La Bolsa de Comercio de Buenos Aires celebró sus cien años en 1954 y declaró tajante: “No pueden las autoridades imponer instituciones o sistemas innecesarios, pues su trabajo no pasará nunca de ser nominal, ficticio; pero tampoco pueden anular e impedir organizaciones o métodos necesarios, porque estos se desenvolverán inevitablemente en alguna forma clandestina”. Pocos años después la Sociedad Rural Argentina también abría su centenario en tono similar, con palabras que eran pasado y futuro de ambas.

Las dos instituciones, la Bolsa y la Sociedad Rural, fueron fundadas oficialmente en 1854 y 1866 respectivamente. Es decir que, apenas se vislumbró la posibilidad de la organización nacional, los hombres de tierras y finanzas ya estaban agremiados, preparados para el trance, antes que el Estado. Las entidades tuvieron pronto un sucedáneo, el Jockey Club. Inaugurado en 1882 por un hijo pródigo de la generación, Carlos Pellegrini, sumó al binomio inicial los caballos caros, las apuestas y los hipódromos, compartiendo apellidos dirigenciales.

Vale señalar que ni la Bolsa de Comercio ni la Sociedad Rural llegaron a su punto cero sin un trabajo previo, a veces clandestino, como ellas mismas lo reivindican, y otras abusando de la ley de ser necesario.

Cuando Cisneros daba sus últimos pasos políticos, había en el Río de la Plata 124 ingleses haciendo comercio exterior con lo poco permitido en la colonia. Pero a escasos meses de la revolución de mayo y con la apertura del puerto, estos británicos se reunieron en la casa de Ms. Clarke (doña Clarita para la posteridad) y comenzaron a realizar las primeras operaciones bursátiles sobre productos de exportación e importación. Una década después, cerca de 5000 ingleses se ocupaban del nuevo libre comercio y presionaban a los ministros Bernardino Rivadavia y Manuel José García para que establecieran una Casa de Conversión –para cambiar papeles recibidos por otros valores– y lograban la apretura de la primera Sala Mercantil. No fue próspera en su tiempo, pero inició un registro de corredores de bolsa que operaron títulos valores en medio de un desorden político al que evadieron con racionalidad económica.

Mientras tanto, yendo de la Bolsa a la Estancia, la exportación de productos de la tierra había reemplazado al metal. Antes del mayo patriótico, cuatro quintas partes de lo que salía del puerto de Buenos Aires era metálico del Potosí, y el resto productos del agro. Con la pérdida del Alto Perú, esa relación se invirtió de manera exacta a favor del campo. Los comerciantes ricos buscaron su lugar en tierras y se conformaron lentamente en propietarios del suelo ganado al gaucho y al indio. Y en la misma época que Rivadavia y García listaban a los primeros corredores de bolsa, don Martin Rodríguez como gobernador dictaba leyes de conchabo, obligando al gaucho a trabajar para un patrón –o, en caso contrario, obtener cárcel o frontera– y, en el caso de las mujeres, a hacer de sirvientas para familias ricas si también carecían de jefe. La obligación de trabajar significó para estos propietarios una plaza legal ganada a la mano de obra revoltosa ante el nuevo orden. Rivadavia impulsó a los terratenientes a organizarse en una primigenia sociedad campera –algunos de ellos además eran diputados por la provincia de Buenos Aires, con lo cual votaban sus propias normas– y sancionó la ley de enfiteusis, que otorgaba tierras a cambio de un canon irrisorio y que, según registros de archivo, fue imposible cobrar. Inmediatamente los suelos fueron ocupados por estos diputados “ruralistas” y sus amigos del comercio, ampliando la influencia económica y política sin invertir en terrenos –que venían de “préstamo”– y sin mayores costos extras.

La solución tierra-impuestos (vía canon incobrable) fue producto de las operaciones bursátiles que los corredores de bolsa hacían con el préstamo negociado por el autor de la enfiteusis, don Bernardino. En breve, los intereses de esa deuda se hicieron impagables y, una década después, el gobierno restaurador de la provincia en crisis dispuso la venta del suelo bonaerense en enfiteusis para asumir los costos del empréstito de la Baring Brothers. Los campos fueron comprados, va de suyo, por los mismos que ya los explotaban, aprovechando la organización ruralista instada por Rivadavia y los apuros financieros en que se había metido al Estado con las dos operaciones en pinza de tierra y finanzas.

