“Hoy me alzo con mucho pesar en mi corazón, con un profundo dolor por los familiares y los seres queridos que murieron y resultaron heridos en Nueva York, Virginia y Pennsylvania. Solo los más tontos o los más despiadados no comprenderían el dolor que ha paralizado al pueblo estadounidense y a millones de personas en todo el mundo. Este terrible ataque contra Estados Unidos me ha hecho confiar en mi brújula moral, en mi conciencia y mi Dios para orientarme. El 11 de septiembre cambió el mundo. Nuestros más profundos miedos nos atormentan ahora. Sin embargo, estoy convencida de que la acción militar no evitará otros atentados de terrorismo internacional contra Estados Unidos. Este es un tema muy complejo y complicado. Sé que esta resolución para el uso de fuerza será aprobada, a pesar de que todos sabemos que el Presidente puede declarar una guerra incluso sin ella. Sin embargo, por más difícil que pueda ser este voto, algunos de nosotros debemos exhortar a ejercer la moderación. Nuestro país está de luto. Algunos debemos decir ‘retrocedamos un momento, hagamos una pausa por tan solo un minuto y pensemos bien en las repercusiones de nuestras acciones hoy, para que esto no termine convirtiéndose en una espiral fuera de control’”. No hubo un “nosotros”. Hubo una única conciencia solitaria que se opuso a la invasión. La Cámara de Representantes votó el 14 de septiembre de 2001, tres días después de los atentados terroristas a las Torres Gemelas, por 420 votos contra uno (el de la diputada Barbara Lee) la Resolución Conjunta 64 que autorizó “el uso de las Fuerzas Armadas estadounidenses contra los responsables de los recientes ataques lanzados contra Estados Unidos”. También el envío de fuerzas a “Afganistán, Filipinas, Georgia, Yemen, Yibuti, Kenia, Etiopía, Eritrea, Irak y Somalía”. También “enfrentar a los grupos terroristas alrededor del mundo” y “detenerlos en la base de Guantánamo”.

El Senado también apoyó de manera unánime (98 a 0) la autorización al entonces presidente George W. Bush. Este acto dio vía libre para irrumpir en cualquier país del mundo y para realizar espionaje contra cualquier ciudadano con la excusa del peligro terrorista. No solo la usó Bush; también Barack Obama y Donald Trump. Entre los que votaron a favor están el actual mandatario Joe Biden y un conocido del espectro de izquierdas, Bernie Sanders. Por eso, irradia con especial intensidad, y a pocos días del colapso y huida estadounidense en Afganistán, la posición moral que adoptó hace casi 20 años Barbara Lee. Su voz delataba la angustia por la decisión que iba a tomar. La soledad de tamaña audacia ante una maquinaria político-mediática que tras el 11-S no aceptaba voces disidentes. Para colmo, el brío vino de una mujer negra. La prensa la trató de “antiestadounidense”, “despistada”, “defensora de los enemigos del país”. Fue amenazada de muerte, acusada de terrorista, de traidora: “Deberías haber estado en las Torres Gemelas”, “Pasarás a la historia como la única cobarde en un mar de valientes legisladores”, “Eres una perra. Ni siquiera un perra americana, un chucho negro”, “Estás con Bin Laden, Hitler y Judas”.

Una encuesta de Gallup publicada en noviembre de 2001 señalaba que 8 de cada 10 estadounidenses apoyaba la “guerra” en Afganistán. En la actualidad, el 62% afirma que esta invasión no sirvió de nada. Y hoy Barbara Lee es una de las políticas más populares, de las más respetadas y votadas. No puede caminar por los pasillos del Congreso porque la gente se agolpa para saludarla. Fue vilipendiada. Ahora es adorada. Es una referencia para las nuevas generaciones de legisladores radicales.

Notas de opinión del New York Times justificando la invasión a Afganistán, noviembre-diciembre de 2001

Son tan duras las conclusiones del último informe del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, por sus siglas en inglés) sobre el rol de Estados Unidos que uno se pregunta si cuando alegó su negativa a la invasión Barbara Lee tenía la capacidad de ver el futuro. El informe de 140 páginas, titulado “Lo que debemos aprender: Lecciones de veinte años de reconstrucción de Afganistán”, básicamente señala que todo lo que pudo hacerse mal se hizo mal: que se mintió sobre las posibilidades de éxito durante dos décadas, que se ocultaron pruebas del fracaso y que se encubrió que la acción bélica contra el talibán era imposible de ganar. En una entrevista que SIGAR le realizó en febrero de 2015, Douglas Lute, el general del ejército que fue el responsable militar en tierra afgana durante las administraciones de Bush y Obama, dijo: “Estábamos desprovistos de una comprensión fundamental de Afganistán, no sabíamos lo que estábamos haciendo”.

En veinte años, más de 775.000 soldados estadounidenses fueron desplegados. Murieron 2.324 y 20.589 resultaron heridos. También perdieron la vida 3.917 contratistas, lo que subraya la dimensión del negocio que generan las invasiones. Las pérdidas civiles alcanzaron las 46.319. También perecieron 446 trabajadores humanitarios y 74 periodistas. Si se suma la extensión del conflicto a la vecina Pakistán, la cifra de decesos asciende a 243.000. El costo de la maquinaria conquistadora fue de 3.231 billones de dólares.

La agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) denunció que desde principios de este año alrededor de 400.000 personas debieron huir del avance talibán. Se sumaron así a los tres millones de afganos que siguen desplazados en el interior de país. Además, el 80% de los cerca de 250.000 que han escapado de las zonas de guerra desde fines de mayo son mujeres y niños.

El 2 de marzo de 2007 el portal Democracy Now! entrevistó al general Wesley Clark, comandante de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y héroe de Vietnam. Reveló esto: “Días después del 11 de septiembre fui al Pentágono. Vi al secretario (Donald) Rumsfeld y al subsecretario (Paul) Wolfowitz. Así que bajé las escaleras para ver a un montón de gente que solía trabajar para mí y entonces uno de los generales me llamó y me dijo: ‘Señor, venga aquí, tengo algo que hablar con usted. Hemos tomado la decisión de entrar en guerra con Irak’. Esto sucedió alrededor del 20 de septiembre aproximadamente. ‘¿Vamos a entrar en guerra con Irak? ¿Por qué?’ Me contestó: ‘No lo sé. Supongo que no tenemos otra cosa que hacer’. Así que le pregunté: ‘¿Hay alguna información que conecte a Sadam con Al Qaeda?’ Y él: ‘No, no, no hay nada nuevo en ese sentido, pero tenemos un buen ejército y podemos derribar gobiernos. Todo lo que tenemos es un martillo y todos los problemas tienen forma de clavo’. Fui a verle unas semanas después. Y por aquel entonces ya estábamos bombardeando Afganistán. Y le pregunté: ‘¿Aún vamos a entrar en guerra con Irak?’. Me dijo: ‘No, es peor que eso’. Fue a su escritorio, tomó un papel del Secretario de Defensa: ‘Esto es un memo que describe cómo vamos a invadir siete países en cinco años. Empezando por Irak, Siria, Líbano, Libia, Somalia, Sudán… y para terminar, Irán’”.

Volvamos a Barbara Lee. Al 14 de septiembre de 2001 y su valiente alegato de dos minutos. Dijo: “Estuve dándole muchas vueltas a este voto, pero terminé de decidirlo hoy. Y terminé de decidir mi oposición a esta resolución durante el muy doloroso pero hermoso acto de conmemoración, cuando un miembro del clero tan elocuentemente dijo: ‘Cuando actuamos, no nos convirtamos en el mal que deploramos’”.