Como no tengo la calle disponible, mis crónicas transitan la web.

A cada minuto crece la cantidad de muertos e infectados a nivel planetario. Lo indican alertas gráficas en el ángulo superior derecho de mi pantalla.

Y leo intervenciones de filósofos y “pensadores” sobre la pandemia.

Al mismo tiempo “la economía” –sus voceros– quieren mandarnos a trabajar de nuevo. Los capangas preparan el látigo: ¿qué pasa que nadie trabaja? ¿Qué pasa que ustedes no trabajan?

Jueves 9 de abril. Un empresario sale al aire por la radio pública provincial. Hace su saludo a la bandera al presidente Alberto, elogia el accionar del gobierno. Pero cuando le preguntan sobre el impuesto a los más ricos, dice que no sirve, y que hay que estimular al sector privado porque –dice– es el motor de la economía y la fuente de financiación del Estado, y los empresarios son los que generan las fuentes de trabajo.

Un viejo cliché del sentido común: el empresario es el dador de bienaventuranza.

A cada centímetro de la red florece un diario personal sobre la cuarentena. Millones de personas vuelcan su percepción a las redes. Como si realmente fueran tan especiales, y las generales de la ley no los alcanzaran. Qué loco, me cagó una paloma, lo voy a escribir.

Aceptable en plan terapéutico, en última instancia. Cuando se calme el bardo –suponiendo que eso sucederá– habrá un tsunami de películas de Hollywood.

¿Qué tan íntimo es un diario personal en tiempos como estos? Una sola frase barre de un plumazo cualquier expectativa: lo íntimo está demasiado vinculado a lo que sucede afuera, donde no pasan cosas buenas.

Pero el punto es el afuera. Si vivimos en jogging y chancletas es por algo que no sucede adentro.

Me faltan muchos “pensadores” por leer en ese pdf que los compila. No sé si podré completar la lectura. Es más: acabo de decidir que no seguiré leyéndolo.

En cambio, retengo el modo en que el poeta Daniel Freidemberg habló de varios de ellos en una red social. Los describió como portadores de una “irrefrenable pulsión oracular”.

Suscribo: hablan como si fuesen el oráculo de Delfos, y en algunos casos, como Agamben, Zizek o Byung-Chul Han, no escatiman pelotudeces. La sola portación del carnet de filósofo, parece, los convence de que sus pensamientos aportan algo y que son necesarios para ¿quién, qué?

¿Es importante la chapa de “intelectual” cuando tu vida está en riesgo? El volumen de importancia que se le confiere a esos títulos es inversamente proporcional a la consistencia de una sarasa pródiga en un foucaultianismo berreta: solo importa la libertad individual frente al control social.

Parecen demasiado convencidos de que sobrevivirán. Igual que los operadores mediáticos a quienes todavía se llama “periodistas”. Voceros del fastidio oligárquico, máquinas deforestadoras de la subjetividad.

Ahora es martes 14, y las palabras giran alrededor del planeta, como si fuesen versos de Apollinaire en Zona. El viento matinal agita las copas de los árboles en el barrio, donde cada tanto se escucha algún auto, o camiones lejanos en la ruta.

“Distancia social = comunismo”, dice la pancarta de un grupo de derecha en Estados Unidos. Nunca la derecha nos quiso tan juntitos y, en lo posible, adentro de las fábricas, en las calles, en las morgues, en las fosas comunes.

“Esto no puede ser real”, dice la protagonista femenina de una película de terror. Luego se escuchan cuervos, aves que marcan geolocalización: hemisferio norte.

“Pienso corto”, dice Mariana Enriquez, fastidiada con la idea de que si escribís libros tenés que opinar sobre la pandemia. “¿Por qué tengo que ser intérprete de este momento?”

Aunque pensar corto es también percibir que en lo corto anidan verdades que emergen fuera de todo plan. Microrrevoluciones en las familias, caretas que se caen. Tras la fachada de alguien siempre bueno según manuales al uso, había tremendo sorete concentrado. Siempre lo sospechamos pero ahora es evidente.

También, mientras tanto, algo se abrió paso dentro de aquella persona con fama de egoísta irredenta: la ven ayudando a gente necesitada sin pretender nada a cambio.

Edificios 1: mi amiga Ivana trabaja en un hospital, y sus vecinos le obsequian comidas, siempre le preparan algo. La bancan, son buena gente.

Edificios 2: se enteran de que hay un médico o enfermero, y le piden o exigen que se vaya. Mala gente, mala fariña.

Otra vez es lunes. Las ciudades están llenas de gente que solo atina a huir de su angustia. De algún modo se joderán. Mala época para dejar de fumar, pero no importa, seguiré sin tabaco.

De balcón a balcón la gente se saluda. Como perros que dialogan en la noche a la distancia.