Volviendo a los corredores de bolsa, la Sala Mercantil fue cerrada y Rosas comenzó una persecución a los operadores criollos, pues sostenía que solo se inclinaban a conspirar contra su gobierno; permitió solo a comerciantes ingleses continuar con el negocio, siempre y cuando se ataran a la ley. Pero el principal objetivo del Restaurador era frenar la cotización del oro, pues devaluaba fuertemente un papel moneda sin respaldo metálico suficiente. El problema era –y sigue siendo– que el propósito de un apostador de bolsa es ganar con agio sobre perdidas de otro valor. Entonces, con la promesa de ajustarse a derecho y en presencia del embajador norteamericano como anfitrión, los corredores armaron la Sociedad de Residentes Extranjeros, que no era otra cosa que una Bolsa de Comercio encubierta. Volvieron raudos al corretaje del oro a pesar de la advertencia, atendiendo a aquello de “los gobiernos tampoco pueden anular e impedir…”. Así se formó el “Camoatí”, una sala de comercio clandestina que, como la abeja que le dio su nombre, podía moverse de un campo a otro generando su miel. Estos hombres de la bolsa se reunían en diferentes casas cada día para cotizar el oro en onzas y fijar su precio de cambio, moviéndose de lugar ante las sucesivas redadas policiales, sobre todo luego de que uno de sus anfitriones fuera descubierto por la Mazorca y degollado sin miramientos.

A dos años del derrocamiento de Rosas a manos de ejércitos extranjeros, los hombres de la bolsa pudieron, luego de una experiencia de cuatro décadas, fundar su institución. Sin controles estrictos, y apurando las obligaciones del erario público en un Estado provincial y luego nacional que seguía desquiciado, se lanzaron a especular con papeles de deuda y con títulos en oro emitidos sin respaldo por un gobierno necesitado de circulante. Fue tal el frenesí que en 1890 lograron lo impensado: quebraron la Bolsa de Comercio y dejaron la economía en ruinas. Pero el “gringo” Pellegrini –fundador del Jockey– ya como Presidente de la Nación restableció el orden económico y los corredores volvieron a brillar sin pasamontañas.

Los otros, los del campo, tuvieron sin embargo –y aunque suene extraño– un comienzo algo más progresista en su hora cero. Y es que en cinco décadas de acumular tierras al borde de la ley o ayudando a descoyuntar indios y robar vales de propiedad a los soldados de Roca, los fundadores de la Sociedad Rural Argentina no fueron los grandes terratenientes de esta historia, sino los medianos propietarios, que pretendían modernizar el campo con inversión a la vez que hacer fuerza gremial para convenientes leyes en el nuevo Estado. Claro que también debían convencer a los históricos propietarios ausentistas que, para administrar la tierra y la cosa pública, era menester estar en la estancia y no en Europa. Pronto lo lograron, pues al año de su fundación consiguieron una Oficina de Cambios –para operaciones del agro– y una ley para la venta de tierras públicas; esto acercó rápidamente a los grandes terratenientes, que entendieron que ese dialogo gremial con la clase política era más amable para la ampliación de sus derechos. Con las décadas, el espíritu progresista de sus fundadores se diluyó en el cuerpo de rapiña de las estancias.

El siglo XX encontró a la Bolsa de Comercio y a la Sociedad Rural aportando funcionarios a todos los gobiernos. El cenit de esta sociedad fue durante la dictadura de la desaparición de personas, cuando entre bolseros y ruralistas ocuparon todos los puestos posibles (desde la cabeza) en el Ministerio de Economía, el Banco Central, el Banco Nación, la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca y la Junta Nacional de Granos. Volvieron a repetir la experiencia de ocupación de manera aún más burda en el nuevo siglo, durante el gobierno de Mauricio Macri, y en ese breve tiempo de saqueo lograron duplicar la deuda pública con operaciones de bolsa y triplicar el precio de la comida producida en sus campos.

La profunda historia de estas dos instituciones señala la forma preclara en que entendieron que la organización, además de garantizar el manejo de la ley o su violación sistemática –da igual respecto del rinde especulativo– invierte las finanzas públicas y las transforma en recursos y rentas que navegan sin tapujos las aguas del contrabando o la clandestinidad, a la vista de todos.

En la actualidad, ambas siguen celebrando aniversarios con discursos al tono de sus fundadores, algo crípticos a veces,  entre amenazadores y clandestinos siempre. Según el registro de personas jurídicas, la Bolsa de Comercio de Buenos Aires y la Sociedad Rural Argentina son “Asociaciones civiles sin fines de lucro”. No tiene remate.