“Si me matan, seré mártir. Si me detienen, seré héroe. Si me dejan libre, seré presidente otra vez.” La premonición de Lula Da Silva, allá por 2016, ilustra el proceso infame que vivió a manos de los poderes concentrados en Brasil: un golpe de Estado judicial en toda regla para apartar de la carrera política a quien lideraba todas las encuestas y allanar el camino al Planalto para el ultraderechista Jair Bolsonaro. Los desconocidos de siempre descorchaban champagne: en los tribunales, en las redacciones, en los bancos.

Tras 580 días preso como resultado de un juicio descaradamente ilegal, Lula volvió a ser presidente, derrotando a la maquinaria asfixiante de mentiras teledirigidas desde el Estado e impidiendo la reelección de Bolsonaro. Hoy, este último, junto con su clan, enfrenta un juicio por el intento de golpe que buscó evitar la asunción de Lula.

Además de ser proscripto para las elecciones de 2018, durante esa prisión infame Lula perdió a su esposa y a un nieto. La estrategia de proscripción tiene un libreto repetido –en Brasil, Ecuador, Bolivia y ahora Argentina– con Cristina Fernández de Kirchner como protagonista: sacar de la escena política a referentes populares mediante juicios espurios que los presentan como líderes de asociaciones ilícitas, demonizando así a fuerzas políticas de arraigo histórico.

Esta Escuela de las Américas judicial allanó el camino para los experimentos fascistas que asolan la región, con Donald Trump como su exponente más visible. Curiosamente, la comisión parlamentaria estadounidense que investigó la invasión al Capitolio del 6 de enero de 2021 –cuando Trump llamó a desconocer el resultado electoral– incluyó como parte de la trama a Eduardo Bolsonaro, hijo de Jair. Nada ocurre sin el aval de Washington.

En connivencia con los medios masivos de comunicación, los tribunales se han transformado en aparatos parapoliciales que han tomado de rehén a la democracia, exacerbando el odio en amplios sectores de la sociedad que creen haber sido estafados por “la casta”.

Esta trama provocó el golpe de Estado contra Manuel Zelaya (Honduras, 2009), la destitución de Fernando Lugo (Paraguay, 2012), el impeachment a Dilma Rousseff (Brasil, 2016), la persecución judicial y prisión de Lula, el exilio forzado de Rafael Correa en Ecuador, la proscripción de Evo Morales en Bolivia, y se ha coronado en Argentina con la condena a Cristina Kirchner y la imposibilidad de que se presente como candidata en la provincia de Buenos Aires.

Ya no es necesario un golpe tradicional. La mentira se ha legalizado, y la violación del Estado de Derecho se ejerce desde el máximo tribunal argentino. ¿Qué le queda al ciudadano de a pie? La Corte Suprema, dominada por Mauricio Macri –al igual que gran parte de la Justicia Federal–, ha cometido su mayor fechoría.

Para ilustrar: desde hace cinco años duerme en los tribunales la denuncia contra el gobierno de Macri y sus ministros Patricia Bullrich, Jorge Faurie y Oscar Aguad por el envío de municiones de contrabando a Bolivia para apoyar el golpe contra Evo Morales y sostener a la dictadura de Jeanine Áñez. Los detalles de esa operación –a la altura de la venta de armas a Croacia y Ecuador durante el mandato de Carlos Menem– muestran la obscena cooptación del poder judicial. Al respecto, recomiendo la lectura del libro Radiografía de una canallada. Cómo fue el apoyo del gobierno macrista al golpe de Estado en 2019 en Bolivia, escrito por Ariel Basteiro, exembajador argentino en ese país.

Como señala el jurista brasileño Wagner Francesco sobre la judicialización de la política: “Este método es más eficiente y menos desgastante que ganar una elección, derrumbando a un opositor usando una vía más destructiva y camuflada: la presentación de procesos judiciales frívolos que intimidan y persiguen a los adversarios. Aquel que tiene más poder político y económico, gana”.

Algo se quebró en Argentina este martes. A ochenta años de su gesta heroica, ese majestuoso movimiento que cambió de raíz la vida de millones enfrenta uno de los mayores desafíos de su historia: volver a superar la proscripción de su líder. El peronismo, ese gigante dormido al que siempre quieren matar, una vez más está movilizado.

En el espejo de Lula puede mirarse CFK, quien volvió y fue millones.