La Argentina necesita construir un triunfo. Contra esa sensación de que vamos perdiendo oportunidades como nación, de que no quedan muchos tiros, para que ese “no salimos más” no se vuelva definitivo, lo necesita. “Hemos regresado al mundo dignamente, sosteniendo nuestras banderas, nuestros principios como sociedad. Esos principios que dicen: no nos pidan que para pagar la deuda sigamos sacrificando a los que peor están”, dice Alberto sobre la reestructuración de la deuda alcanzada ayer por su gabinete económico. Un gesto político para salir de un lenguaje que solo enuncia síntomas y evidencia carencias antes que pensar vitalidad de recursos. “Estamos evaluando de qué modo poder llegar a cada lugar para que las economías regionales también empiecen a funcionar (…) Yo creo que no tenemos como país tanto tiempo para perder. Necesitamos ir resolviendo problemas estructurales que el país tiene”, concluye el presidente. Para sopesar el balbuceo incoherente de deriva mediática, es necesario separar la capacidad maravillosa de la política como oportunidad ante la situación irrepetible y mostrar lo otro como ajeno, manufacturado, a la deriva.

Desenredar a las palabras del pastiche brutal implica volver al campo de juego, recomponer sus reglas. Desde el quinto piso de Hacienda, durante la tarde el ministro de Economía habló justamente de ese cuidado: “poder proteger el saber hacer la economía, el trabajo, las empresas, las personas que entran en relación de vulnerabilidad”. Como las crisis, las ideologías se resuelven en la coyuntura. La posibilidad de avance de un gobierno que se autoidentifique con los sectores populares, que oiga la queja de sus injusticias y vea la crueldad de sus postergaciones, depende en gran medida de desmontar un orden e intuir formas de mundo; también, de acudir a la decisión organizadora que dichas formas porten.

Qué hacer para que la política no sea una melancolía o una mera gestión con brutales olvidos de formas donde se naturaliza la intemperie fue el dilema desde el vamos.

Hasta hace unos meses, la propuesta desnuda de un gobierno de clase, de lenguaje aspiracional, negacionista de mayorías, confortable con la desigualdad. Si esa derecha buscaba proyectos estrechos, el peronismo los amplía. Primero, contra el desamparo de la pandemia: el IFE, el ATP, la contención sanitaria. Después, con un modo de pensar la nación de manera soberana no solo en términos económicos, sino desde las responsabilidades que deben asumirse en los marcos conflictivos, desde el reconocimiento de la catástrofe y la gestión de lo indispensable. Un día oportuno ayer, entonces, para lanzar el plan Procrear, la apuesta oficial para atacar el déficit de vivienda y activar la construcción.

Cómo se compone un tiempo depende de las presencias –antes en retirada– a las que se convocan. En la conferencia que encabezaron el presidente, la ministra de Desarrollo Territorial y Hábitat y la directora de ANSES, aparecen los intendentes de distintos territorios en los que se despliega la patria, en kilómetros y en sustratos sociales. Algo se hace evidente: las posibilidades de un gobierno no dependen solo de cómo se acompañan sus medidas, sino de cómo se afianza la vertebración de un entramado, un tejido que logre fuerza propia.

Después del anuncio del Procrear y antes de la conferencia de Guzmán, desde la explanada de la Casa Rosada, la conducción de la AFA anunció que vuelven los entrenamientos del fútbol argentino. En un acto que no tuvo tanta prensa, hace una semana la cámara de diputados de la provincia de Buenos Aires le dio media sanción a la Ley de Asociaciones Civiles y Mutuales para que los clubes de barrios puedan atravesar las dificultades económicas que impuso la pandemia. La dinámica de estas dos dimensiones de lo asociativo en el deporte, su puesta en igualdad de atención, devuelve aire también a la política: no olvida la relación entre su contenido concreto y la irrupción de la necesidad de los sujetos que las encarnan. La posibilidad de volver a habitarlas también aporta al alivio.

Leí en estos últimos tiempos análisis donde reaparece la idea de correlación de fuerzas para explicar las imposiciones del presente. Sin desmerecer el logro de las derechas de consolidar un campo de juego que impone condiciones estructuralmente cada vez más desiguales y culturalmente cada más aceptadas, creo que el destino de un acontecer político que ampare lo popular –o la capacidad de crearlo– anida mucho más en la dinámica de la pura política que intente un estado de constante actualización de sus concepciones, que expropie dimensiones simbólicas de un sistema alienado, las complejice y, por lo tanto, las enriquezca. Si le damos sentido a la experiencia con el lenguaje existente, donde cada imagen, cada palabra tiene su lugar específico, lo que hay que saber es cómo operar para ampliar el vocabulario.

La especificidad de los gobiernos populares es la belleza de su impulso democrático por expresar lo nuevo que no encaja bajo las viejas formas expresivas. Y la principal razón para que emerja un lenguaje distinto es que haya algo para festejar, algo que necesite ser enunciado. Esto es lo que le da sustancia al estado de ánimo que nos recorrió ayer durante todo el día. Hitos, sentidos, certidumbres –aunque sean momentáneas– desde las cuales anclar nuestra participación sobre la vida en común. El día de ayer, todos los anuncios, nos regala tiempo y espacio vital. Una invención política que amplía el horizonte democrático en el que quizá poder decir después muchas otras cosas: renta universal, impuesto a las grandes fortunas, soberanía alimentaria, independencia económica y todo lo que falte nombrar. Depende de nuestra capacidad para cargar todo lo mucho que se le escapa al reduccionismo de lo real.