“Cada uno justifica la expansión y la intensificación de sus propias fuerzas con la expansión y la intensificación de las fuerzas del otro”.
Jurgen Habermas
La aceptación conceptual de que el Estado no representa ya el verdadero poder, aún frente a una mayoría que la sustente, no deja alternativa a dobles interpretaciones: lo que otrora fue “el sistema”, y el paradigma de disputa desde distintas concepciones, en esta postmodernidad se resume a un subsistema social y de poder.
Si nos adentramos, en un análisis introspectivo, en ese mismo Estado ya como subsistema, no encontraremos más que subsistemas de subsistemas –educativo, social, político–, donde se diluyen las prioridades y donde desaparecen los consensos intersubjetivos individuales y sociales. Así, hemos de encontrar una fragmentación en ese estructuralismo que era síntesis de cumplimiento de expectativas depositadas.
Rota la “acción comunicativa” entre los que deberían ser “actores”, desde una síntesis dialéctica entre posiciones antagónicas, solo queda la solidaridad estratificada en sectores afines, ideológicos, políticos y sociales, asumiendo entonces ese diálogo imprescindible no ya por el “hombre” como actor sino por un “metahombre” encarnado en los medios de comunicación, con caminos allanados en la direccionalidad gestual y de mensaje que materializa su “leiv motiv”.
En el marco de un racionalismo instrumental que solo entiende de fines, con un “mundo de vida” más alienado aún y con un dispendio de energías vitales desperdiciadas, algunas en el acercamiento al consumo de valores de uso, otras en “subtrabajos”, cuando no en el imperio de las “changas”, y el resto en la indigencia, un porcentaje importante de nuestra sociedad se debate entre la fragmentación social y la supervivencia.
A este desgarramiento social es imposible analizarlo sin tener en cuenta la puja inhumana de una sociedad que ha perdido el sentido, no ya del imaginario colectivo, de un destino no expulsivo, sino de un plafón normativo-moral que ponga coto a la ambición sin medida; una sociedad que ha abandonado toda medida de finitud del ser y todo viso de solidaridad. En este contexto, el protagonismo de un estado “acéntrico” agrega un grado de complejidad que augura quizá más desencuentro.
Todo esto ocurre en un escenario mundial que decantó –como debía decantar– en una multipolaridad que demanda algo que no tenemos: una conciencia sintética, unívoca, universalista y que avizora más costos que beneficios.
Si a esto le sumamos por un lado la mirada despiadada de una “derechización” que es signo de esta época, y por otro una diáspora hacia la apolítica y la segmentación del acervo cultural, social y político del campo popular, una salida superadora desde el entendimiento y desde la praxis es una quimera.
Este escenario desafía no solo a quienes gobiernan, sino también a quienes sustentan conceptualmente la política como herramienta transformadora, y a ese “resto” que engrosa fragmentos de los que están “afuera”, a repensar y redefinir no solo el proceso coyuntural de inclusión, sino la proyección hacia una sociedad de –al menos– mínimos acuerdos, pensando todo esto como plataforma de despegue hacía una individuación en una sociedad con sentido.
No debe únicamente interpelarnos una definición definitiva del “ser argentino”, sino la búsqueda de algo superior a una razón subjetivista que cohesione, que sintetice y que represente nuestros objetivos, nuestras expectativas y un canon ético-moral que no sea aséptico. Cualquier solución o salida intermedia no hará más que desplazar y deslindar una responsabilidad que nos compete y resulta ineludible.
Nada que inventar, pues, demasiado para “mirar viendo”, para “analizar construyendo”, para “entender esclareciendo”. El mundo es necesario como escenario, y Latinoamérica prueba suficiente: todos los modelos han sido probados, todos los resultados están a la vista y todas las consecuencias y efectos estampados en nuestros pueblos que todavía esperan. La gran pregunta es ¿hasta cuándo?, fundamentalmente cuando la coyuntura y lo táctico se confunde con lo estratégico, cuando la falta de respuesta se ha transformado en el arma más eficiente para correr a grandes sectores de nuestra sociedad hacia la incredulidad y el descreimiento.
La tragedia de la convivencia de subsistemas, por mucho tiempo, en mi humilde entender, no hará más que alejar cada vez más esa instancia superadora que significa, en la mirada de Jurgen Habermas, una acción comunicativa que rompa con los “micromundos” individuales y sectoriales que horadan la viabilidad de nuestro destino como nación. Es entonces que, ante tanto discurso autorreflexivo individualista, es preciso imponer, en el seno de los espacios que quieren resumir la voluntad popular, dos miradas que no deben ser excluyentes: la externa y la introspectiva. Resuelto este desafío, solo quedaría romper nuestro propio estigma: el de pensar más en el próximo periodo de gobierno que en el período en que la voluntad popular es la única mandante.