«Infeliz» es un insulto, no una descripción de un estado de infelicidad. En Rosario, por ejemplo, se la escucha en ese tono. “Callate, infeliz”. La sabiduría popular omite explicaciones en este punto. Pero un vistazo o fugaz escucha en lugares casuales de la ciudad permite comprender el carácter de la invectiva.

La señora de la panadería de avenida Medrano, por ejemplo. Anda por sus sesenta o más. Cada día se la ve más ojerosa. En su local, donde también se sirve café, está prendido el televisor todo el día, sintonizado en TN.

La venta de pan y facturas decrece. Las personas compran solo lo que consumen en el día.

La señora es propietaria; junto a ella trabaja alguien que podría ser su hijo. También hay empleados que despachan, aunque siempre son distintos.

TN todo el tiempo, mientras pierden peso los bolsillos de la clientela y se consumen los días de la señora de la panadería, que no puede con su adicción a las noticias relatadas por el canal mencionado.

La señora no está triste. La señora es infeliz. La señora se fue convirtiendo en alguien muy feo. Entendámonos en la clave de los antiguos griegos, para quienes lo malo y lo feo iban juntos, ya que ética y estética marchaban por el mismo sendero. Por eso la señora de la panadería también se pone mala. Además de sus ojeras, su desconfianza. Alguien compra diez pesos de pan y le tiene que pagar a ella, nunca al despachante.

Fui perdiendo las ganas de comprar el pan en ese local, pero pudo más la curiosidad por la  dueña del local y la evolución de su cara.

La señora, estoy seguro, en el 2015 votó en concordancia con sus gustos televisivos. No la venía pasando especialmente mal, pero su impulso republicano la llevó a querer derrotar a la corrupción con su voto. Para que se vayan los que se robaron todo, aunque no se sepa muy bien a quién se lo robaron y a dónde lo llevaron. Sí, claro, las bolsas de López. Pero eso no explica el aumento en el precio de la harina. Tampoco el hecho de que cada habitante tenga menos plata en el bolsillo. Cuando estaban los que se robaron todo, “la gente” tenía más plata encima. Estos razonamientos básicos quizá, a lo mejor, actúen como termitas voraces en la mente de la señora panadera, que pese a todo, sigue sintonizando TN.

Y la señora se pone fea. Porque su realidad no encaja con la idea que se formó sobre “la realidad”. Las personas empiezan poniéndose feas, luego agresivas, finalmente violentas, y se descargan sobre sí mismas, viendo su vida de mierda en los otros: negros de mierda. Nada nuevo.

La señora está a punto de dejar de sentirse infeliz, para pasar a ser una infeliz. La señora tiene claramente una vida de mierda.

Multipliquemos el caso por unos cuantos miles y tendremos un barrio horrible, una ciudad espantosa, con personas que cuentan con medios de vida pero –diría Dylan– sienten que algo está pasando pero no saben bien qué es.

Un amigo muy querido, cuando era jovencito aún, le robaba el Halopidol a su mamá, que tenía delirios. Lo tomaba, y empezaba a delirar, porque justamente él no necesitaba ese medicamento, que provoca el efecto inverso en personas que no padecen delirios.

Me da por pensar en antídotos que envenenan, en jabones que ensucian, aspirinas que provocan cefaleas y verdades que mienten. Es la lista de productos que arruinan la vida de la panadera de Medrano, barrio cuya fealdad nada tiene que ver con los sin techo, cuya cantidad viene aumentando, y hacen cola para ligar algún alimento en los supermercados chinos, en una urbe cada vez más hostil, llena de personas que viven a la defensiva frente a algo que no podrían explicar bien. Gente horrible que no quiere crotos en las calles, y que votó para terminar con la paleta multicolor que copó la escena en los últimos años.

Mientras tanto, en un momento que no es hora pico, hay muchos, demasiados autos por Medrano. Cuando el semáforo se pone verde, salen disparados, urgentes. A dónde van esos autos cuando no es hora pico es para mí un gran misterio.