Sin las protestas ni la incesante y descarnada difusión del asesinato del ciudadano afroestadounidense George Floyd perpetrado por el policía blanco Derek Chauvin, otro uniformado hubiese salido impune tras matar a un civil desarmado. Así lo demuestra una estadística que expone el carácter estructural del racismo en los Estados Unidos y cómo lo ejecuta su brazo represivo. Apenas el 0,3 por ciento de los policías fueron condenados por matar y en el 99 por ciento de esos homicidios el agente ni siquiera fue imputado. En 1967 la Corte Suprema de Justicia estableció la doctrina conocida como “inmunidad cualificada” para impedir que prosperen las demandas contra la brutalidad policial. En la práctica, un cheque en blanco para el gatillo fácil. Solo en 2019 la policía asesinó a 1.089 personas.

El poder policial también se refleja en sus poderosos sindicatos locales, estatales y federales, los cuales no enfocan su trabajo en la búsqueda de mejoras salariales o de condiciones laborales como lo hace el mundo gremial civil. Su esfuerzo está dirigido a encubrir y proteger a sus afiliados de las acusaciones de abuso de poder y brutalidad. Como lo demuestra este artículo que posteó el Sindicato Internacional de Asociaciones Policiales (IUPA, por sus siglas en inglés) sobre el asesinato de Floyd: “Arrodillarse sobre el cuello de un sospechoso está permitido por la política de uso de la fuerza (…) Se considera una ´opción de fuerza no mortal´, según el manual”, por lo que pidió que no “haya apresuramiento para condenar a nuestros oficiales”.

Esta protección judicial y sindical se evidencia en que Chauvin estaba en servicio a pesar de que tenía 18 quejas en su contra. Como lo explica la periodista Kim Kelly: “Chauvin fue citado varias veces por uso de fuerza excesiva en el trabajo; ha estado involucrado en al menos dos tiroteos policiales (…) ha abusado repetidamente de su poder, privilegio y autoridad para amenazar y aterrorizar, y ahora se le ha visto matando a una persona en cámara (…) Y gracias a los controvertidos incentivos de afiliación sindical, también es alguien que técnicamente cuenta como ‘hermano sindical’”.

La militarización de la policía se ha acrecentado exponencialmente. El presupuesto que las ciudades otorgan a las fuerzas de seguridad tiene una lógica de guerra. Un promedio del 25 por ciento de las partidas municipales va a la Policía. Es, por lejos, el capítulo más importante. No hay política pública ni socialización comunitaria. El objetivo es simplemente la represión. Tirar a matar.

Esto se refuerza con el hecho de que apenas el 20 por ciento de los oficiales blancos de Minneapolis vive en la ciudad en la cual presta servicio. No hay lazos de cercanía e identidad entre policías y vecinos. Este dato local se reproduce en todo el país y se recoge en el último censo del 2010: al menos el 50 por ciento de la fuerza policial vive en otras localidades y en el caso de los uniformados blancos las estadísticas son más altas aún.

Este cóctel recrudece el malestar social contra la brutalidad policial sistémica. Que el 54 por ciento de los estadounidenses considere que el incendio a la sede policial de Minneapolis está justificado tras del asesinato de Floyd es algo inédito.

Negro y pobre

Uno de los referentes de la lucha por los derechos civiles, Stokely Carmichael, denunciaba en la década de 1960 que la “privación de los derechos civiles” se sostenía mediante “el terror racista”. Y agregaba: “Debemos empezar con la realidad básica de que los negros americanos tienen dos problemas: son pobres y son negros”. En aquel tiempo, según la Administración de la Seguridad Social, el 40 por ciento de las familias negras eran pobres, frente al 11 por ciento de las familias blancas.

Aunque haya pasado más de medio siglo, nada ha cambiado: el 22 por ciento de la población negra (que alcanza al 13 por ciento de la población total) es pobre, frente al 9 por ciento de las familias blancas. La vulnerabilidad se extiende a todos los ámbitos: en la pandemia de COVID-19 la tasa de mortalidad es tres veces mayor entre los negros que entre los blancos.

