Estado de Bienestar en los años cuarenta, Seguridad Nacional en los setenta, Neoliberalismo en los noventa, Populismo en los dos mil… Ahora, en boca de Alberto, el peronismo 2020 es Deuda. Interna y externa, en ese orden de prioridades, la deuda lo desafía y lo dispone desde que asumió. Y lo sabe; por eso no habla de otra cosa, lo muestra a todas y todos, incluso a la reunión de exégetas que lo rodean y a quienes por, momentos les cuesta seguirlo cuando regala palabras tan amables a los oidores mediáticos y esquivas a la discreción que el presidente necesita para seguir “tranquilizando” la economía, para equilibrar…

Una novedad, la palabra que recupera lo devaluado por múltiples relatos anteriores –heroicos o nauseabundos, no importa ya, todos devalúan la palabra si no hay verdad– e interpreta el pasado reciente como responsable de un presente deudor, sin mencionarlo como tal: lo que le sobró al menemismo en una legislación financiera aun vigente que permite cíclicamente la especulación y la fuga; lo que le faltó al kirchnerismo con razones menos relatadas de intranquilidad y reformas que no terminaron con el sobrante anterior para lograr el “nunca más a un endeudamiento insostenible”. Todo ello, sumado a lo que no se hizo en los años de la democracia desde Alfonsín a la izquierda del abanico estatal, desde disputar la formación funcionarios profesionales “con una mística de transformación del Estado para ponerlo al servicio de la sociedad” hasta la recuperación de la dignidad sin pobreza.

La vuelta al mundo en ochenta días

Alberto recorrió los ochenta y un días de su mandato de abajo hacia arriba: bono y aumento, tarjeta y comida, remedios y vacunas. Y de adentro hacia afuera: del Papa Francisco al Fondo Monetario Internacional, para negociar de forma novedosa con jugadores que ya no son los bancos privados que enfrentó Alfonsín, ni el 2005, ni el Club de París, sino Fondos de Inversión como Black Rock –que maneja un flujo de dinero que equivale a catorce veces el PBI argentino– y que vienen en bloque. En este contexto, es válido interpretar y citar a Néstor Kirchner, pero imitarlo en la partida es cosa muy distinta. No solo por la imposibilidad de la impronta vendaval del santacruceño, sino por las vicisitudes de la hora, que en nada se parecen a aquellos otros tiempos. Alberto sabe que los acreedores se cartelizan rápido con propios y extraños; sabe que los marginales de la economía que tomaron el Estado gracias al pase electoral de la UCR rompieron todo lo que tocaron, y de eso no hablan; y también sabe que esos CEOS cambiemitas no van a tardar en ser parte del cartel de acreedores, vociferando que la Argentina pague sin chistar desde los sets de televisión y las consultoras privadas que, aun en la derrota, operan con ellos –no es nada personal, solo negocios. Por eso intima a que todos se definan en la partida, de qué lado va a estar cada uno, y se refiere específicamente a esta negociación, no a otra cosa.

La soberanía de los cuerpos

Quizás la disonancia más novedosa de lo que plantea este peronismo 2020 endeudado (nota al margen: peronismo que dejó hacer, y Alberto lo señaló hace un mes en una nota a C5N, cuando, consultado acerca de “los gobernadores que se vieron ‘obligados’ a tomar deuda durante el gobierno de Macri”, respondió tajante y firme: “también son responsables del endeudamiento actual…”) sea respecto de la interrupción voluntaria del embarazo, planteada como deuda del sistema de Salud Pública y del acompañamiento del Estado, y no como debate centrado en la discusión y acusación derechos/antiderechos. No hay lugar en este nuevo intento para pólvoras verdes y celestes: las mujeres siguen muriendo, y, las que no mueren, son abandonadas a su suerte en la interrupción o en la gestación. “En el siglo XXI toda sociedad necesita respetar la decisión individual de sus miembros a disponer libremente de sus cuerpos”. El relato redivivo entre buenos y malos, derechos y antiderechos, progres y conservas, feministas y quién sabe qué, esclavizó a los cuerpos (vivos y muertos), incluso a los más progres dentro del arco, que tomaron el tema como tribuna de exposición mientras la muerte sin rostro continuó su matanza impune, distraídos en el mientras tanto por carteles de autopropaganda en lanzamientos mediáticos, que velaron en definitiva esos asesinatos masivos por goteo. Entonces, el debate no es el mismo. No ya comparado al de principios del siglo XX; tampoco es el mismo de hace dos años. Construir novedad es dejar la tribuna –progresista o reaccionaria– de la razón. El equilibrio no es neutral. En este caso, también, será hora de ponerse del lado correcto, sin estridencias y colectivamente, pero sin perder de vista el foco del asunto. No tener razón, sino saldar la deuda.

La deuda muda

En todo discurso, lo no dicho forma también parte de lo dicho. Alberto, en tren de sumar para no ser “esclavos de un discurso” que agrietó a todxs, sigue sin nombrar lo que duele: la inflación y la insistente negativa de pagar por parte de los que más tienen. “Poner el foco en los remarcadores de precios” y en la cadena de comercialización sigue siendo un atajo para no nombrar lo que la economía, en su 2+2=4, plantea como obvio: mirar costos (no precios) y establecer una ganancia justa y razonable sobre ese número. Y si de costos hablamos, el flujo de renta de la tierra –básicamente, lo que ganan sus propietarios por alquilarla sin mover un dedo para producir alimentos–, que finalmente se suma al costo de lo que comemos, es una deuda muda; así como lo es la razonable política de precios en cultivos que implicaría volver a las retenciones segmentadas (para que baje el precio de la comida) y de la soja en particular, para que esos granos que facturan millones de dólares dejen en el país lo que corresponde por la actividad.

Los dueños de grandes extensiones de tierra tienen una sola patria: su pedazo de tierra. Y, para ellos, esa patria termina en el alambrado donde empieza otro campo. Esto los une en una identidad, pero también los divide… Sobre ese bien –la tierra– inmerso en la patria más grande llamada Argentina y que, a diferencia de una fábrica o empresa, no puede ser llevado a ninguna parte, hay que realizar de una vez por todas la captura del flujo de la renta, que finalmente pagamos todos cuando compramos comida. Efectivamente, todas y todos pagamos la renta de la tierra de la oligarquía argentina, cada vez que compramos comida. Esto no aparece en palabras, pero aparece en los precios de los alimentos, aparece en los números de la cotidiana de cada bolsillo. Tal vez sea hora de verbalizar este desaguisado feudal en tiempos de capitalismo financiero.