La pregunta es: ¿quién está dispuesto a luchar?
¿Quién está dispuesto a pelear por honor,
por lo que no vale nada?¿Cuál sería la gracia?
Quiero que pensemos la pregunta
y que nos la dejen preguntar.
Babasónicos

Una vez en un plenario de la CTA, un compañero de una orgánica sindical, para referirse al reclamo de uno de los movimientos sociales que conformaban la misma orgánica de la Central, planteaba que había que ser “solidarios” frente a la demanda. A muchos de los que veníamos de dar la discusión política de la clase desde mediados de los 90 para complejizar el concepto de trabajador y entender que las soluciones no acababan en el “blanqueo” de lo informal, que había fuerza política, fuerza sindical, en la organización del conflicto a partir de la experiencia de la precariedad misma, y que eso permitía abrir discusiones sobre las formas organizativas apropiadas para un nuevo sujeto del trabajo, aquel planteo nos hizo un ruido, nos dejó un sabor a final de una etapa. Un par de años después, seríamos los mismos que nos iríamos de la Central cuando nos invitaron a una discusión que no hacía honor a lo que nos habían enseñado, cuando la comprensión de lo político de los trabajadores se instaló sobre la división en base a una lectura de un proceso gubernamental por sobre las dificultades, los desafíos y las respuestas de los trabajadores frente a una nueva etapa del capitalismo.

Sobre la memoria de esas trayectorias, las discusiones que se dieron esta semana son, por lo menos, flacas, poco interesantes, descuidadas, alejadas de la experiencia material, apelativas de sentidos ya en desuso. Pero, sobre todo, irrespetuosas de las discusiones políticas y gremiales y de las prácticas reales con las que los trabajadores –al menos durante los últimos 30 años– han intentado dar cuenta de su experiencia de explotación y de sus capacidades organizativas para problematizarlas, volverlas políticas obreras y darse tareas de reparación, de cuidado, de reconstrucción de lo común, para resituar lo justo en esta etapa de capitalismo desalmado.

Hay algo, sin embargo, todavía interesante sobre el fondo de la discusión, que no tiene que ver con las políticas públicas o las políticas de empleo, sino con el rol de lo popular organizado contra el simulacro de la autonomía de lo político que el consenso liberal y las nuevas derechas buscan imponer. Sin romantización, con todo el barro y los claroscuros que tiene toda práctica política –también la popular–, pero comprendiendo que hay una productividad allí que es irreductible a otros espacios, prácticas, institucionalidades, al menos en la tradición popular argentina. La cuestión radica en cuál es la mediación entre el “pueblo” y la composición de un tiempo político. ¿Cómo pensamos al “pueblo”? ¿Sujeto/objeto pasivo de las intervenciones del Estado y de las medidas políticas con intenciones populares, o más bien un real entramado donde vertebrar realidades complejas, una fuerza actuante, un colectivo a interpelar para que se sienta representado? ¿Cómo se politiza lo popular?

Repite el periodista de la radio lo que repiten en algún espacio político: “si no es en nuestra lista, no sacan (los movimientos sociales) más de 3 por ciento de los votos”. Más allá de todas las preguntas que despierta la idea de lo nuestro y las lógicas de apropiación de los votos, lo destacable es el profundo desconocimiento sobre las formas de producción de la representatividad y la legitimidad de las construcciones políticas populares, no solo actuales sino históricas. Como si las orgánicas populares, sindicales, territoriales, pudieran ser reductibles a la lógica electoral. Seguramente muchos dirigentes de esos ámbitos tengan dificultades para “trasladar” su representatividad a las urnas. Pero eso no los deslegitima –ni a ellos y ni a las bases que contienen– a la hora de pensar formas de politización y modos de solución de sus conflictividades. Modos y formas políticas, deudoras de una tradición de la que se hacen cargo, que decide su intervención en base a la organización de una comprensión capaz de poner en juego elaboraciones sobre lo que es deseable para una sociedad desde variables que no son las de las políticas públicas ni la institucionalidad del Estado. Porque, además, en momentos de disolución del lazo político, frente a la crisis de representación de la política institucional tradicional, de una memoria en disolvencia, condenar a lo político solo a una mediación superestructural, al costado de un mundo social cada vez más pauperizado, con dificultad para pasar de su “realismo cotidiano”, achica cualquier margen de ensamble popular democrático. Ese tipo de concepción contribuye a la percepción de la política como exterioridad. ¿O la cuestión es, como bien dijo en una entrevista la intendenta de Moreno, Mariel Fernández, que existe un sector (y no otro) con legitimidad para asumir la representación política popular?

Y si honestamente pensamos, como se dijo en un debate radial, que la idea del fin del empleo es una falsedad que circula para derrotar de antemano a los trabajadores, ¿cómo imaginamos que se pueda dar ese debate con lo social organizado? En cualquier caso, seguramente no desde el enojo: eso también lo aprendimos en nuestras antiguas orgánicas gremiales. Porque, además, uno de los problemas de este razonamiento es pensar que la comprensión política de una posición presente se estructuraría en función de las conflictividades de la contradicción capital/trabajo clásica que se habitará en un futuro. Quizá para recuperar sentidos sobre la trama de los trabajadores resulte mucho más interesante volver a pensar a partir de las nuevas constituciones subjetivas, de las nuevas apuestas a conflictividades en el marco de la precariedad, de la experiencia obrera real, material, actual, que insistir en la apelación a enunciaciones vacías como “cambiar planes por trabajo”, o recurrir a proyectos de “pleno empleo” de intendentes cuyo gran manejo de la conflictividad social es la “reubicación” de 200 programas sociales.

En otro plenario de la CTA de aquellos años, decía una compañera de METELE (Movimiento de Trabajadores y Educadores de Español como lengua Extranjera) que ellos se habían visto enfrentados a tener que construir una patronal para poder entablar y generar el conflicto. También contaban los compañeros de SIMECA (Sindicato Independiente de Mensajeros y Cadetes) que, aunque los blanqueos de los trabajadores se hacían en Comercio, en Camioneros, en Gastronómicos o en Pasteleros, ellos seguían conduciendo gremialmente la pelea y los conflictos, porque, aunque el encuadre convencional era de otro, la referencia política seguía siendo de ellos. Algo de estas inteligencias –junto a otras muchas– deben seguir permeando la trama política popular. Es necesario ver que quizá la sociedad también hace política –se rehace políticamente– ahí donde logra que la vieja y consuetudinaria política no pueda seguir despolitizando a los sujetos. Seguramente, desde bases fragmentadas, a partir de la revelación –antes que todo– de su propia nada a superar. El acontecimiento diario de “los que no se sienten representados” por la política establecida quizá requiera, para ser posibilidad popular, la consideración del regreso de la subjetividad política en acto.