En 1987, Legião Urbana rockeaba como si fuera 2018. “¿Qué país es este?”, se preguntaba la banda liderada por Renato Russo en acordes duros y letras insurrectas: “Suciedad en todos lados. / Nadie respeta la Constitución / pero todos creen en el futuro de la nación”. El país de la voluptuosidad, la bossa nova y el carnaval se lanza a las calles para detener al fascismo con la marca en el orillo de esa alegría que parece no tener fin ni ante los vaticinios más oscuros.

Al rayo de sol paulista se camina lento. Entre la multitud, más aún. A pesar de que para Brasil esta es la Hora de los Hornos, la alegría es regla. Largo de Batata, en el oeste de la ciudad de Sâo Paulo, es un hervidero de mujeres, hombres, familias, todos los colores y los sexos, las libertades y los sueños. Vienen a decir Ele Não pero también a exhibir que Brasil es el edén, como escribió el escritor austriaco Stefan Zweig en 1941: “Si el paraíso existe en algún lado del planeta, ¡no podría estar muy lejos de aquí!”.

Vestidas de violeta unas cien mujeres tocan tambores. El grito, con el puño izquierdo en alto, es “Racismo, fascismo: no pasarán. / Machismo, fascismo: no pasarán”. Interpelan a Jair Messias Bolsonaro, el ex capitán del Ejército y diputado, odiador compulsivo de mujeres, negros, pobres, gays e izquierdistas. Ni lo nombran. Fue rebautizado: el Coso. Él no.

Mientras las cervezas pasan de mano en mano, una batucada al frente de una mujer negra, poderosa, megáfono en mano, contagia la versión brasileña del canto de los partisanos italianos contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, Bella ciao: “Una mañana yo desperté / y escuchaba él no, él no, él no. / Una mañana yo recordé / y luché contra el opresor. / Somos mujeres, la resistencia / de un Brasil sin fascismo y sin horror. / Vamos a luchar para derrotar / al odio y sembrar amor”.

Se hace un círculo: miles portan pancartas con leyendas contra Bolsonaro, contra su doctrina de odio. Una es elocuente: “Tu voto puede matar”.

Aplaudiendo y cantando, dos amigas abrazadas, o novias, o simplemente plenas de amor. Una de vestido rojo, pelos al viento; la otra, pelo corto negro, con mechones violetas, anteojos psicodélicos.

Son color, historia e impulso.

Cuando fue el golpe llorábamos, habían depresión, tristeza, no sabíamos por qué. Los activistas no nos permitimos las flaquezas, creíamos que no teníamos derecho a ceder. Era sentir que la historia retrocedía hasta los momentos más oscuros, quitándonos el derecho a ser feliz. Pero a la vez que es muy triste lo que está pasando, nunca se discutió tanto de política en Brasil. Para el corto plazo es horrible lo que vivimos, pero en el mediano plazo, dependiendo lo que pase en las elecciones, es un principio para pensar realmente en una democracia.

De eso no se habla.

En Brasil cuando éramos niñas se decía: de fútbol, política y religión no se discute. No se hablaba de eso. Era pecado. Ahora hablamos. No hay un sitio donde no se hable de política. Se dejó de lado la indiferencia. Brasil es amor, diversidad, negritud, samba, mar y montañas, Amazonia y aguas eternas, sal y dulzor. Música, baile y mestizaje. Brasil es la diversidad en su máxima expresión, nunca podrán uniformarnos.

El retorno a la Casa-Grande

Bolsonaro es la demostración de que estamos muy mal y de que muchas veces la realidad nos sobrepasa y la derecha sigilosa nos arrebata la alegría. Estamos hablando de eso y resistiendo. Para que la cosa cambie hay que hablar. Hablar de la dictadura, de las torturas en Brasil, no se podía, no era tema, ahora es tema. Hablar de la esclavitud moderna no era tema, no se hablaba, ahora volvemos a hablar. Es debate.

En 1933, el sociólogo brasileño Gilberto Freyre sacudió el mercado editorial con Casa-Grande & Senzala, la descripción descarnada de la explotación y esclavitud en un ingenio azucarero del Nordeste. Servidumbre patriarcal y católica. Plantaciones, colonia y  monocultivo de la caña. El señor del ingenio en la casa-grande y el esclavo en su miserable vivienda, la senzala.

Hoy se huele una revancha del patriarcado. De los dueños históricos de la tierra: de los hombres, blancos, terratenientes, empresarios, religiosos, ortodoxos. Quieren volver a la casa-grande de Freyre. Bolsonaro seguramente no lo leyó pero añora ese lugar: “Tienen que adaptarse al Brasil verdadero o desaparecer”, vocifera sin ruborizarse.

A las mujeres, a los negros, a los pobres, a los gays, a los nordestinos, a los colectivos LGTB, a los izquierdistas, el fascismo renacido los amenazó con el retorno al pasado indigno, a la senzala. La muerte y el odio están a la vuelta de la esquina. En la casa de al lado. En una urna el domingo próximo.

Cuarenta años después de escribir un libro que marcó a la cultura brasileña, Freyre subrayó la peculiaridad de este subcontinente de más de doscientos millones de habitantes: “No hay fantasía en afirmar que existe ya una singularidad brasileña que se manifiesta en un tipo general brasileño, caracterizado por un conjunto de maneras –que le son particulares– de marchar, de hablar, de sonreír; (…), por una generalidad de aspectos físicos marcada por el predominio del mestizaje sobre los individuos de étnica pura, y de dionisíacos sobre apolíneos”.

No pasarán vuelve a ser el grito de resistencia.