Desde cualquier ferry que se aleje del puerto de Buenos Aires puede verse a una ciudad envuelta en humo. Su color es impreciso, de un gris amarronado, rojizo por momentos. La estampa tóxica de cuanto respiran los porteños: basura quemada, restos reducidos a moléculas de distintas formas de la materia, que se reciclan en la cañería orgánica de los habitantes urbanos. Nada nuevo.

Habitantes que respiran humo, venden humo, compran humo. En ese punto, y en otros, todas las urbes se parecen. Los habitantes de Rio de Janeiro, por ejemplo, suelen ser catalogados como “creídos” por el resto de los brasileños. Otro tanto les sucede a los neoyorquinos, y el sayo les cabe, obviamente, a los pobladores de la ciudad de Buenos Aires.

Pareciera que habitar la metrópoli es, en sí mismo, un mérito a chapear. Aunque si lo vemos fríamente, la condición urbana tiene tanto mérito como, por ejemplo, ser joven. Cualquier pelotudo fue joven alguna vez.

De todas maneras, el porongueo urbano –hábito predominantemente masculino– no tiene como destinatario a los forasteros. El gesto de jactarse-de-lo-que-sea está dirigido a sus pares, que lo distribuyen, a su vez, frente a otros seres de la metrópoli.

El asunto es fanfarronear con lo que venga, lo que genera situaciones sorpresivas. Por ejemplo, que Andahazi se jacte de sus lectores, como confesó días pasados en una red social. Lo sorpresivo, además del hecho de que tenga lectores, es que se sienta en condiciones de jactarse de algo.

Pero como el espíritu de la vanagloria es muy democrático, se hace presente en toda discusión silvestre y berreta, ahora elevada al rango de “formadora de opinión” en los paneles televisivos. El tema puede ser el fútbol, el tránsito, el sexo o la política, que incluye al resto del temario, aunque no siempre se lo advierta.

“Acá lo que hay que hacer es” sarasa, dice alguien, como quien da una orden a un auditorio imaginario. “El 9 tiene que ser Fulano”, dice otro, acaso convencido de que su idea merece algún destino mayor. “Hay que matarlos a todos”, alega un tercero, que por alguna razón misteriosa se siente a salvo de su propia amenaza. “¿Viste? Dicen que ahora” tal cosa, tira otro, sin aclarar quién dice lo que “dicen”. Verdades sagradas para quien las enuncia, su solo objeto es hacerlo sentir un poco más que “alguien”.

“Lo que en el fondo obsesiona al porteño”, confesó, generalizando un poco, un amigo, porteño también, “es no quedar como un boludo”.

Esto explicaría muchas cosas. “Quedar como un boludo” implica exponerse en inferioridad de condiciones, vulnerable, cosa que no debe ocurrir. Así, cada cual se siente en la obligación de hablar “como si supiera” de algo que lo excede. No importa que el tema sea la economía regional, la fumigación con drones o el desarrollo de software en Filipinas. Lo importante es no pronunciar, bajo ningún punto de vista, la frase “no sé”.

Pero tanto porongueo tiene consecuencias no previstas para sus cultores. Porque ese blindaje de celofán, cuando se vuelve vicio de su ego hipertrofiado, no los inmuniza frente a otras cuestiones. Por ejemplo, humos mayores cuyo consumo los expone como aquello que detestan: boludos.

Por ejemplo, aquel panadero que en los años ochenta se afilió a la Ucedé. Pensaba que acercándose a un partido de ricos le iba a caer encima algún billete. No sucedió. No iba a suceder. No podía suceder. Y era un gran vendehumo. Pero, muy encima de él, estaba la procesadora de giles.

Así las cosas, una gran masa de personas, temiendo quedar como boludos, terminan comportándose como tales votando a gente que los va a cagar.

Porque todo vendehumo es, además, un gran comprador de humo. Sobre todo en las grandes ciudades, envueltas en una sustancia gaseosa de color indeterminado, que indigesta la respiración de sus habitantes.

Porque Dios –cantó alguna vez el mejor Fito Páez– es una máquina de humo.