En los últimos años vimos series y películas y leímos literatura sobre posibles futuros cercanos que no son del todo imaginados, pero tampoco descriptivos del estado actual de las cosas. En esas ficciones nos vimos reflejados (en un espejo negro) y el efecto fue ominoso: ¿cuánto faltaría para que nuestros celulares y aparatos respondieran a órdenes como esas?

La pandemia hizo que se acelerara el tiempo. De un día para otro el presente se transformó en pasado. Si todavía a nuestros pensamientos les cuesta acomodarse después de cuatro meses a este presente-futuro, imaginemos lo desorientados que estarán nuestros cuerpos y nuestra “estructura de sentimiento”. Estamos acá, corriendo detrás de los hechos, tratando de ponernos al día con las transformaciones, escribiendo diarios y crónicas de pandemia, leyendo literatura distópica del siglo pasado para poder llenar el agujero (imaginario y emocional) que se abrió cuando de pronto el futuro nos tapó el bosque.

En una nota en The New Yorker, el novelista de ciencia ficción Kim Stanley Robinson dice: “El virus está reescribiendo nuestra imaginación. Lo que parecía imposible se volvió factible. Estamos cambiando la idea de nuestro lugar en la historia. Sabemos que estamos entrando en un nuevo mundo, en una nueva era. Pareciera como si estuviéramos emprendiendo el camino hacia una nueva estructura de sentimiento.”

Frente a la materialización vertiginosa de mundos que solo habían existido en nuestros pensamientos, sueños o pantallas, es como si de pronto el futuro de antes hubiera quedado “viejo” y ahora tuviéramos que pensar un nuevo futuro para el traje de humano que estamos estrenando. Pero para escribir este nuevo futuro, ¿de dónde van a salir las ideas? ¿Cuál es el margen de ingenuidad que podemos permitirnos ahora que ya se pusieron a prueba todos los organismos, corporaciones, mecanismos, Estados, cuerpos, superficies y fluidos? Quizás enfrentemos la primera crisis global de la página en blanco.

Pero el caso de la “página en blanco” es solo una ilusión, un efecto, es el “miedo a”. La inspiración está siempre en el pasado, cantera infinita de originalidad.

Queda claro, a partir de las miles de cosas que una lee y escucha, que todo lo que ahora aprendimos (a las piñas) a hacer a distancia no va a volver para atrás. Porque el enemigo ganó terreno en la cancha y no regala nada. En el muro de Facebook de una conocida llegué a un artículo de Naomi Klein donde cita a Eric Schmidt, ejecutivo de Google, quien “dejó en claro que Silicon Valley tiene toda la intención de aprovechar la crisis para una transformación permanente”. Para hacer esto, dice Klein, en Nueva York ya están en marcha grandes acuerdos de colaboración entre el estado y los “gigantes tecnológicos” (Google, Oracle, Amazon, Microsoft, Facebook, Apple, Alibaba, etc.).

La guerra tecnológica entre Estados Unidos y China atraviesa ahora una batalla decisiva. En este contexto, los Estados del norte buscan consenso para intercambiar con sus ciudadanos privacidad por seguridad, porque el desarrollo de la inteligencia artificial depende en gran parte de la vigilancia masiva. El miedo al contagio funciona como una estrategia de extorsión perfecta para solicitar a los usuarios más y más permisos de control.

De aquellos futuros imaginados en nuestro pasado, el que se manifestó es el de la pandemia. ¿Por qué la pandemia y no la tercera guerra mundial, por ejemplo? Un “enemigo invisible” es todo lo que el proceso de digitalización necesitaba. Es la excusa perfecta para el aumento de la vigilancia, el desarrollo de la inteligencia artificial, la desfinanciación del trabajo humano, la venta de e-learning con menos teachers, la venta de telemedicina con menos personal de salud. Es la tragedia que Bill Gates creó al predecir.

En este embrollo hay algunas falacias que tenemos que desmentir. Entre ellas, que el enemigo es “invisible”, que el virus afecta “a todos por igual” y que Internet llega “a todos lados”. Si bien es cierto que el acceso a Internet está muy extendido y puede ser una herramienta de democratización, no todos gozamos de los mismos tipos y calidades de acceso, de los mismos usos ni del mismo control sobre la información y contenidos online. Las desigualdades se repiten hacia adentro de los hogares (no es lo mismo tener una computadora personal que tener que estudiar con el celular o compartir un equipo) y hacia fuera, en los vínculos coloniales que someten a los países del sur a los centros de poder mundial.

En nuestro país, estamos obligados a utilizar las plataformas y, por ende, aceptar los términos y condiciones, de aquellos “gigantes tecnológicos” que aplican políticas globales (salteando gobiernos locales) sin ser casi nunca el blanco de crítica de los usuarios. Los hechos nos empujan, especialmente como ciudadanos de la “periferia”, a imaginar un nuevo futuro en el que las prácticas de trabajo, estudio, salud, reproducción y los límites de la privacidad sean definidos por un “enemigo invisible” del que muy difícilmente podamos liberarnos.

Sin embargo, el hecho de que los cambios se hayan precipitado de un día para el otro puede ser una ventaja también para los usuarios: nos da un margen para mostrar nuestra disconformidad con el futuro que podría habernos tocado si la evolución de eventos hubiera sido gradual. En el artículo que citamos arriba, Robinson dice que la situación inesperada nos obligó a ponernos en acción: “ahora, de pronto, estamos actuando rápido como civilización. Estamos tratando, a pesar de los obstáculos, de aplanar la curva.”

En Argentina parece como si nuestro futuro (el cercano, al menos) ya estuviera escrito. Desde marzo vemos venir la curva en el horizonte, como una ola gigante que se acerca mientras decidimos qué nos conviene, si pasarla por abajo o intentar salir surfeando.