Filósofo y ensayista portugués nacido en 1939 en Lourenço Marques, Mozambique, José Gil estudió matemáticas en la Universidad de Lisboa y en Paris, hasta que se cambió de curso a filosofía. En 1968 terminó su licenciatura en Filosofía en la Facultad de Letras de la Universidad de la Sorbonne, y comenzó a dar clases y realizar traducciones de textos científicos. En 1981 se instaló definitivamente en Portugal, donde desarrolló una trayectoria como profesor universitario e investigador, y durante años dictó cursos en la Universidad Nova de Lisboa sobre estética, Deleuze y Spinoza hasta su jubilación en 2009. Entre sus libros publicados, se destacan Metamorfoses do Corpo (1997), Diferença e negação na poesia de Fernando Pessoa (1999), Portugal, hoje: O medo de existir (2004) y O imperceptível devir da imanência (2009), este último sobre la filosofía de Gilles Deleuze.

En este artículo, Gil propone leer y analizar críticamente la pandemia de Covid-19 como “agente mediador” de un pasaje en términos de modo de producción del capital, de la fase industrial-financiera a la fase “numérica” (ya en despliegue pero acelerada por la crisis resultante), centrada en la digitalización y la virtualización de actividades, producciones y relaciones sociales.

Original en: https://www.publico.pt/2020/04/12/sociedade/ensaio/pandemia-capitalismo-numerico-1911986
[Ilustración: Ana Celentano – Traducción: Emilio Sadier para Sangrre]

 

Pandemia y desterritorialización

Justo antes de que se declarara la cuarentena en Wuhan, siete millones de chinos abandonaron la ciudad y se esparcieron por todo el mundo. La región italiana de Lombardía, que tenía vuelos directos a la región más contaminada de China, se vio rápidamente afectada. Francia, Alemania, España, el Reino Unido y, muy rápidamente, Europa, se infectaron. Al extenderse a todos los continentes, la pandemia cubrió el planeta en unos pocos meses. Una diseminación tan veloz e imprevista se debió a las características del nuevo virus, pero solo fue posible gracias al intenso desplazamiento de individuos y grupos, a través de la extraordinaria red de comunicaciones y transportes que hoy une a los países entre sí.

Se trata de un torrente imparable de personas que van y vienen continuamente, en el que participan empresarios, políticos, universitarios y estudiantes, turistas (en turismo de masas o individual) y multitudes que se desplazan para asistir a eventos culturales, deportivos o religiosos, sin dejar de lado a los millones de migrantes que huyen de la guerra y del hambre. Estas inmensas olas de personas que van de un territorio a otro alimentan la desterritorialización general, continua, que no deja de crecer. Al diseminarse, el virus de la pandemia no hizo más que recorrer el mapa mundial de la desterritorialización.

La pandemia resultante de la desterritorialización es la manifestación extrema de la enfermedad tecnocapitalista que hace más de dos siglos se infiltró en las sociedades humanas. Y que, igual que un virus, va contagiando territorio tras territorio, país tras país, continente tras continente: es el capitalismo global que transforma a la Tierra entera, sometiéndola, como un contagio epidémico, a su funcionamiento. Si el nuevo coronavirus prolonga el movimiento desterritorializante de la economía capitalista, es porque esta es, en su desarrollo y propagación, precisamente pandémica.

La primera reacción contra la pandemia apuntó, lógicamente, a contener su proliferación: contrariando al máximo la desterritorialización, se impuso la cuarentena en cientos de ciudades y los ciudadanos fueron confinados en sus lugares de residencia. Se cerraron aeropuertos, estaciones de tren, puertos y carreteras, lugares donde las aglomeraciones de personas aumentan el riesgo de contagio, ya que la desterritorialización implica no solo el desplazamiento, sino también su opuesto complementario, los más variados amontonamientos de “personas solas”, que se encuentran en las estaciones ferroviarias o en los festivales de música. Se cancelaron eventos de todo tipo, se prohibieron las salidas y los paseos. En una palabra, los individuos fueron reterritorializados en sus hogares, alentados a cultivar un tipo de vida olvidado, “arcaico”, por así decir, familiar y más “humano”, que el régimen de habitual trabajo había siempre impedido.