El Instituto de Políticas Económicas (EPI, por sus siglas en inglés), que investiga el impacto de las políticas económicas en los trabajadores de los Estados Unidos, distingue un aumento de la brecha salarial por motivos raciales en los últimos 20 años. En 2019, un blanco ganaba 26,5 por ciento más que un negro. En el 2007, la cifra era de 23,5. En el año 2000, de 21,8. Se añade que más del 30 por ciento de los afroestadounidenses perciben salarios por debajo de la línea de la pobreza y que a raíz del coronavirus se han perdido cerca de 43 millones de empleos.

“Por favor, por favor… no puedo respirar… por favor” es la súplica de George Floyd para que la rodilla izquierda del policía deje de aplastar su cuello. El rostro exultante y sereno de Chauvin, exhibiendo el goce de ser blanco e impune, es la representación de 400 años de segregación, sometimiento y terror racial.

Chauvin es Trump. Un presidente que llama “very fine people” al Ku Klux Klan, a los supremacistas blancos, a los fascistas, que no condena el asesinato de Floyd y que califica a los manifestantes antirracistas como “matones” y los amenaza con un “tiroteo”, que tipifica a los grupos antifascistas como “terroristas”. Exhibe tal extravío a pesar de que hace 14 días, de costa a costa de los Estados Unidos, hay manifestaciones contra el racismo estructural y ancestral, económico y social, policial y gubernamental.

“Mientras dirijo este llamamiento a mis afligidos y desgraciados hermanos, me doy plena cuenta que no solo me atacarán quienes desean por encima de todo mantenernos en una infame ignorancia y sumisión (…) Me presentarán ante el público como un ignorante, descarado y levantisco perturbador del orden social y como un promovedor de la insubordinación, lo cual me costará quizá la prisión o la muerte, por haber dado una versión superficial de nuestra ignorancia y haber denunciado a los tiranos (…) ¿Es que nuestra situación puede empeorar? ¿Puede ser aún más miserable y abyecta?”. Estas palabras son del activista David Walker. No fueron escritas al calor de la revuelta por la muerte de Floyd, sino en 1829. Este manifiesto que se extendió clandestinamente por todo el país. El autor desapareció al año siguiente sin dejar rastros.

En 1619 llegaron los primeros esclavos negros, en un barco de bandera holandesa que atracó en Point Comfort, en las colonias británicas que luego conformarían los Estados Unidos. Una de las grandes exponentes de la literatura afroestadounidense, Margaret Walker, retrató el inicio del sistema de esclavitud y sus estelas en el tiempo en el poema “Desde 1619:

¿Cuántos años he pasado desde 1619 cantando Espirituales?
¿Cuánto tiempo he pasado glorificando a Dios y gritando “Aleluya”?
¿Cuánto tiempo he pasado odiada y odiando?
¿Cuánto tiempo he pasado viviendo en un infierno esperando del cielo?

 ¿Cuándo veré otro color en el rostro de mi hermano?
¿Cuándo estaré dispuesta a morir en una lucha honesta?
¿Cuándo tendré conciencia de la lucha – para actuar o morir?
¿Cuándo caerán las escamas de mis ojos?

 ¿Qué diré cuando desciendan los días de la cólera,
cuando los dioses del dinero se lleven mi vida,
cuando suenen los clamores de la muerte
y la paz se convierta en una bandera ondeando sucia de sangre?

¿Cuándo comprenderé a los engañados y a los tramposos,
con sus mezquinas raciones y las frías concesiones a mi orgullo?
¿Cuándo saldré de mi perrera como una irritada perra mestiza,
delgada, hambrienta y cansada de mis huesos y años descarnados?

¿Cuánto tiempo más persistirá el odio enquistado en los poderes estadounidenses?

Como dijo Kareem Abdul-Jabbar: “Siguen queriendo silenciar nuestra voz, robarnos el aliento”.