“No hay historia sino para un sujeto que la vive
y no hay más sujeto que el situado históricamente”.
Merleau Ponty

Hace algunos días, el empresario y director ejecutivo de Twitter Elon Musk advirtió sobre la potencia destructiva de la IA (inteligencia artificial) y planteó la necesidad de una autoridad regulatoria ante tal posibilidad. Obviamente, tal advertencia encierra algo más que una perspectiva filantrópica de uno de los empresarios más nocivos del “mercado”: en ella subyace un temor latente frente a la potencialidad de destrucción social de la IA y, fundamentalmente, la destrucción del “negocio” frente a una aceleración incontrolada de procesos creados por esta misma inteligencia que escapen al control humano.

A primera vista, tal perspectiva puede inducir a un carácter mitológico de la IA, tal vez a una hipóstasis de una fantasía trasnochada. Pero nada más lejano a esto. Históricamente la industria del software tradicional se fundaba en la captura de cierta cantidad de datos que, procesados, redundaban en un resultado predecible, predictible o buscado; el desarrollo de la IA cambia profundamente la ecuación, puesto que los datos ya no son simples datos. Son la big data, que consiste en una magnitud de datos que superan ampliamente los datos que pensamos que tenemos de nosotros mismos; y, en cuanto a su procesamiento, la posibilidad de escapar a procesos estructurados por mente humana, hacia procesos producidos de manera autónoma por la IA, constituye directamente la posibilidad cierta de resultados no solo inesperados, sino funestos para el hombre, la sociedad y su equilibrio.

En el siglo pasado Herbert Marcuse plasmó una obra ejemplar sobre la alienación del hombre. Escribió El hombre unidimensional a partir de su experiencia de vida en EE.UU. y la reflexión sobre el ser humano inmerso en el sistema capitalista y de mercado de ese país. A partir del análisis de cuestiones como la iterancia humana en el proceso productivo, el tiempo productivo como elemento cooptativo del tiempo de vida, lo restrictivo del salario frente al producto producido y alejado al acceso, lo producido como condicionante de una vida inerte, Marcuse llegaba a concluir la imposibilidad de realización trascendental del hombre frente a esta unidimensionalidad, en la que resultaba a las claras que el hombre solo significaba una variable supletoria en un proceso donde lo único que importaba era un resultado, casi un software humano que procesa humanos en función de un único fin, la productividad.

Si bien por aquellos tiempos la industria del hardware y el software era incipiente –era la época de los primeros atisbos del FORTRAN como idioma de programación, de la imposibilidad de la guarda masiva de datos, de los primeros procesadores–, la motivación, la inteligencia y la estrategia de mercado era la misma que la de la era actual, donde el mundo hace centro en el desarrollo tecnológico como vértice de cualquier desarrollo inmediato y mediato. Esto es algo que condiciona no solo las relaciones de producción, sino las interrrelaciones que fundan el perfil de cualquier sociedad que se precie de universo trascendente.

La advertencia de Musk no debería caer en saco roto, no porque interese asegurar el negocio, sino porque la posibilidad de un desarrollo incontrolado de la IA trae aparejado no al hombre como abstracción –que la psicología moderna trata como mito: evidentemente, analizar al hombre es analizarlo no solo en la dimensión espacial-temporal, sino inscripto en el mundo, su materialización y sus interrelaciones–, sino que lo que alarma es el “hombre abstracto” como sustancia. La posibilidad de que emociones, sensaciones, percepciones, miedos y pasiones, entre otras características de la psique humana, sean parte de esta big data no es ya una posibilidad, sino lo palpable de una certeza que se nos escapa. Y esta es, también, la certeza de una serialidad histórica de consecuencias impensadas.

En su Crítica de la razón dialéctica, Sartre planteaba esta misma serialidad como umbral entre el hombre alienado y el hombre consciente de esa alienación preparado para su libertad. Lo práctico-inerte como subsunción del hombre en la máquina, en el proceso productivo y, de última, en el producto, toma nueva relevancia frente a la IA y la tragedia del hombre futuro, tal como lo fue también aquella tragedia de la cual se valió el capitalismo y el mercado.

Seguramente estos son tiempos de un proceso de reflexión profundo acerca del mundo al que se aspira, acerca de ese mundo sobre el cual todavía tenemos como herramienta nuestra facultad instituyente. Pero, sobre todas las cosas, es necesaria una profunda reflexión acerca de qué tipo de humano formar, instituir y hacer trascender. Si hemos de pensar en un mundo que es también es nuestro mundo y no solo el del hombre que lo vislumbra desde su perspectiva utilitaria, las elecciones en EE.UU. en las que se consagró Trump, las fake news, las maniobras comunicativas sobre la opinión pública y la instalación compulsiva de agendas lejanas al interés particular y social son algunas muestras de que aquello que se denunciaba como serialidad puede transformarse a futuro no muy lejano en una humanidad abstracta producto de la abstracción del “mercado”.