron el tema de la transferencia como eje de discusiones, debates y lobbies para concretarla. En el libro, el historiador mostró la “evolución” dentro del sionismo de la idea de transferencia –con la cual se intentaba expulsar al pueblo palestino a Transjordania (hoy Jordania), a Irak o a Siria–, bajo la justificación de que eran simples “árabes” sin más identidad que esa.

Masalha escribió: “En las décadas de 1930 y 1940, el aval general de la ‘transferencia’ (o ‘limpieza étnica’, en el vocabulario moderno) –en diferentes formas: voluntaria, convenida y compulsiva– por parte del liderazgo sionista, se proponía dos objetivos: 1) despejar la tierra para los colonos europeos judíos y futuros inmigrantes, y 2) establecer un Estado judío etnocrático, monorreligioso y bastante homogéneo”.

La conformación de los grupos paramilitares sionistas Haganá, Irgún o la banda Stern, que comenzaron a operar con violencia contra el pueblo palestino antes de la creación del Estado de Israel, demuestra que la limpieza étnica y la expulsión era prioridad en la agenda sionista.

En la Franja de Gaza y en Cisjordania hoy vemos lo que los primeros ideólogos del sionismo imaginaron para el futuro. Un futuro en el que Israel se convirtió en una máquina de matar hombres, mujeres y niños palestinos.