Hay muchas imágenes para decir la patria. La mía es una plaza de cuerpos agolpados, mestiza, morocha, llena de changarines del norte, sirvientas del litoral, aquelarres gremiales, rancheríos y marchitas; donde se desentierran palabras y derechos, ausentes, negados y también nuevos por venir para decir todo lo que todavía falta nombrar. Una imagen contrapuesta al estado de cosas actual, donde transitamos una fecha patria sin plaza, sin pueblo en la calle. Un acto mediado con un Rosario vacío. “Un 20 de junio diferente”, describe el Presidente desde la Quinta de Olivos, donde encabeza el acto. Pero, en esta región del mundo, aunque no haya cuerpos agolpados quizá todavía puede haber vitalidad. O al menos preguntas sobre los límites de una nación para contener biografías políticas.

La patria es una idea. Nada mejor que una figura como la de Belgrano para recordarlo. O –como él– una relación necesaria entre cuerpos e idea. A la irrupción concreta de los cuerpos los resguarda un contenido que se despliega en los más insospechados aspectos mínimos, gestos, conversaciones que hacen a lo comunitario. Sobre los cuales ensayamos nuestro acuerdo común. “Belgrano trabajó para que la Argentina sea libre, soberana, independiente”, nos dice Alberto. Libertad, primero. Soberanía también. Hace algunas semanas que se alzan voces con reclamos brutales asentados sobre una idea de libertad meramente individual, una libertad para decidir, para circular, para disponer de propiedades y bienes. Cuando las derechas hablan de “libertad” y de “derechos”, escriben la exclusión. Inauguran un momento sin orden público, sobre una lógica privada donde volver a dibujar una supuesta “autonomía” de la política como administradora de lo dado. Contra esta impostura, entonces, igualdad para que la libertad cobre estatuto.

“Belgrano entendió que en la igualdad estaba el futuro”, dice Alberto. La enlaza necesariamente a las luchas del Ejército del Norte. Y recuerda a Güemes. Porque sobre las formas de los caudillos se vertebra la memoria de la desigualdad. Las experiencias políticas en estas tierras almacenan siempre, para poder existir y expandirse, caracteres soberanos pero también democratizadores. Una vez una compañera me preguntaba por qué en los actos de los movimientos populares, sindicales, sociales, empezábamos cantando el himno nacional. Supongo que porque nacimos colonia y la lucha por lograr la voluntad soberana como país siempre estuvo atada al conflicto por la desigualdad que cargaba ese entramado mestizo que nos hace. Y viceversa. El peronismo, como todas las experiencias populares, necesita hacerse cargo de esa conflictividad, visibilizarla y volverla a gestar como punto de conciencia político sobre lo injusto a partir del cual recomponerse y desplegarse. “Hablo de una Argentina castigada por la desigualdad y por el olvido al que han sido condenados millones de argentinos”, nos recuerda Alberto.

Frente a las actualizables formas salvajes de poderes económicos y políticos que hace décadas pretenden sepultar la historia, en América Latina confluye algo de ese mestizaje que todavía permite que ese estado de mundo se vuelva una incomodidad. Quizá sea por la capacidad de comprensión de la precariedad como condición de vida que lleva ese cuerpo mestizo. Una historia siempre por hacerse. Incompleta. Con retazos atados a una memoria sobre la igualdad que puede devolver la pregunta por la condición del hombre y de la comunidad. Pero sobre la fragilidad de una idea siempre se puede construir una patria.