Reflexiones en el marco de una nueva cumbre de negocios del Foro Económico Mundial realizada en nuestro país, en el cual –entre un cúmulo notable de desatinos, datos falsos e ideologismos– el presidente Milei acaba de decir que vino a “ponerle un cepo al Estado” y que “tenemos algo que las próximas décadas va a ser preciado: fe y optimismo en el desarrollo tecnológico, fe en los empresarios y la libertad regulatoria que le corresponde esa fe, en un mundo en que cada día encorsetan más al sector privado y, sobre todo, al sector tecnológico”.
El único “concepto” del ser que la técnica conoce es el de la materia prima propuesta sin restricción al forzamiento del querer-producir y del querer-destruir desenfrenado.
Alain Badiou
Las últimas elecciones mostraron –además de una migración a espacios emergentes en la política nacional por parte de una importante porción de la sociedad– el anonadamiento intelectual e intuitivo de una considerable proporción de votantes y de no votantes. Es más, la opción más votada, y que a la postre ha ascendido a la conducción de los destinos de nuestro país, no escondió nada. Todo lo que fueran políticas de antiguos consensos pasaron al paredón de la critica despiadada, con la avenencia sórdida de los futuros peregrinos al muro de los lamentos.
Particularmente, quiero subrayar –quizá lo más nocivo y, no dudo, lo más olvidado– aquellas propuestas en las que la técnica, tarde o temprano, arrasará con todo signo de recurso sustentable, transformable o utilizable. La política minera ya ha dado sus primeros pasos, pero el ahora presidente se “despachó”, sin empacho, a privatizar ríos, porciones del mar, subsuelo, fuentes de agua potable, espacio radioeléctrico y el poco bosque nativo que va quedando. Sin que nos demos cuenta, esos recursos pasaron a ser las víctimas propiciatorias de aquello que quieren disfrazar de ciencia y desarrollo, aunque se trata de técnicas de extracción lisa y llana. Técnica primaria, recursos primarios; tan primarios como para dejar a la Argentina en una situación arcaica y empobrecida de propuestas dentro de un contexto geopolítico en el que nadie duerme.
Discutible o no, Heidegger fue casi premonitorio: de aquella trilogía que sustentaba cualquier sistema filosófico –“ser, verdad y sujeto”– solo ha quedado el sujeto. Alejado de aquel “ser autor de sus actos”, y también del carácter de su acción como “impronta” de una época, sin embargo, sujeto al fin; mimetizado en lo reactivo, desdibujado en la acción y castrado de su impronta. Frente a las diatribas estentóreas de “desarrollo”, una materia prima más para concretar el fin del fin de una sociedad de mercado.
La coacción sistemática y coordinada de gobierno, dueños del poder y comunicadores sobre toda la sociedad no conoce de fronteras. El trabajo, la tecnología, la educación, la cultura, la comunicación y la información se han transformado en herramientas de inoculación, de “no-pensamiento”. Aquello que sin estaciones intermedias nos lleva al anonadamiento, aquel nihilismo que Turgueniev plasmó en su obra Padres e hijos, hoy es moneda corriente, no solo en la sociedad, sino en la mente de los estrategas de la política del saqueo.
Normalmente, se confunde técnica con ciencia: nada más alejado. La ciencia, aun la de aquellos que adhirieron a las causas positivistas, siempre dejó una hendija por la cual explorar qué hay más allá del sujeto, más allá de la objetivación del conocimiento, de la producción o de la destrucción. Abandonar el objeto –cosa, hecho o acontecimiento– no es “moco de pavo”. Significa la valentía de superar el umbral de la costumbre, de lo repetitivo, del sentido común, de lo asumido livianamente. Significa, lisa y llanamente, la búsqueda de las respuestas que cuestionan paradigmas y desvanecen estigmas; cuestiones que desnudan frente a tanto tabú condicionante.
La extracción indiscriminada de mineral en bruto, la carrera por las últimas reservas de gas y petróleo, la incursión masiva y sin control en nuestro espacio radioeléctrico de satélites de sondeo o de servicios, el uso de las plataformas tecnológicas por parte de quienes manejan los datos a todo nivel, la pesca masiva e incontrolable en nuestros mares, el descuido exprofeso de nuestros humedales y fuentes de agua potable, la siembra indiscriminada de monocultivo, la depredación de flora y fauna sin presencia del Estado: todas estas cuestiones constituyen un marco espacial demasiado tentador para la voracidad de la técnica y un objetivo indeclinable para los sectores de poder que ya han devastado otras latitudes. Por lo tanto, no son señales aquello que escasea.
Por el contrario, y lamentablemente, debo conceder que es materia difícil de encontrar hombres y mujeres de Estado, o conductores políticos y, más aún, una sociedad, que tengan la voluntad de quitarse el velo de occidente, que es el del “no-pensamiento”. La mirada reflexiva, interpretativa y filosófica en estos tiempos –donde todo tiene un precio, donde cada legado es relativizado, donde cada pensamiento y pensador sufre un ostracismo– es la única vara a disposición para suturar lo que mañana podría transformarse en un camino sin retorno o, simplemente, en una quimera. No solo está en juego lo pequeño, aquello que se aprisiona en estos tiempos como el “vellocino de oro”, lo individual; esta en juego lo colectivo de las generaciones futuras.
Pensar la vida, su devenir, los sentidos de este devenir y las construcciones sociales que desafían una expansión más amplia del hombre no es una opción, es un mandato. Todavía no nos han cooptado totalmente.