El confinamiento universal y la reactivación de modos de vida supuestamente armoniosos, pero ya erosionados e ineficaces, llevan a la formación de nuevas subjetividades, más adaptadas a la “economía numérica”. La generalización del teletrabajo, la digitalización máxima de los servicios y la virtualización de los traslados y de las relaciones sociales tendrán, muy probablemente, consecuencias drásticas en las transformaciones de la sociedad.

Si, hasta aquí, se ampliaba la brecha creciente entre el desarrollo de la economía financiera global y los procesos de subjetivación –que mezclaban subjetivaciones digitales y subjetividades arcaicas todavía vinculadas a las sociedades industriales y preindustriales–, ahora el vacío parece poder ser llenado. El tiempo de transición llega a su fin.

Nuestra idea es simple: la pandemia será el agente mediador del pasaje de una fase histórica del capitalismo (el capitalismo industrial-financiero) –cada vez más perturbada y caótica, cada vez menos viable en el contexto general de la sociedad y el Estado– hacia otra fase en la que se busca realizar los ajustes necesarios entre las exigencias económicas y las subjetividades que, en todos los ámbitos, desde el teletrabajo hasta las prácticas de ocio, les correspondan adecuadamente.

Se conseguiría, así, un equilibrio, sin duda precario, pero que aseguraría el desarrollo sin trabas del capitalismo digital: esto es lo que está inscrito, esto es a lo que apunta el impulso imparable de la dinámica capitalista. Por supuesto, se necesitarán subjetividades apropiadas, con el máximo de consenso colectivo e individual, y el mínimo de conflicto.

Habría sido necesario el surgimiento de una pandemia mortírfera para adaptar las subjetividades a las nuevas exigencias del capitalismo global. En este sentido, la Covid-19 sería el trampolín para catapultar a la comunidad a un nivel superior, el de la sociedad digital. En lugar de progresar gradualmente, pasando por etapas mediadoras, la pandemia forzará un salto brutal, imponiendo indiscriminadamente la digitalización de todas las actividades. El orden de subordinación se invertirá: lo digital, que estaba sometido a la hegemonía de hábitos vinculados al cuerpo físico (la desterritorialización obligaba a los cuerpos a desplazarse o desapropiarse de sí mismos), se volverá dominante, condicionando a los otros actos sociales, cuando no los suprimirá.

Lo que se buscaba, después de todo, era que las generaciones anteriores a la pandemia, con su cultura humanista, sus hábitos jurídicos, su conciencia judeocristiana, ya no obstaculicen el libre funcionamiento de la economía. Solo por el número de muertes de ancianos, la pandemia ya ha ayudado a despejar el horizonte. Pero es principalmente a través de la construcción de nuevas prácticas, nuevas coerciones, nuevos hábitos de placer a los que obligó el aislamiento social, que las subjetividades digitales podrán florecer y dominar. Serán subjetividades desterritorializadas, en cierto modo, nómadas y transparentes, pero reterritorializadas en lo digital.

La inteligencia artificial sin duda tendrá un papel decisivo en este proceso de sedentarización. Las nuevas subjetividades se caracterizarán por la sumisión y la adecuación de los cuerpos a (o incluso su exclusión de) las tareas de la economía digital, y la permeabilización de las mentes a las órdenes y necesidades de la vida virtual. La nueva subjetividad incluirá capacidades pasivas de obediencia voluntaria y capacidades activas de funcionamiento programado. Estas características ya estaban presentes en la subjetividad digital pre-pandémica, que describimos anteriormente.

El capitalismo, la esperanza y las fuerzas de la vida

Vivimos, en este momento, dos tiempos diferentes, en simultáneo: nuestro presente de vida confinada y el tiempo de la espera a que termine la pandemia. Ni uno ni el otro, ni ambos superpuestos, ayudan a actuar. Algunos piensan que este período de aislamiento debería aprovecharse para tomar conciencia de la necesidad de cambiar de vida, rechazando volver a la “normalidad”. La normalidad representa el tecnocapitalismo y la vida caótica que él engendra.

