- Cada 24 de marzo es como si se comenzara de nuevo –se advierta o se omita– la necesidad de actualizar la memoria. La dimensión patrimonial de la memoria, lo conmemorativo, los sitios que la localizan y sostienen: todo ello es necesario pero no suficiente, y debe ser siempre ratificado por la movilización social. Mirando hacia atrás, a la luz de este Día de la Memoria de 2025, cabe preguntarnos cuántos 24 de marzo que lo anteceden fueron conmemorativos en el modo relajado con que concurrimos a los museos sobre el pasado.
- Cada 24 de marzo actualiza continuamente algún aspecto trágico, luctuoso, amenazante o inquietante sobre el presente y el futuro, y esto es porque el pasado sigue activo por sus propios méritos, no porque exista algo llamado memoria que lo invoca indebidamente.
- Si lo memorial desborda incluso y sobre todo involuntariamente es porque esa es su índole cuando no se trata de lo que sucedió, sino de lo que, habiendo sido denegado, clandestino, irrepresentable y siniestro, permanece en cada momento del presente como cifra de la cautividad a la que nos ha condenado el exterminio. Nadie escapa a esa condición, ni la indiferencia o el olvido tienen eficacia como reparadores ni tranquilizadores. Solo se sustrae, en definitiva, a lo memorial la perpetración misma, aquella que en estos días se asoma desembozadamente gritando de modo cada vez más ostensible, en lugar de “Nunca más”, “Otra vez y siempre”.
- Todo lo que precedió a los exterminios estuvo definido durante años por un modo de hablar y contar la historia en el que a las víctimas se las despojó de su existencia. Los tiempos modernos habían impuesto un mandato de convivencia igualitaria consentida y deseada. Sin embargo, los antagonismos y adhesiones al Antiguo Régimen nunca se resignaron, lo vivenciamos en la avanzada de las gramáticas del opresor y sus lógicas perpetradoras, que vuelven una y otra vez. Fascismo es uno de sus nombres. Nuestro país partido en dos da cuenta, a su manera, de tal conflictividad.
- Las pretensiones de “anchas avenidas del medio” no hacen más que funcionalizar formas discursivas típicas de los perpetradores en el dispositivo/red. Allí se dirimen sujetos, predicados y modos de tiempo. ¿Jubilado o barrabrava? ¿Civil o militante orgánico? ¿Discapacitado o planero? ¿Ahora sí, o “por ahora” tampoco? La pretensión de poner en debate los usos del término “fascismo” y su temporalidad sobre un terreno terminológico-filológico-historicista-academicista soslaya (o pretende negar) el punto central que lo hace pertinente como caracterización política: la existencia de una vocación/voluntad de exterminio. Algo similar sucede con las apelaciones a atender las “complejidades” y “opacidades” de los tiempos históricos en aras de dar cuenta de las “memorias parciales” –del pasado, pero también evidentemente del presente.
- ¿Existe un “orden constitucional” cuando actos de gobierno promueven, prohijan y vehiculizan una vocación/voluntad de exterminio? O bien, ¿qué tipo de orden existe cuando eso sucede? ¿Hace falta abundar sobre el negacionismo? Parece que es la singularidad en este momento, en un sentido particular: hasta ahora, todos los gobiernos posdictadura habían señalado, de un modo u otro, un distanciamiento crítico respecto de la dictadura. Incluso el macrismo, con toda su sinuosidad, profesó un negacionismo “clásico”, es decir: no dejaba de asumir un compromiso con los DDHH, las políticas de memoria, verdad y justicia, la continuidad de los juicios, a la vez que discutía el “relato histórico” y su “ideologización”. Obligado, formal y en última instancia hipócrita, pero existía: Macri elegía el silencio, pero tuiteaba la tapa del Nunca Más, mientras su secretario de Derechos Humanos reconocía formalmente el compromiso democrático.
- Ahora, en cambio, asistimos a otro movimiento, que deja atrás ese compromiso formal para abrazar, en el discurso y en la acción, el “Otra vez y siempre”. Esto se verifica en el pasaje entre lo que el macrismo decía querer “corregir” y el actual gobierno plantea “exterminar”. Ya no se trata de negacionismo sino de afirmación de la dictadura, a la que se le reconocen sus “excesos” pero se reivindican sus propósitos –como si se pudieran separar–, a la vez que todos los días hacen algo más en la dirección de aquellos propósitos.
- Es hora de que las almas “bellas” y “objetivas”, llenas de escrúpulos frente a la posibilidad de subrayar las filiaciones entre el actual gobierno y la dictadura, se asuman desafiadas por los sucesos realmente en curso de destrucción, olvido y destitución de la juridicidad e institucionalidad de las políticas de memoria, conmemoración y justicia respecto del pasado dictatorial. Ninguna prueba puede ser más flagrante de continuidad con la dictadura que la destrucción de la presencia material de los DDHH en el Estado.
- Cuando una gestión de gobierno desmonta y destruye todas las instituciones estatales vinculadas con memoria, conmemoración y justicia respecto del pasado dictatorial, mientras las pone en el sumidero al que destina a todo el resto del Estado (porque de todo, de casi todo, se debe ocupar el “sector privado”), se puede probar su mala fe y contumacia contraria a toda convivencia. Puesto que estas instituciones, en la medida en que dan cuenta de las responsabilidades históricas y memoriales del Estado, realizan acciones que precisamente solo el Estado puede sostener. Si se las destruye, se está diciendo en todo caso algo sobre la dictadura, que es una novedad: ya no es negacionismo, sino afirmación, apología, directamente continuidad política y conceptual con la dictadura, aunque no sea “metodológica” en sus acciones, sí en sus decires. No sabemos si es “exactamente lo que votaron” sus simpatizantes (aunque ya no lo descartaríamos, al menos en parte), pero sí es exactamente lo que haría la dictadura. Tal vez esta última lo haría “más rápido” y todavía con mayor profundidad, pero sin dudas iría en la misma dirección.
- La dictadura podría ofrecer a quien quisiera cuestionar al Estado por su carácter de aparato instituido para el ejercicio de la violencia un argumento ineludible a la hora de plantear nociones antiestatales, con mayor razón si se autodenominara “anarquista” o cualquier otra variable afín. Durante cuarenta años, todos los gobiernos argentinos, con idas y venidas, con conflictos y contradicciones, coincidieron en que desde el Estado se rindiera tributo a que nunca más pueda ocurrir lo que sucedió entonces. El retroceso brutal con que se nos empuja a la anomia desde el actual gobierno nacional a través del desguace del Estado en aquellos aspectos vinculados con memoria y derechos humanos, que son la cifra legitimadora de cualquier convivencia en la posdictadura, indican de manera incontrovertible que no se conduce de ningún modo a erigir condiciones de libertad sino todo lo contrario, porque el desconocimiento, el negacionismo y hasta la reivindicación abierta y directa de la dictadura solo pueden propiciar el camino de su repetición.