“Los enclaves fronterizos representan la primera línea de defensa del Imperio”. “Si desapareciéramos, ¿se pasarían los bárbaros las tardes excavando nuestras ruinas?”. “Dicen que los bárbaros merodean por los alrededores durante toda la noche, resueltos a asesinar y saquear. Los niños ven en sueños cómo se abren las contraventanas y cómo los rostros feroces de los bárbaros les dirigen miradas aviesas”. Estos textuales pertenecen al sudafricano J.M. Coeetze, en su libro Esperando a los bárbaros.

Si algo confirmaron las elecciones al Parlamento Europeo –celebradas del 6 al 9 de junio– es la creciente derechización de la sociedad, que ha apoyado a formaciones o candidatos xenófobos, racistas e islamófobos. También se ratificó la lenta pero perceptible licuación del centro político: ¿existe aún algún partido al que se pueda catalogar como “derecha democrática”? El crecimiento metódico de la extrema derecha radicaliza y arrolla. En tanto, la izquierda se modera, se contenta con defender los principios más elementales de la democracia y grita “ahí viene el cuco”, pero no sabe realmente como combatirlo. Hace rato que gritamos que el fascismo está a las puertas de nuestras casas, pero, en realidad, ya está en la habitación de al lado.

El fenómeno ultra ya es mundial. La receta de irse al centro para detener al nuevo fascismo ha mostrado su fracaso. La votación para elegir a los 720 representantes de los veintisiete países de la Unión Europea (UE) tuvo una participación del 51 %, la mayor desde 1994 (57 %), y ha determinado la menor representación del progresismo de los últimos cuarenta años.

Steven Forti, el autor de Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla, desmenuza este mapa: “La extrema derecha ha cosechado éxitos a lo largo y ancho del continente: es el primer partido en seis países (Francia, Italia, Hungría, Austria, Bélgica y Eslovenia) y el segundo en otros seis (Alemania, Polonia, Países Bajos, Rumanía, Chequia y Eslovaquia). En la Eurocámara, si a los diputados del grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR) y a los del grupo de Identidad y Democracia (ID) unimos los de partidos ultras, que de momento no tienen adscripción, como los de Alternativa para Alemania o de la húngara Fidesz, junto a un puñado de formaciones de nuevo cuño sobre todo del Este, la extrema derecha sumaría 180 diputados, más o menos los mismos de los populares. Esto significa el 25% de los escaños del Parlamento de Estrasburgo. Hace veinte años, los ultras superaban por los pelos el 10% y hace cuarenta años, en 1984, no llegaban ni al 4%”.

En esa línea, la lupa que sobre la elección en estos países pone Katalin Miklóssy, responsable de los Estudios de Europa del Este en la Universidad de Helsinski, marca la influencia que pueden tener en el futuro de la UE: “Los partidos pertenecientes al grupo más numeroso del Parlamento Europeo, el PPE [Partido Popular Europeo], ganaron las elecciones europeas en ocho de los once estados miembros orientales de la UE […] obtuvo 71 miembros solo de Oriente (de su total de 186 miembros) […] Sin embargo, hay diferencias importantes. Por ejemplo, la oposición tanto a la política de cuotas de los migrantes como a la integración cada vez mayor de la Unión son factores que separan a los grupos del PPE oriental de sus partidos hermanos occidentales. En el Este, la UE es vista como una unión suelta de los Estados nacionales, donde la tarea primordial de los eurodiputados es promover el interés nacional […] La importancia de las formaciones políticas del Este crecerá en todo el parlamento. Esto afectará cada vez más al perfil y a la toma de decisiones de las familias de los partidos del Parlamento Europeo”.