A través de las fragilidades e insuficiencias de las políticas de salud, esta crisis ha revelado in vivo la desigualdad que condena tendencialmente a los pobres a la contaminación y a la muerte, la indiferencia de los sistemas económicos frente al sufrimiento y la enfermedad, o la falta de solidaridad y de cohesión de los Estados miembros de la Unión Europea. Pero más profundamente, mostró, según muchos, la inutilidad y el vacío de la vida sin sentido en la que los pueblos vivían antes de la pandemia. Aparecieron entonces, y siguen apareciendo, ciertos pensadores, laicos y religiosos, que afirman que esta pandemia sería la ocasión única para llevar a cabo “revoluciones” o “reformas interiores” o “conversiones” radicales que traigan un cambio radical en el modo de vida de la humanidad.

La verdad es que este período de lucha por la supervivencia física hasta ahora no ha generado ningún sobresalto político o espiritual, ni alguna toma de conciencia de la necesidad de cambiar de vida. No generó esperanza en el futuro. En nuestro país, la unidad nacional se ha fortalecido solo por el sentimiento colectivo de compasión por los muertos y los enfermos, y por la gratitud a los médicos y enfermeras. Quizás un poco, también, por la adhesión general a la política del gobierno.

No se concibieron nuevos valores éticos, ni nuevos programas económicos o prácticas políticas. Tampoco la brutal violencia del sufrimiento y de la muerte en los hospitales, expuesta de manera patente en el espacio público mediático, ha conseguido barrer las imágenes engañosas con las que nos hemos acostumbrado a lidiar con la realidad. El encierro no favoreció la reflexión y la acción, por el contrario, suspendió el tiempo, la vida activa y el pensamiento. El contagio temido, imaginado, alucinado, fue el único acontecimiento que condicionó las emociones y los gestos cotidianos.

Si, con el encierro, huimos de la desterritorialización brusca que vivíamos antes de la pandemia, no nos reterritorializaremos, finamente, sino en lo digital. Cuando decimos “estamos todos juntos en esta lucha” o “solo con el esfuerzo de todos podemos vencer al virus”, este “todos” que comprende principalmente a los encerrados constituye, a fin de cuentas, una realidad virtual. Estamos, virtualmente con todos y con la comunidad, en la que participamos a la distancia, separándonos de ella. Es la vida en su conjunto la que se virtualiza.

Además, el confinamiento no fue ni es un tiempo de expansión y de alegría. Con las calles desiertas, las ciudades silenciosas y el sufrimiento patente de los enfermos, la casa en la que nos encerramos no constituye precisamente un lugar de entusiasmo y de creación. Ni propicio para la meditación metafísica, ni para la elaboración de grandes proyectos de vida. Después de todo, la gran mayoría de la gente quiere “volver a la normalidad” (o, a una “nueva normalidad”, como dice Cuomo, el gobernador del Estado de Nueva York).

Al ver el deseo urgente y angustiado de los políticos de ciertos países europeos de terminar con el aislamiento obligatorio para poner en marcha la economía, parece que todo se está preparando para volver y retomar –por más difícil que sea– el estado de cosas anterior. Economía versus salud, como se ha dicho, o la victoria de la economía sobre la salud (en los varios sentidos de la palabra). El tecnocapitalismo volverá a funcionar, tal vez no como antes, tal vez como “capitalismo numérico”, construyendo rápidamente nuevas subjetividades digitales. No escaparemos a su poder de conservación, autorregeneración y metamorfosis.

Nos queda por ver más allá, y prepararnos, con el máximo de nuestras fuerzas vitales: esta crisis no es independiente de la crisis ecológica que ya estamos experimentando y que pronto alcanzará un umbral irreversible. En ese punto, y debido a que no habrá vacuna para ello, todos tendremos que poner radicalmente en cuestión al tecnocapitalismo y sus modos de vida, si es que queremos tener (otro) destino en la Tierra.