El otro día salí de mi casa sin barbijo. Cuando cerré la puerta de calle respiré el olor de las hojas de otoño; un olor a “parque” que me recordó en un flash las millones de veces que salí de esta casa (la de mi madre) para ir a algún lado. Salir para ir hacia algún lado. Como un golpe, el contexto: esta vez salgo para dar una vuelta. No me voy a encontrar con nadie, no voy a ver a nadie conocido. Esta salida no trae ninguna promesa. Me dieron ganas de llorar. Miré para abajo y me puse el barbijo antes de que alguien me viera.

Cuando fuimos forzados a quedarnos en casa todo nos tomó por sorpresa. Los pocos días que pasaron entre el “aislamiento voluntario” y la “cuarentena total” apenas nos alcanzaron para correr a comprar unos cuantos rollos de papel higiénico y encerrarnos en casa a esperar la cadena nacional. Desde ese momento nos mantenemos en una vigilia ominosa, esperando el horror –que ya llegó a muchas personas–, forzando la vista para intentar ver dónde vamos a estar en el futuro, en unos meses, o en unos días.

La espera: la mayor parte del tiempo, en casa y solxs. Desde que se decretó la cuarentena, muchas/os de nosotras/os volvimos a trabajar o a estudiar, o nunca dejamos de hacerlo. Incluso, mucha gente tiene que trasladarse a su lugar de trabajo. Pero después siempre hay que volver a casa. Los protocolos de salud que se implementan en casi todo el mundo nos dejaron el trabajo y el estudio y nos recortaron todas las salidas recreativas. Siento que cerramos el peor trato de la historia.

Desde que entramos en esta distopía –colmo del biopoder–, los desafíos que enfrentamos son siempre novedosos y cambiantes; pero a medida que pasan las semanas y nos acomodamos mejor en el sillón, hay una fuerza centrifuga que falta: ¿cómo informamos a nuestros cuerpos que ahora la vida es otra?, ¿cómo seguimos con nuestras obligaciones pero sin tener todo lo que hacía el esfuerzo tolerable? Ahora tenemos que estudiar sin charlar con el compañero de al lado, trabajar toda la semana sin ganarnos una birra el viernes, mantener nuestra ropa y cuerpos limpios sin que nadie los mire ni los huela.

Los signos vitales de nuestra vida social son bajísimos; cada tanto hay que mandar un mensajito o poner un like a ver si respira.

Si bien estamos acostumbrados a comunicarnos todo el tiempo por internet (casi sin darnos cuenta de la diferencia), lo cierto es que nuestras relaciones solían desarrollarse en una dinámica que pivoteaba entre lo digital y lo analógico, intercalando encuentros reales e interacciones virtuales. Lo raro es atravesar ahora todas las etapas de un vínculo sin poder recurrir a una instancia presencial, que nos permita calibrar mejor los instrumentos de la percepción y ampliar la variedad de gestos, tonos y miradas que queremos transmitir.

¿Y qué si nos acostumbramos a esto? ¿Qué si esto en realidad es el futuro y por qué no abrazarlo?

En mi barrio todo está cambiando. Los vecinos de enfrente ya se hicieron un segundo piso y una familia del PH de al lado descargó ayer un camión de ladrillos. Por mi parte, cuando me quedo mirando al fondo de mi casa, me cuelgo imaginando el quincho que me haría ahí atrás; con ventanales y techos altos para la luz natural, muchas plantas, sillones, pantallas y buena señal de internet. Nosotros mismos, con entusiasmo y nuestro propio dinero, customizamos la celda de vigilancia ideal, tan seductora que el mundo exterior termina de perder su atractivo.

De tanto habitar nuestros hogares, como Coraline entramos en una segunda casa adentro de la propia, escondida entre los pliegues de nuestras sábanas y en los huecos de las paredes. En esta segunda casa todo parece más cómodo y más seguro: solo necesitamos computadoras rápidas, sillas ergonómicas y auriculares profesionales. Nos preguntamos si no podemos ser felices también en este nuevo refugio, y qué pasaría si ya no volviéramos a salir.

En una de las entregas de su diario (“Ajedrez”), Bifo dice: “ahora que entramos en la esfera de la conexión obligatoria y del distanciamiento de los cuerpos, lo que se va delineando es quizás una sensibilización fóbica al cuerpo del otro. Miedo al acercamiento, terror al contacto”. Pero lo que me gusta de leer su diario es, no sé, un golpe de optimismo (la revolución) que siempre anda dando vueltas. Sigue: “¿O bien, en un giro ahora impredecible, la sobrecarga conectiva llevará a un rechazo, el hechizo virtual podría romperse?”