Una encuesta poselectoral da cuenta de que las mayores preocupaciones de los votantes fueron la economía, la inmigración y las guerras. Hace tres meses, un sondeo de IPSOS mostraba que el 51% de los europeos no apoyaban la política migratoria del bloque y exigían mayor severidad. Estos números crecían fuertemente en países en donde triunfó la ultraderecha, como Francia, Austria y Hungría. Sin embargo, un informe lapidario de Médicos Sin Fronteras (MSF) revela que “en Europa, la violencia física contra refugiados y migrantes se volvió la norma. Cada vez hay más denuncias por agresiones brutales, abandono de personas y exclusión de ayuda sanitaria. Las políticas migratorias están provocando un coste humano sin precedentes […] Un ejemplo de ello es que la Secretaría de Estado de Asilo y Migración de Bélgica y la agencia de acogida belga, Fedasil, han sido condenadas más de 8.000 veces por tribunales nacionales y más de 2.000 veces por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por no proporcionar refugio”. Es decir, para más de la mitad de los habitantes de Europa, la UE es blanda con los inmigrantes; sin embargo, MSF registra un incremento dramático de las agresiones físicas, detenciones, humillaciones verbales, insultos racistas y tratos degradantes por parte de agentes estatales contra migrantes, una extensión del crecimiento “a niveles vergonzosos” del racismo y la xenofobia en la población general.

Masivas fosas comunes en el fondo del océano. En 2023, once personas murieron cada día en el mar intentando alcanzar Europa, informó la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). “Al menos 3.997 personas murieron entre el Mediterráneo y el Atlántico en 2023 ante la falta de vías legales y seguras para poder llegar a Europa sin tener que arriesgar sus vidas. Es una de las peores cifras de la última década”, denunció esta organización humanitaria, y casi nadie ya quiere mirar hacia allí ni dar explicaciones por los dos mil kilómetros de vallas, cercas, muros y violencias que “protegen” a Europa de los “bárbaros”.

Nunca Europa estuvo tan cerca de la década de 1930: sentimientos generalizados de frustración; pavor a la pérdida de los valores culturales, religiosos e identitarios europeos; exigencias de seguridad por la “invasión de extranjeros”; restricciones a la llegada de inmigrantes y refugiados; repudio a la burocracia de La Troika (Comisión Europea, Banco Central y FMI), que somete a los países a restricciones económicas y debilita las identidades nacionales a favor de la globalización. Y es la ultraderecha la que supo capitalizar el “temor” estas “amenazas”, mediante la multiplicación de mensajes de odio, paranoia e indignación, para presentarse como la única alternativa a la sordera de Bruselas. La verba inflamada, mesiánica y distópica de sus líderes, que ya llevan décadas de ascenso en Europa, la exportamos a nuestro patio: así existen Javier Milei, Jair Bolsonaro o Donald Trump. En todos los casos son los que supieron captar y dar cauce al descontento (real o imaginario) de grandes franjas de la población.

Por el contrario, la izquierda no logra interpelar este desencanto, cuando hace apenas una década parecía encabezar la rebelión contra las políticas neoliberales de la UE, como fue el caso de Podemos en España (quien en esta elección consiguió apenas dos bancas, de cuatro que tenía), Syriza en Grecia o La France Insoumise. Resaltan buenas elecciones progresistas en Finlandia, Suecia, Dinamarca, Portugal y Bélgica. Pero la pregunta en este caso es si estas posiciones no tendrán que ver más con la guerra en Ucrania y el apoyo a formaciones que están a favor de un acuerdo de paz entre el país apoyado por la OTAN y Rusia. Sin una estrategia común, no se augura un futuro luminoso. ¿Alcanzará, por ejemplo, con la formación de un Frente Popular de izquierdas en Francia para las elecciones adelantadas del 30 de junio para detener a Le Pen? El margen es cada vez más estrecho.

El protagonista de Esperando a los bárbaros de Coetzee es un juez de un pueblo de frontera del Imperio que reniega de su rol y de la actitud racista hacia el otro, hacia el diferente. “¡Los imperios tienen la culpa! Los imperios han creado el tiempo de la historia. Han ubicado su existencia en el tiempo desigual de la grandeza y la decadencia, del principio y el fin, de la catástrofe. Los imperios se condenan a vivir en la historia y a conspirar contra la historia”. ¿A qué se estará condenando la Europa de hoy?