Todas las caras de bueno se parecen. La del Papa, la del Dalai Lama, la de cualquier promotor masivo de la bondad universal. No se concibe ningún Papa con cara de malo. Todos los pontífices tienen algo en común, además del hábito y la condición.

Desviarse de allí, de la cara de bueno, les restaría crédito. Cualquier gestualidad casual puede arruinarlo todo, y hay fotógrafos por todos lados. Las máscaras de los humanos se vieron históricamente reforzadas ante la aparición de la fotografía, el cine y la TV.

Y nadie sostiene una cara de bueno porque sí. Tiene el objetivo de que nadie piense que no es “bueno”. Los cara de buenos se ponen de antemano fuera de cualquier sospecha: no matarían una mosca. Y pretenden algo de nosotros. Una adhesión, una simpatía, una compra, un aval, un voto.

De acuerdo: habrá quien diga que Fulano, por caso, tenía cara de perverso. Pero eso es efecto de lo que se sabe de él: es la mirada externa la que le pone el adjetivo, con el diario del lunes bajo el brazo. Lo mismo con el rostro de cualquier sujeto que haya perpetrado un hecho horrible: vemos su foto en el diario y pensaremos “¿cómo nadie lo advirtió antes?”

Pero hace rato que los villanos no tienen cara de villanos. Eso queda para las historietas o productos destinados a la mente infantil, aunque esta parece prolongarse en multitud de adultos. ¿Mengano tiene cara de bueno? Mengano es bueno. ¿Perengano dice “soy bueno”? Perengano es bueno.

Como sea, y para volver a lo del principio, existe un modo “católico”, “religioso”, para la cara de bueno. El paquete incluye una actitud paternal o maternal, y algún revoleo de ojos a la eternidad en momentos de éxtasis místico. Nadie, en ese caso, dudará de su fe, asociada al “bien” universal. Imposible que esa persona haga algún daño.

Pero dudaremos, sí, del propósito de tanta fe. Y nada bueno deja ver cierto color amarillento en estos creyentes, junto a una mirada de forzada súplica. La máscara, sobreinterpretada, muestra la fisura.

Más vale alejarse de gente así. No comprarles un caramelo, cruzarse de vereda, no votarlos, no creerles una palabra, poner todo en alerta frente a un posible depredador, o depredadora, que sabe que tiene cobertura institucional y atávica que lo protegerá y dejará eventualmente impune de lo que sea.

Hablamos de gente que está por encima de nosotros, que tiene alguna intención, que quiere convencernos de algo, vendernos algo, imponernos lo que sea. Quedan excluidos aquí aquellos que llevan tatuados en su cara los gestos que determinan su actitud ante la vida. Por ejemplo, la dueña de aquella panadería de Almagro tiene cara de estar oliendo mierda todo el tiempo. Es altamente probable que el asco haya sido su emoción dominante a lo largo de los años, generada por lo real, lo material, lo corporal.

En cuanto al modo “no religioso” de la cara de bueno, se afirma en lo neutro: “caras de nada”. La inexpresividad al palo, una fuga hermética de toda emoción, asociada a simpatías o preferencias: son técnicos, y “el saber” no tiene emoción. Parecen interesados sólo en hacer las cosas en forma eficiente, ya que la gente está cansada de política e ideología y quiere “sentido común”.

Este es el modo en que la cara de nada se esconde de cualquier sospecha. Hay asaltos perpetrados por tipos con cara de nada, capaces de cosas horrendas. Los archivos del espanto mundial están llenos de gente con cara de nada.

Como la mirada y la lengua suelen ir muy unidas, no debiera sorprender que una cara de nada se sostenga en un habla monocorde. En este punto, conviene profundizar la cuestión sonora. La energía que las personas utilizan para modular su habla, en el caso de los monocordes es destinada a otros fines. Dicho de otro modo: mantienen ese tono porque en ese mismo momento están pensando en cómo cagar al prójimo.

La otra posibilidad es que, al repetir una mentira, estén muy ocupados en recordar lo que dijeron antes, para que no se altere concordancia alguna. Un trabajo adicional y acaso estresante, que no se puede hacer hablando como una persona corriente, con sus altas y sus bajas.

Pero ambas chances van de la mano: un monocorde que miente es alguien dispuesto a traicionar lo que está diciendo en ese preciso instante.

Las caras de nada que muestran casi todos los funcionarios, invariablemente monocordes, tienen un alto nivel de couching. No mostrar gestos, hablar en un mismo tono, no enojarse nunca parece ser la instrucción.

El inconsciente, sin embargo, es astuto e irrumpe ante las cámaras, que mostraron a un funcionario volcando un vaso en una conferencia. Sucedió cuando se le preguntó sobre cierta ex mandataria, que no tiene cara de buena ni cara de nada, y nunca habló en tono monocorde.